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La inmigración ilumina al mejor Kaurismäki

El director finlandés emociona con una comedia que apunta a la Palma de Oro

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En Cannes, los yates de lujo apenas dejan ver la línea del horizonte. El plástico glamour de La Croisette es el paisaje contrario del cine de Aki Kaurismäki, que llegó ayer al festival dispuesto a llevarse a casa el premio que rozó en 2002 con Un hombre sin pasado. Lo hizo ayer con una de sus mejores películas, Le Havre, que levantó la ovación más rotunda escuchada en la sala Lumiere del Palais des Festivals. Romanticismo decadente, crítica social y rock and roll suburbial en una película humanista, tierna y desternillante.

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El director finlandés, maestro de la ironía y del patetismo digno, ha presentado una joya pequeña y sublime: la historia de Marcel Marx (André Wilms), un limpiabotas humilde, que comparte sus días con su esposa Arletty (Kati Outinen) y que, cuando esta enferma, se cruza con un joven inmigrante africano al que ayudará, acompañado de sus vecinos, mientras la Policía les pisa los talones.

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La cinta destila ternura y un civismo que parecía perdido

Plagado de un humor absurdo y candoroso, y menos ácido en su ironía de lo acostumbrado, el director de Nubes pasajeras entrega un delicioso cuento antirrealista pasado por un look de los cincuenta raro y atemporal, propio del mundo extraño del cineasta. "Yo ya era nostálgico a los cuatro años", dijo sarcástico.

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Aki Kaurismäki encendió un cigarrillo electrónico nada más sentarse a la mesa de la rueda de prensa, desquiciando al moderador de la sala que le pidió hasta tres veces que apagara el pitillo. "Lo siento, pero necesitaría un cenicero electrónico", le contestó el director finlandés. Y es que en su cine los personajes fuman como carreteros, beben por los codos y viven existencias marginales, pero tienen más esperanza que pan. Y en Le Havre incluso más. La película destila ternura, sin sentimentalismo, y un concepto de amistad y civismo que parece perdido en la vieja Europa.

"No nos engañemos, la realidad no es así", explicó el director

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La cinta tiene ecos del cine francés de los años treinta, cuando filmes como La gran ilusión (Jean Renoir, 1937) mostraban la solidaridad del pueblo durante la guerra. La misma dinámica fraternal vertebra Le Havre. "No nos engañemos, la realidad no es así y dudo de que el mundo mejore con el tipo de humanidad que tenemos, pero esto es una película", dijo Kaurismäki.

Como los Dardenne, aunque de manera radicalmente distinta, Kaurismäki ha escrito un relato con halo de cuento de hadas, pero sin hadas, sino vecinos dispuestos a dar la cara y el cuello por el otro. Decadencia y nostalgia se dan la mano en una película teñida del color azul de las casas, los bares y las tiendas que Kaurismäki imagina para su mundo. "La cualidad mayor de este director es que crea un mundo con dos objetos. Lo contrario que el presidente francés que es capaz de reducir el mundo a añicos", dijo Jean Pierre Darroussin, mítico actor francés que interpreta a un inspector de buen corazón y estilismo calcado de El silencio de un hombre, de Melville.

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En definitiva, Le Havre conmueve, eleva la carcajada, fascina y hace amar hasta la entraña lo que se ve en la pantalla. Sin caer en el panfleto, Kaurismäki entrega una crítica certera al estado moral de la sociedad contemporánea y un canto ilusionado favorito desde ya a la Palma de Oro.

Ayer también vimos el nuevo filme del francés Alain Cavalier. Pater es un experimento metacinematográfico con calado político. Narra los ensayos de un filme sobre un presidente francés y su primer ministro. El dispositivo interesa e incluso fascina en su arranque. Hasta que se agota. El responsable del festival dice que es la cinta más extraña que jamás haya pasado por la sección oficial. Con razón.

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