En el mundo del crimen organizado siempre ha habido poderosos capos, influyentes lugartenientes, simples soldados y grandes pringaos. Estos últimos suelen ser tontos útiles, que igual sirven para poner su firma en la escritura de creación de la empresa que servirá al mafioso para hacer todo tipo de trapicheos que para sacar a pasear el perro del padrino. Da lo mismo que sea abogado, empresario o ingeniero en centrales nucleares con cinco másters en genética y que a sus jefes mafiosos les cueste un potosí hacer la o con un canuto. Al final, estos últimos tienen las armas, el dinero y, por tanto, el poder. Y aquellos obedecen, muchas veces más allá del servilismo.
Juan Miquela Tomillero es un buen ejemplo de ello. Propietario, junto a un socio, de un negocio de compraventa de vehículos de segunda mano, un día se cruzó en Barcelona en el camino de Kakhaber Shushanashvili, Khaka, considerado por la policía uno de los principales capos de la mafia ruso-georgiana en el mundo. Y, sin saberse muy bien cómo, se convirtió en su hombre para todo en el más amplio sentido de la expresión. Así, pasó de la noche a la mañana a ser el administrador de cinco sociedades creadas por el grupo mafioso para blanquear dinero. También solicitó un crédito bancario a su nombre para que Khaka se pudiera comprar un flamante vehículo Mercedes S320. Y llegó a inscribir en Tráfico al menos 40 coches a su nombre y al de sus empresas para que todos los miembros de la banda pudieran moverse a cuatro ruedas sin dejar rastro de su presencia.
El capo lo utilizaba tanto para crear empresas como para zurcir los descosidos de su agenda
Claro, que esa era la parte importante de su trabajo. Porque el mafioso georgiano también utilizaba a Miquela para zurcir los descosidos de su agenda. Que al capo no le daba tiempo a ir a recoger a su compañera sentimental para llevarla de compras, una llamadita al único español de su banda y este no tardaba ni un minuto en ponerse en marcha para traer y llevar a la mujer donde hiciera falta. Que el capo se hacía un lío con eso de la cita previa para hacerse un análisis, para eso estaba el vendedor de coches dispuesto a telefonear a la clínica y pedir hora para que le sacaran sangre al jefe. Que el capo decidía casarse con una española para regularizar su situación en España, dicho y hecho, Miquela se encargaba de todos los trámites previos ante el Registro Civil y, como hacía falta, también ejercía de emocionado testigo en ese enlace de mentirijillas.
Y todo ello lo hacía a espaldas de su entorno más cercano. Su socio en el negocio de compraventa de vehículos puso cara de póquer cuando la policía lo interrogó sobre los tratos de su amigo con los mafiosos. La mujer se sentó pálida en el sofá del salón de su casa incapaz de articular palabra cuando los agentes entraron la madrugada del 15 de marzo en su domicilio para detener a su marido y registrar la vivienda en busca de pruebas incriminatorias.
Una doble vida que, a la vista de lo que reflejaban sus cuentas corrientes y el registro de la propiedad, no debía estar muy bien pagada. Claro, que para eso era el pringao de la mafia rusa georgiana. Ser capo o, al menos, respetado lugarteniente no está al alcance de cualquiera. Y menos de alguien dispuesto a sacar a pasear al perro del padrino o a pedirle hora para un análisis.
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