La cultura no se calla
Actores, escritores, historiadores y músicos defienden la participación de los artistas en el debate público como altavoces del pensar y el sentir de los ciudadanos. La resistencia de los políticos a escuchar voces alternati
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El último síndrome del político español ya tiene nombre: platonismo agudo. No se trata, sin embargo, de ningún tipo de enamoramiento ensoñador, sino de la extendida creencia de que los que tienen que hablar de política son los políticos y no cualquiera al que le ponen un micro en la boca. Así lo defendía Platón, que era un sabio, pero un sabio que creía en la estricta y compartimentada división de clases: unos mandan, los otros obedecen.
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Eso fue hace más de 20 siglos, pero parece que la tendencia sigue de moda. El actor Juan Diego Botto testimonia los efectos de este platonismo agudo con una explicación meridiana: "Siempre nos llevamos todas las hostias". Ocurrió con la guerra de Irak y ha vuelto a ocurrir con el conflicto del Sáhara.
Esta semana, la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, pedía a los actores que no opinaran y dejaran esa responsabilidad a los expertos a raíz de una entrevista de Público con Javier Bardem sobre el Sáhara. El mundo de la cultura es una china en el zapato de unos políticos a los que les entra el tembleque cuando ocurre algo inesperado, difícilmente controlable y potencialmente peligroso. "Les cantan las verdades y no les gusta", dice sin rodeos el escritor Juan Marsé. El actor Luis Tosar brinda más datos: "Los políticos tienen miedo a escuchar la voz de cualquiera. Especialmente incómoda es la voz de los artistas, porque tienen repercusión pública".
La voz de la gente de la cultura aparece en momentos críticos. La plataforma del No a la guerra, por ejemplo, duró un año y se disolvió. "Fue una caja de resonancia de lo que ocurría en la sociedad. Luego nos hemos ido encontrando en otras movilizaciones y protestas, como fue la huelga de hambre de Aminatu Haidar, pero no como algo organizado", recuerda Botto.
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Ellos lo consiguieron, pero no es fácil hacerse oír. El debate público está atravesado por un ruido ensordecedor (simplificaciones, medias verdades, intereses ocultos, banalizaciones, estridencias, falta de diálogo real...) que, en no pocos casos, beneficia a una clase política que es una de las principales preocupaciones de los ciudadanos, según dicen las encuestas.
"La clase política española vive un momento de gran ignorancia: su capacidad de análisis es insuficiente, los políticos no leen, no han viajado mucho, no hablan idiomas... Además, el sistema de reclutamiento de los partidos no elige a los mejores, sino a los más fieles. Todo esto provoca que los que critican el poder sean sospechosos para ellos", sostiene el historiador Julián Casanova.
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Por si fuera poco, el rol del intelectual se ha difuminado. Hay muchas voces hablando a la vez, normalmente sin escucharse las unas a las otras y en niveles muy superficiales, lo que dificulta el acceso a análisis que muestren la complejidad y profundidad de los problemas. Para el escritor Eduardo Mendoza, "el intelectual ha perdido fuerza. Hay gran cantidad de opiniones, pero poca calidad. El ciudadano acude a las más accesibles, en lugar de a los maestros". Juan Marsé cree que "desde mediados de siglo XX, el intelectual ha cedido su terreno en el compromiso político. Ahora su opinión pesa muy poco, aunque sigue siendo necesario".
La queja de los políticos frente a determinadas opiniones es difícil de comprender desde el momento en que el sistema democrático se basa en la libertad de expresión. "Manifestaciones como la del No a la guerra son fundamentales, porque el ciudadano tiene que aparecer. Si no aparece, la sociedad civil estaría enferma", piensa Casanova.
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En ese sentido, los actores de cine no se identificarían con el rol de intelectuales, sino como un vehículo que canaliza la voz y el sentimiento de la masa de ciudadanos. "Ni somos más cultos, ni estamos más formados, ni nuestra opinión tiene más valor que la de cualquier persona. Sencillamente, nuestra cara es más conocida", cree Juan Diego Botto.
Su importancia, por tanto, radica en que llenan un espacio de opinión estrechamente vinculado a la defensa de los derechos humanos más básicos y a la denuncia de la violencia. Por eso Botto afirma: "no necesitamos un pedigrí para protestar, sólo interés por los demás, voluntad por cambiar las cosas y amor al prójimo".
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Lo mismo piensa Miguel Ríos: "La voz de la cultura busca la defensa del ser humano y sus derechos por encima de la ideología. Por eso en España ha habido manifestaciones de artistas de izquierda contra situaciones creadas por la propia izquierda". Como muestra un botón: la última huelga general.
Todos recordamos el final de la ceremonia de los Premios Goya en 2003, cuando los presentadores Alberto San Juan y Guillermo Toledo se pusieron una camiseta con el emblema del No a la guerra. Se producía de esta forma un desplazamiento de la voz pública, pasando a manos de quién no está en posesión de ella, que decidió emplearla para que otros, millones de personas en aquel caso, la escucharan. "Puede ser cualquiera, porque la política (la elaboración de la vida en común) nos afecta a todos y por tanto es asunto de cualquiera. No sólo de los políticos, ni muchos menos", razona el editor Amador Fernández-Savater.
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La cultura debe estar por encima de las ideologías y el intelectual necesita desvincularse de los partidos para que su opinión se aproxime más a la verdad que al interés puntual. "Los intelectuales son los primeros que deberían hablar en las grandes cuestiones, como los derechos humanos o las libertades. Por eso es bueno que mantengan su independencia y no se comprometan con ninguna opción política, para que tengan libertad de juicio", afirma Eduardo Mendoza.
El problema radica en que hablar de la verdad siempre es menos efectista que emitir una declaración incendiaria sobre la última contingencia. Y el espacio público, lamentablemente, no da para mucho. "La visión crítica del intelectual ha sido sustituida por opinadores. En este mundo acelerado hemos perdido capacidad para la comunicación: no hay tiempo para expresarse y parece que hay que sacar los codos para decir algo", lamenta Julián Casanova.
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Todos hablan, pero pocos escuchan y el debate público se transforma en una representación cargada de mensajes unidireccionales. En la memoria están los debates televisados entre Zapatero y Rajoy en la última campaña electoral a la Presidencia, criticados por muchos por la ausencia total de diálogo.
El director del Círculo de Bellas Artes de Madrid, Juan Barja, opina que "no hay debate, hay representación del debate. Por eso los actores han llegado a gobernar en EEUU. Lo fundamental es representar, que es lo que le dice el asesor de imagen a un candidato: no tiene que ser él, tiene que representar un papel. A mí me parece una perversidad política, pero sin eso es muy difícil llegar a ser elegido".
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Constatado el desorden del espacio público, conviene señalar que las palabras de González-Sinde encierran su porción de razón: no todos pueden hablar de un tema al mismo nivel. Observen el caso del poeta Pere Gimferrer, que cuando se le pregunta por el conflicto del Sáhara responde: "No tengo conocimiento suficiente y no me parece serio opinar, sobre todo cuando hay autores serios, como Juan Goytisolo, que han escrito libros enteros sobre la situación. Podría opinar de tal y cual actuación del Gobierno, pero el problema es complejo y sería irresponsable decir algo".
Los poderes públicos siempre han mirado con recelo a los artistas, tendencia que se agudizó con la llegada del star-system y los medios de masas. A mediados de siglo XX, la CIA apoyó con dinero público al arte conceptual con el objetivo de ahogar el arte social de ideología comunista. Por no hablar de la caza de brujas del senador McCarthy. Como recuerda César Antonio Molina, "los intelectuales siempre han mostrado su parecer sobre la sociedad y algunos han perdido su vida por ello".
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El dramaturgo José Monleón nunca se ha callado y desde siempre se ha implicado en la actualidad política y social desde las trincheras de la cultura para defender, por encima de todo, la ética. Él diferencia entre posiciones políticas y posiciones morales: "El intelectual tiene que hablar desde la ética. Si yo soy partidario de un partido político, cuando lo hace mal tenderé a justificarle, con lo que mi opinión estará contaminada por mi compromiso político".
La fuente de la ética es la conciencia, precisamente el lugar con más potencial para cambiar el orden de las cosas. "El poder necesita sentirse poder y las críticas desde fuera introducen una capacidad crítica, hacen pensar. Hay personas que aceptan instrucciones como en un rebaño. Pero cuando alguien hace preguntas, los poderes tiemblan", subraya Monleón.
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Platón sabía todo esto y, según él, sólo se podía progresar aceptando la división de clases: los que ordenan y los que obedecen. Parece que su legado filosófico sigue sin perder vigencia.