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Un hombre y un destino

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Roberd Redford ha tenido que esperar treinta años para que uno de los cineastas independientes a los que ha dado cobijo en Sundance le hiciera por fin  una oferta. "No deja de ser irónico, pero ninguno de los realizadores que hemos apoyado me ha contratado", bromeaba a propósito de la presentación de Cuando todo está perdido, segundo largometraje de J.C. Chandor, director que debutó en aquel festival con Margin Call. Cierto que es el primero de los que ha pasado por el templo del cine independiente que le presenta un guion, pero cierto es también que pensaba que iba a rechazarlo.

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Un solo actor. Un hombre mayor, del que no se sabe nada, ni siquiera su nombre, solo en medio del océano Índico, a bordo de un velero de doce metros de eslora, despierta y descubre que la embarcación hace aguas tras haber chocado con un contenedor abandonado en alta mar. La radio y el equipo de navegación no funcionan, pero es lo de menos a la vista de la tormenta que se avecina. A partir de aquí, todo son nuevas pruebas para el viejo marinero, enfrentado durante ocho días a la muerte.

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Casi octogenario, Robert Redford ha demostrado, al aceptar este desafío, un coraje impropio del nuevo mundo al que nos tiene habituados Hollywood hoy. Cuando sus colegas, con contadas excepciones, se afanan por papeles vistosos, pero de escaso riesgo, él se ha lanzado a una empresa delicadísima, de la que podría haber salido muy escaldado. Este actor y director, una de las mejores sonrisas de la gran pantalla junto a la de Burt Lancaster, se ha aventurado a rodar una película sin diálogos, donde todo -acción y pensamiento- depende de él, de sus gestos, de sus movimientos. Un gran reto para una carrera repleta de ellos.

Una carrera que, ahora, echando la vista atrás, siempre ha parecido destinada al triunfo. Redford no pretendía ser actor, la pintura y la escenografía le interesaban mucho más, pero no despreció lo que podría aprender sobre el teatro en una escuela de interpretación. Allí, uno de sus profesores le consiguió un papel y entonces, sin pensarlo demasiado, comenzó a orientar su vida en una nueva dirección. Algunos primeros personajes en televisión llamaron la atención de Mike Nichols, que le contrató para interpretar en Broadway Descalzos por el parque. Desde ahí, el salto a Hollywood fue inmediato. La rebelde, de Robert Mulligan; La jauría humana, a las órdenes de Arthur Penn, y la versión cinematográfica de la obra que había hecho en teatro fueron algunos de sus primeros pasos en el cine.

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Paul Newman, uno de los hombres más generosos del cine de EEUU, se empeñó en 1969, cuando él ya era una estrella, en que Redford fuera su compañero de reparto en Dos hombres y un destino. Aquella decisión lanzó definitivamente al joven actor rubio a la gloria y, además, le puso en el sendero del amor por el cine y las buenas intenciones, el que se alejaba poco a poco de la petulancia, los intereses y la arrogancia de Hollywood -"He tratado de mantenerme cuerdo alejándome físicamente de Hollywood"-. La influencia de Newman fue en esto absolutamente decisiva y ha marcado toda su carrera posterior.

El candidato, Las aventuras de Jeremiah Johnson, El golpe -de nuevo con Newman-, Todos los hombres del presidente, Memorias de África... son títulos de una filmografía honesta, que se amplió a principios de los ochenta cuando Redford dirigió su primera película, Gente corriente. Ganador con ella del Oscar a la Mejor Dirección, el recién estrenado realizador se animó y repitió con Un lugar llamado Milagro. Y aunque con ésta no tuvo tanto éxito, no desistió y en los noventa volvió con El río de la vida. El prestigio entre la crítica se lo dio Quiz Show (El dilema), a la que han seguido otras películas, cada vez con mayor contenido crítico y político. Leones por corderos, La conspiración y Pacto de silencio son los más recientes filmes que ha dirigido.

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"Hago películas sobre política, pero nunca me meteré en ella porque sería un lugar equivocado para mí", dijo en cierta ocasión, en que le recordaron su estrecho vínculo con algunos políticos. De signo claramente demócrata, Redford ayudó a Carter en las elecciones contra Ford en 1976, pero su auténtica bandera ha sido siempre el ecologismo y la defensa de la naturaleza.

Convicciones que ha compaginado con su pasión por el arte. Animado a participar del hecho del cine como algo más que como actor, con su debut en la dirección nació también el germen del que se convertiría en el certamen de cine independiente más importante del mundo, el Festival de Sundance. En aquellos ochenta, Redford creó una escuela para jóvenes cineastas, el Instituto Sundance, en unos terrenos propios que había comprado mucho tiempo antes en Utah. Al ver la calidad de los trabajos que allí se desarrollaban decidió crear el festival, que se celebra ya desde hace treinta años, desde 1983. "Creo que es muy saludable subvencionar las artes - sentenció Redford refiriéndose a esta iniciativa-, porque crea multitud de nuevos empleos y oportunidades para que los artistas puedan desarrollar su trabajo".

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Ahora, sabio en su madurez, Redford se da cuenta de que el lado perverso del cine, la cara más oscura de la industria de Hollywood, ha comenzado a contaminar su querido Sundance. "Cuando el festival alcanzó un cierto nivel de notoriedad, la gente empezó a venir aquí con agendas que no eran las mismas que las nuestras. No podemos hacer nada al respecto. No podemos controlar eso - ha confesado a Hollywood Reporter. Ha perdido calidad. Ha dejado de ser lo que era. No me gusta lo que ha pasado".

Pero, imparable, como su personaje en Cuando todo está perdido, no está dispuesto a rendirse y se encuentra ya inmerso en nuevas aventuras, como el rodaje en 3D de uno de los capítulos de la serie documental Cathedrals of Culture, un proyecto en el que coincide con otros artistas como Wim Wenders, Michael Madsen o Karim Ainouz, o la producción de una película documental sobre la gran cineasta Alice Guy.

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