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"Tete Montoliu era arrollador y aplastante"

El contrabajista retrata al genial pianista catalán tras la publicación de un disco que grabaron juntos en 1995 y que permanecía en el olvido hasta hoy 

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Mucho tiempo, doce años, ha tardado el disco Tete Montoliu & Javier Colina 1995 en ver la luz. Al calor de las celebraciones del décimo aniversario del fallecimiento del universal jazzista catalán se han editado recientemente estas grabaciones históricas, instigadas en su momento por el inquieto cantante pop Santiago Auserón.

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Un disco de poder a poder. Tete Montoliu (Barcelona, 1933-1997) fue nuestro pianista de jazz más universal. En el corazón de Tete estaba el be-bop, esa pasión libérrima por la improvisación que le dio un lugar en la escena jazzística internacional, compartiendo vida, arte y milagros con Lionel Hampton, Dexter Gordon, Chet Baker, Archie Shepp, Roland Kirk, Elvin Jones, Ben Webster, Coleman Hawkins, Anthony Braxton... Javier Colina (Pamplona, 1960), amigo y miembro del grupo de Auserón, es contrabajista eminente de nuestra joven y poderosa generación de jazzistas actuales. Colina retrata su experiencia junto al maestro Montoliu.

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¿Cómo conoció a Tete Montoliu?

Yo ya tenía unos años cuando me empecé a interesar por el jazz, y el personaje que destacaba aquí era Tete Montoliu. De hecho, empecé a tomar clases de contrabajo con Horacio Fumero porque era el que tocaba con Tete. Me parecía una cosa arrolladora, aplastante tocando. Le conocí en la grabación del primer disco de Perico Sambeat. Y luego me llamaron para tocar en el café España, de Valladolid, con Tete y el saxofonista británico Ralph Moore. Le caí bien. Si hubiera habido algún pero, me lo habría hecho saber rápidamente. Tete era así.

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¿Qué le enseñó Tete?

A mí jamás se me hubiera ocurrido preguntar nada. ¿Para qué? ¿Para recibir un improperio? Se aprende viendo y oyendo. Todavía no sé lo que aprendí de Tete. A lo mejor son cosas que no me esperaba. Yo sólo busco conocer a una persona, y conocer cómo hace ese músico para disfrutar de la música, qué valores musicales tiene para tocar sabroso. Con este tipo de maestros, lo único que tienes que hacer es ponerte al lado y ver qué se pega.

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¿Le dio algún consejo?

Me dio el mismo que a él le dio un vibrafonista cuando era joven: “Cuando hagas la maleta, pon la ropa de actuar encima, para que no se arrugue”. Ahora se puede ir a aprender a muchas escuelas, pero lo esencial es la experiencia.

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Tenía fama de ogro, pero yo no lo viví así. Era una persona muy íntegra, que sacrificó mucho, que estuvo siempre en el jazz y no quiso hacer cosas que no fueran música improvisada. No le importó el dinero. Tocando fue una persona muy honrada y muy cabal; y eso en un país en que no se le hacía mucho caso, ni siquiera al final de su vida. Tenía una personalidad muy acusada, arrolladora. Era muy irónico. Se fijaba en todo. Cosas que a nosotros nos parecen normales en una conversación, desde su punto de vista de invidente, él siempre recibía algo. Era muy ingenioso, muy cáustico, con un sentido del humor que comparto.

Tete no se mordía la lengua.

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Decía lo que le daba la gana, y como era invidente, le importaba un bledo quien estaba delante. Me daba una cierta envidia. Era mi héroe. Si había alguna confusión, me sentaba y me leía la cartilla derecho, sin perder ni un minuto. Era franco, siempre iba de frente. Era vacilón, borde con la gente que era borde. Siempre estaba de guasa. Era como su música, transparente, incapaz de tocar o decir algo falso. Esa era su grandeza.

Dice que le gustaban las bromas.

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Su escuela no era fácil, tocando con esos  grandes músicos por Europa y el mundo. Los compañeros siempre le estaban haciendo faenas. Le cerraban la tapa del piano mientras Tete estaba contando el un-dos-tres para empezar a tocar. Le dejaban solo en cualquier parte  para ver cómo se las apañaba. Ahora parece que más que bromas eran crímenes, pero no era para tanto.

¿Le comentó cómo era el mundo del jazz en España cuando Tete era joven?

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Imagino que era un mundo como para salir corriendo. Si no fuera por la necesidad que tiene un músico con esas facultades, ese grandísimo pianista se hubiera ido fuera de este país. Tete estaba muy apegado a su tierra, pero cuando salió, tocó con los mejores. Tete tenía ego. ¡Cómo no iba a tener ego sabiendo lo bueno que era! Dicen ahora que está difícil lo del jazz, pero hay que imaginarse a Tete en la España de Franco. Su música refleja la vida que vivió.

¿Qué destaca de su música?

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La energía. Como un músico no tenga energía, te mueres. Tete tenía tanta energía porque sabía lo que hacía. Cuando oyes esos magníficos discos antiguos que hizo con Dexter Gordon, escuchas a un peso pesado, de los que dan un guantazo y te arrancan la cabeza. No hay más que escuchar en este disco lo que hace en el tema Acuarela.

¿Cómo se ponían de acuerdo en lo que iban a tocar?

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No había ningún tipo de trapicheo. Tete, unas veces se sentaba y dibujaba una intro. Otras veces decía un-dos-tres,  y punto. Había temas que yo no conocía, pero tenía un estilo que yo podía seguir. Una vez le dijo al público: “Ahora vamos a tocar unas canciones catalanas, y lo mejor es que Javier no tiene ni idea”. Parecía una broma, pero era cierto.

“Tete Montoliu & Javier Colina 1995”, el disco, por Pedro Calvo

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(TEXTO EXTRAÍDO DEL CD ‘TETE MONTOLIU & JAVIER COLINA 1995’)

En agosto de 1995, dos generaciones del jazz hecho en nuestros lares se dan cita en el Café Central de Madrid, en torno a una intuición compartida. La idea surgió de un encuentro casual en el mismo escenario un año antes, a partir del cual Tete Montoliu y Javier Colina deciden volver a experimentar la sensación de tocar juntos, sin mediar ensayo alguno. Los aficionados conocen bien la intención que esa aparente despreocupación esconde, la forma en que los músicos de jazz se miden en un encuentro de este tipo.

Tete Montoliu y Javier Colina resuelven con un mismo talante la compleja relación entre dominio formal y libertad expresiva, aproximando sin esfuerzo sus maneras personales, creando un espacio común que transforma la relación con el oyente en un océano de insinuaciones.

Montoliu, el maestro intempestivo, hace gala aquí de una madurez vigorosa, alcanza claridad de clásico en el manejo de sus recursos, sin ceder en actitud retadora respecto a los límites formales. Por su parte Colina –que prepara cuidadosamente el ambiente de las sesiones con estrategia sabia, sin intervenir demasiado– da lugar con su toque pleno a la revelación del Montoliu que más admira, mostrando su valía en el mismo acto de contraste.

Tete Montoliu define con su actitud, públicamente a veces y sin muchas contemplaciones, el modelo de jazzman clásico, haciendo del dominio técnico de la improvisación una ética purista. Javier Colina se compromete doblemente con respecto a ese modelo, porque conoce desde dentro su atracción fascinante y porque contempla cómo se comporta en situaciones nuevas, en relación con otras músicas. La pureza –relativa– del jazz, que el impecable bagaje de Montoliu asegura, se aproxima a la fragua de rarezas que el futuro inmediato nos promete.

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