Este artículo se publicó hace 4 años.
De Goya a los 'chanantes': breve antología del disparate español
La exposición 'Humor absurdo: una constelación del disparate en España', que se acaba de inaugurar en el CA2M, reflexiona sobre las prácticas humorísticas del absurdo en nuestro país desde los años 20 del siglo XX hasta la actualidad.
Madrid-
Dos siglos separan los Disparates de Goya de la majadería geek que encarna Enjuto Mojamuto. Dos extremos de una fértil cultura del desatino que se ha ido forjando a sí misma a base de mucha tontería y algo de surrealismo. La tradición viene de lejos, no en vano la humorada ibérica encuentra antecedentes en El Quijote y más allá; se podría decir que el absurdo en nuestro país se ha perpetuado por los siglos de los siglos y que siempre emerge cuando menos se le espera.
Decidido e irreverente, el absurdo apunta a la lógica y le dispara. No hay mucho más, tan sólo un acto de irresponsabilidad con la diversión por bandera. Si el absurdo es falta de lógica, el humor absurdo le añade un objetivo último; desatar la hilaridad. Lo inverosímil al servicio de la risa, esa que irrumpe como un resorte, desprovista de aparataje intelectual y sobrada de sinsentido.
"Es un humor que nace de la modernidad y rompe con ese otro humor basado en el costumbrismo, la lucha de clases o los estereotipos castizos", explica la crítica de arte Mery Cuesta (Bilbao, 1975), comisaria de la exposición Una constelación del disparate en España, que reúne en el Centro de Arte Dos de Mayo a nuestro combinado nacional del disloque, una selección legendaria que cuenta con prohombres del chascarrillo de la talla de Ramón Gómez de la Serna, Chiquito de la Calzada, Jardiel Poncela, Joaquín Reyes o Gloria Fuertes.
Y en esa constelación no podía faltar Goya. Quizá uno de los primeros en reflejar con su característica fantasía tétrica, el espíritu carnavalesco de un pueblo y el legítimo anhelo de subvertir el orden establecido. "Es él quien nos introduce en la contemporaneidad, él nos trae la esencia de lo español vinculado a lo fantasmagórico", apunta Cuesta. Sus Disparates son, en ese sentido, pura arqueología de lo que más tarde ha ido degenerando en escuelas y tipologías diversas como el nonsense o el collage.
Pero algo sucede entre los desvaríos de Goya y el fistro diodenal que acuñó Chiquito de la Calzada allá por los noventa del siglo pasado. Alguien tuvo a bien zarandear el chascarrillo patrio y dotarlo de surrealismo. El responsable de tan magno evento fue el ilustre Ramón Gómez de la Serna, intrépido hombre de letras que sirvió de catalizador de la tradición humorística española en su vertiente más absurda.
"Ramón viajó por Europa en los años 10 y regresó a España con la firme convicción de instaurar las vanguardias en nuestro humor, estaba influenciado por el futurismo y el dadaísmo, quería impregnar nuestro modo de reír de un nuevo pensamiento anticonvencional y rupturista", explica la comisaria. Y vaya si lo hizo. Corrían tiempos dislocados, la idea de fragmentación cogía fuerza y la vorágine de la modernidad pedía a gritos una risa que pudiera abstraerse de la realidad.
Así, el bueno de Ramón tuvo a bien, entre otras muchas ocurrencias textuales –sus famosas greguerías–, sentarse en un columpio y encomendarse a la ingravidez. Una performance en tiempos turbulentos que reivindicaba la importancia del juego y la infancia en esa risa nueva que trataba de inocular. Y lo cierto es que la metáfora funciona; no en vano el humorista colgandero lo que ofrece es un humor que nos eleva y nos deja sin asideros. No es la actualidad lo que da sentido al chiste, tampoco la agudeza que pueda esconder, es el sinsentido lo que le confiere valor. Ramón lo sabía bien, conocía sus entresijos, su mecánica. Esa que nos dice que para que un argumento integre las filas del absurdo debe pasar por dos tiempos: primero, lo inverosímil, y de remate, lo absurdo. Sirva este incongruente diálogo entre Faemino y Cansado –plusmarquistas del disloque– para entender lo expuesto: un hombre entra en una farmacia y pide un analgésico; el farmacéutico se alegra y le dice: "Ha dado usted en el clavo: soy el rey de los analgésicos y además los hago yo mismo con mis propias manos (inverosímil); a continuación saca debajo del mostrador un queso: "¿Cuánto le pongo?", y contesta el cliente: "Póngame para un par de migrañas".
Y así llegamos a la empanadilla de Mostoles o a las barrabasadas de Cimas. Pero antes de esta última hornada, entre el revulsivo vanguardista de Gómez de la Serna y la postmodernidad 'chanante', la llama del absurdo en nuestro país se mantuvo viva gracias a artefactos como La Codorniz, aldea gala de ese otro humor patrio ajeno a las "matrimoniadas", el humor regionialista sobre gallegos, vascos o andaluces y demás vainas estereotipadas con gangosos y maricas en la diana.
Otro humor era posible; Miguel Mihura, al frente de La Codorniz entre 1941 y 1944, años poco dados al chascarrillo, lo demostró: "Antes de que surgiera esta publicación el humor absurdo en nuestro país pertenecía exclusivamente a una élite, pero introduciéndolo en este tipo de revistas se va abriendo a más y más gente, se va incorporando en la cultura popular", apunta Cuesta.
Un viaje de arriba a abajo que fue tejiendo a su paso una constelación de lo más variopinta. Con sus galaxias rústicas hechas de costumbrismo absurdo a cargo de ilustres como Forges, Miguel Noguera, Gila o Tip y Coll, y otras de más reciente formación como la integrada por los ya mencionados Faemino y Cansado, Pedro Reyes, Martes y Trece y, cómo no, el insigne Chiquito de la Calzada, maestro del disloque que estiró el absurdo hasta lo cotidiano. Hasta luego, Lucas.
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