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Cuando literatura y ciencia iban de la mano

‘Libro de Ciencias’ es una antología de relatos (o fragmentos de novelas) y cuadros que tienen un lenguaje común: el amor por la ciencia

AINHOA IRIBERRI

Escribe el editor de ‘Libro de Ciencias’, Eduardo Vilas, que “hoy por hoy, el lenguaje científico y el literario están tan alejados y hace tanto tiempo que no se tocan, que cuando uno de ellos plantea una pregunta, ya no acepta una respuesta, por muy exacta que sea, si no se da en su propio idiolecto”. Esta antología busca una reconciliación entre cultura y ciencia, que se demuestra así en la propia selección de las obras. En las narraciones, las ciencias –divididas en las categorías de la clasificación del epistemólogo Rudolf Carnap: formales, naturales y sociales– se reflejan en la literatura, y viceversa.

Para Vilas, una antología de ficciones sobre temas científicos no puede ser otra cosa que una “antología de excepciones”. Algunas de las narraciones que ha elegido son bien conocidas, pero quizás el lector no había reflexionado sobre su conexión con lo científico anteriormente. Después de este libro, sin duda lo hará.

 

Incluida en las ciencias formales, la lógica se refleja en la literatura en este cuento del autor de ‘Alicia en el país de las maravillas’. Como en esta obra, el relato ‘Los dos relojes’ está plagado de paradojas. Comienza con una interpelación al lector: “¿Qué prefiere, un reloj que esté en hora una vez al año o un reloj que lo haga dos veces al día?” Tras la respuesta, que podría parecer lógica –”El último, sin lugar a dudas”–, el autor provoca una contradicción, a través de la formulación de un nuevo enigma. “Basta, cuanto más razone, más se alejará del asunto, así que será mejor que lo dejemos así”, concluye.

Cómo hacer literatura definiendo la biología de una ballena? Herman Melville, cuya imaginación engendró a la ballena más famosa del mundo, lo consigue en ‘Moby Dick’. “¿No es un hecho curioso que un animal inmenso como es la ballena vea el mundo por un ojo minúsculo y oiga el trueno por una oreja tan pequeña como la de una liebre?”, plantea el autor que, entre otras metáforas, compara la cabeza de una ballena franca con un “gigantesco zapato”. Ni en un museo el lector se haría mejor a la idea. 

Para ilustrar la ciencia de la geografía física, nada mejor que la descripción de un fenómeno geológico. Es el caso del cuento ‘El terremoto de Chile’, escrito por el alemán Heinrich von Kleist. Es una historia de amor que comienza con la salvación de un suicida gracias al fenómeno sísmico. “Para no caerse, buscaba apoyo en el pilar donde antes había buscado la muerte”. Pero nada es como parece y el terremoto, al fin, trae lo que presagia: desgracias.

Para contar cómo es la sociedad humana, nadie mejor que Franz Kafka, que ya lo hizo en sus novelas ‘El proceso’ o ‘El castillo’. En este cuento, ‘Informe para una academia’, el narrador describe cómo era su “anterior vida de mono” y cómo ha llegado a convertirse en un respetable hombre. “En suma, no cabe duda de que he logrado lo que en principio me propuse. No podrá decirse que el esfuerzo no ha valido la pena”, escribe Kafka casi al final del relato. Este es implacable con la supuesta humanidad del hombre. “Imitar a los hombres no tiene nada de cautivador, lo hacía porque buscaba una salida, por ningún otro motivo”, escribe. Y antes: “Entre los humanos, la libertad –dicho sea de paso– a menudo lleva a engaño”. ¿Cinismo o realidad?

Quizás pueda parecer una herejía hablar de química al referirse a lo sobrenatural, pero no hay duda de que la alquimia fue el precedente de la química moderna. En ‘El alquimista’, el maestro del terror H. P. Lovecraft cuenta cómo el conde C hace frente a una maldición que persigue a su familia desde hace seis siglos. “Torné a los estudios de lo oculto en busca de un hechizo que liberara a mi familia de tan pesada carga”, cuenta el protagonista. Y concluye, en boca de uno de los personajes: “¿No sabe quién resolvió el secreto de la alquimia?”.

Por qué consiguió Phileas Fogg ganar su apuesta? ¿Fue capaz de recorrer el mundo, de verdad, en 80 días? No, según los propios cálculos del protagonista, que hubo de esperar al último momento para saber que había logrado su hazaña. La física estaba detrás de esto y así lo explica Julio Verne: “Mientras que Phileas Fogg, viajando hacia el Este, veía el sol pasar 80 veces, sus compañeros en Londres sólo lo veían pasar 79 veces”.

La geología es la ciencia que estudia la Tierra, pero no cuando hay literatura de por medio. En el cuento ‘El sistema de los cielos revelado a través de los telescopios de Lord Rosse’, de Thomas de Quincey, no se trata, por ejemplo, de averiguar la edad biológica del planeta –“¿Qué nos reportaría poseer un certificado de nacimiento y de bautismo del lugar en el que vivimos?”– sino su juventud con respecto a su ciclo vital. El escritor clave del romanticismo no duda en situar a la Tierra como una “noble jovencita, orgullosa de pasar a formar parte de su sexo y bien capaz de manejarse cuando, en uno de esos solitarios puntos celestiales, se encuentre con un vulgar y quisquilloso cometa, dispuesto al improperio y al libertinaje”.

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