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El gusto de saber

Conocer el origen y las anécdotas de algunos de los platos más famosos del mundo los hace aún más atractivos

PICADILLO

“Cuantas más noticias se tengan de las cosas de comer y beber, más nos gustarán estas. Ya lo explicó muy bien Bertrand Russell en su famoso ensayo Los conocimientos inútiles (1935), cuando contaba cómo desde que supo que los melocotones vinieron de la China, que unos huesos de melocotón los encontró el gran rey Ianiska en las bolsas de unos prisioneros chinos, que desde la India llegaron a Persia y que hubo en francés una confusión con precoz, de donde apricot, etc., le gustaban mucho más los melocotones”, decía Álvaro Cunqueiro cuando se disponía a cantar la aleluya del percebe. (Nota, en esa misma página, el autor gallego habla con nostalgia de las ostras en escabeche que antaño se exportaban de Galicia a Inglaterra y que hoy han recuperado restaurantes como Sacha en Madrid).

Acrecentar el placer

Esta reflexión de Russell puede aplicarse a todo arte, pero acompaña especialmente bien a la comida. Cualquier valenciano sabe que un arroz solo se disfruta plenamente si da lugar a una discusión sobre… los arroces. Y todo alemán o belga estará dispuesto a explicar con el mayor lujo de detalles la historia y anecdotario que rodean a sus mil y una cervezas, siendo la mejor la de su pueblo.

Ese plus de conocimiento puede incluir historias casi absurdas pero ciertas, como cuando Dunant, cocinero de Napoleón, se vio obligado a improvisar una receta tras la batalla de Marengo (1800). El bueno de Dunant, requerido con urgencia por un emperador hambriento, requisó todo alimento que hubiera por los alrededores, logrando apenas un pollo, unos huevos, unos tomates y cangrejos de río.

El cocinero guisó el pollo con el tomate y un chorrito de coñac, le echó al final los cangrejos y frió un par de huevos. A Napoleón le gustó tanto la improvisación que ordenó se la sirvieran tras cada batalla. Así nació un plato, el pollo a la Marengo.

Conocer sobre estas recetas documentadas, como el melocotón melba, la ensalada César, los huevos benedicta, la ensaladilla rusa (ideada hacia 1860 por el chef Lucien Oliver en Moscú) y otras muchas con nombre propio viene a ser una erudición entretenida y liviana. Sin embargo, hay casos donde la discusión gastronómica adquiere tintes más serios y que afectan al orgullo nacional. Véase si no el caso de la pasta italiana.

Después de tantos siglos aún se sigue especulando sobre si el origen de los spaghettis está en Marco Polo, quien los habría importado de China (ningún testimonio al respecto) o si más bien sería un invento autóctono creado en Nápoles por un tal Mascherano (de donde los macarrones). Hay tratados de lo más sesudo a este respecto y en un plano más coloquial, es perfectamente posible molestar a un italiano afirmando que su plato cotidiano es un invento foráneo.

Pero no hace falta enfadarse. Es más, no resulta nada conveniente hacerlo mientras se come. Russell, que afirma también que “el conocimiento inútil puede producir un gran placer”, no trataba de crear polémica. Solo hacer ver que el placer intelectual no está peleado con el placer sensual, más bien lo complementa. Dicho lo cual, si a uno no le gustan los melocotones, por muchas historias que lea no habrá nada que hacer.

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