Este artículo se publicó hace 13 años.
La gata caliente
A los 18 años era una mujer divorciada y viuda a los 25. A los 30 le había robado el cuarto de sus maridos a Debbie Reynolds
El atractivo físico, el talento dramático y el escándalo, los tres elementos indispensables de toda estrella de Hollywood que se precie de serlo, no faltaron nunca en la carrera de Elizabeth Taylor. La diferencia es que, si la mayoría incluye también el declive irremediable, la gloria fugaz o un destino trágico, esta fascinante morena, tan admirada por los amantes de las bellezas anglosajonas, marcó con su presencia permanente casi medio siglo de cine norteamericano. Y lo logró porque a su condición de gran star posiblemente, la última de larga duración que resistió los embates del tiempo tanto como a su propio espíritu autodestructivo unía la cualidad, ideal para cualquier biógrafo, de tener detrás una existencia nada común.
Elizabeth Taylor tenía tan sólo 9 años cuando debutó en un pequeño papel para la Universal y 10 cuando la Metro-Goldwyn-Mayer la metió en su cuadra. Desde entonces, dejó para siempre de ser una persona normal. Nadie la ató en corto ni la enseñó a reprimir sus caprichos. Y así vivió todo el tiempo, creyendo que podía comérselo y bebérselo todo, incluidos todos los hombres de quienes se enamoró.
Vivió creyendo que podía comérselo y bebérselo todo, incluidos los hombres
A los 18 años era una mujer divorciada y viuda a los 25. A los 30 le había robado el cuarto de sus maridos a la novia de América, Debbie Reynolds. La desterraron de Hollywood a los 27, la readmitieron con un Oscar dos años después y fue la primera estrella que cobró un millón de dólares por hacer una película. A Richard Burton, con quien se casó dos veces, le siguió el senador republicano de Virginia John Warner y, en los últimos años, un joven de origen humilde con el que celebró una boda muy sonada. Sin olvidar los innumerables amantes, reales o supuestos que le adjudicó a lo largo de los años la prensa sensacionalista.
Pero esta inconstancia sentimental no perjudicó en lo más mínimo la carrera de Taylor, más bien al contrario. De "chica tímida" con un gran complejo de inferioridad, Elizabeth pasó a convertirse en una diosa del cine, símbolo del estrellato mundial. Pero, al contrario que otros personajes de Hollywood, cuyos secretos sólo salían a la luz después de su muerte, Liz siempre fue una fuente inagotable de noticias y escándalos. Por supuesto, los hombres y su afición desmedida al sexo fueron la primera causa del interés mediático. El alcohol y las drogas llegaron más tarde. Esas debilidades, sin embargo, no mermaron la fascinación de los norteamericanos por ella. Por eso, en sus años gloriosos, los cincuenta y los sesenta, se agotaban todas las revistas que la sacaban en portada y se formaban largas colas en los cines que proyectaban sus películas, porque, santa o diablesa, era un magnífico ejemplar de la especie femenina.
Con sus cabellos negros, sus legendarios ojos color violeta, su cintura prieta y su busto generoso, Elizabeth Taylor sólo necesitaba aparecer en pantalla para mantener su reinado. Liz y la cámara mantenían un idilio mutuo, la única historia de amor duradera de su vida.
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