"Vivo con tres euros al día"
Javier, Miguel, Felisa, Juan y Antonia o cinco historias de cómo sobrevivir al fin de mes
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Trescientos de los olvidados de los olvidados viven en la periferia de Madrid. En el distrito de Villaverde, en una barriada marginal que lleva el inquietante nombre del Ventorro de la Puñalá, en el límite con el municipio de Getafe. Historias de perdedores que se entrecruzan entre casas con humedades y grietas, sin agua corriente, con calles llenas de basura y de chavales descamisados que aceleran a la mínima las motos y los quads. A las cinco de la tarde el bochorno es insoportable, apenas corre el aire entre los chamizos, el ambiente es pegajoso y los mosquitos no se despegan de la piel. Hay perros grandes que se llaman Sansón o Yuca y un cartel pintado a mano advierte: Proibido (sic) aparcar. Llamo grúa. No bromeo.
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Allí vive Javier García, un veinteañero en paro que se gana la vida haciendo “chapuzas” y que pasa la tarde en un garaje tuneando un BMW azul que ha comprado por “dos perras” a un primo suyo. Está en paro, antes limpiaba techos en el Metro de Madrid. También está Antonia, de 52 años, y cuyos únicos ingresos, los de su marido cristalero, van menguando a un ritmo acelerado por culpa de la crisis de la construcción. En la vivienda de al lado pasa la tarde Juan, de 35 años y que ya es abuelo. Salió hace unos meses de la cárcel y ahora se gana la vida como repartidor de pan.
Distintas historias y un denominador común: Ellos forman parte de los casi 9 millones de personas que viven en la pobreza en España. No mendigan, simplemente no les llega el dinero a final de mes ni de la semana. “Vivo con tres euros al día”, cuenta Angustias, la mujer de Juan, el repartidor de pan. La solución, compra semanal en supermercado barato y ni un capricho. Comida a base de marcas blancas, la ropa de segunda mano y en el mercadillo. Las despensas están medio vacías, sólo hay galletas y arroz. Hay un calentador de agua que hace un ruido raro y que a Angustias le hace soltar un misterioso: “Dilo tú, Juan”. “Pues que un día vamos a explotar”, aventura él.
“Hay días en los que no nos gastamos nada”, explican Juan y Angustias al alimón. Su hijo pequeño se revuelca desnudo en el sofá con la televisión de fondo. En el Ventorro de la Puñalá las colillas se recogen del suelo y se apuran. “Llevamos dos años sin vacaciones”, empieza Angustias, que limpia casas y le ha pedido a una de sus clientas que le regale los maquillajes gastados que le sobren. “Y yo llevo dos años sin librar”, sigue Juan, que estuvo nueve años en la cárcel por robos y porque se metió en la heroína con 13 años. “Cosas de chiquillos”, dice.
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Humedades y ratones
“Mira, las caras de Bélmez”. El salón de la casa de Azucena, de 27 años, está llena de humedades. En la vivienda viven dos matrimonios con sus respectivos hijos. Nueve personas y un calcetín que tapa un hueco del techo “para que no se cuelen los ratoncillos”. Samuel, el marido de Azucena, trabaja con una furgoneta repartiendo medicamentos. Sin contrato. Todo se va en pagar la luz, la letra de la furgoneta, el teléfono, la comida. “Y luego no nos queda nada”, resumen.
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Administrarse y sin vicios
Los problemas de esta barriada han sido denunciados muchísimas veces por Nicanor Briceño, presidente de la asociación de vecinos de Perales del Río, una zona del municipio de Getafe que colinda con las infraviviendas.
“Esta gente no les importa a nadie. Están dentro del límite de Madrid capital pero tan a las afueras que el Ayuntamiento no les da ningún tipo de servicios. No se recoge la basura, no tienen agua corriente, por aquí no viene nadie”, denuncia Briceño. En teoría, hay un acuerdo entre el Ayuntamiento de Madrid y el de Getafe para cambiar las lindes y que estos vecinos pasen a pertenecer al término municipal getafense. “Se pasan la pelota los unos a los otros y mientras, la casa sin barrer”, ilustra Briceño.
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Al margen del olvido de las autoridades, a los vecinos del Ventorro de la Puñalá no les salen las cuentas y eso que todos aseguran que se administran “muy bien” y que no tienen “vicios”. Felisa Pulido, 87 años, se mueve con su garrota entre barro, botellas de plástico vacías y baches. Su amiga Encarna habla de que en el barrio hay mucha pobreza. “Aquí te tienes que apañar el día con tres o cuatro euros”, aseguran las dos. “No tenemos ni para comprar el pan, hay mucha miseria. De comer, como mucho hacemos unas lentejas”, cuenta Felisa. Si hay suerte, las legumbres se cuecen con pieles secas de chorizo para dar un poco de sabor. Encarna tiene dos hijos mayores “con problemas” a su cargo y la familia sólo tiene de ingresos lo que gana “el hombre de la casa” con sus trabajillos eventuales como albañil. Unos 400 euros al mes.
Trabajando como una loca
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Felisa estuvo viviendo 29 años en Alemania y allí estuvo trabajando “como una loca” limpiando casas. “Da lo mismo, como nunca he tenido contrato luego no he recibido nada”, explica antes de posar, coqueta, para la foto. En el barrio falta de todo, dice, y eso lo aseveran otros residentes como Miguel García, de 28 años y que se dedica a la cría de gallos para pelea. “Soy gallero”, ilustra. Sus tres hijos, dos niños y una niña, también quieren seguir la profesión de su padre y no piensan mucho en ir a la escuela sobre todo porque está muy lejos y por la zona no pasan autobuses.
La casa de Miguel, como las del resto, es un desastre entre grietas y humedades. El techo tiene agujeros y lo peor, dicen sus habitantes, son las lluvias porque “se inunda el comedor y nos pasamos tres días con el mocho”. La vivienda no tiene ventilación y hace insoportable la estancia dentro. En el salón, en la penumbra, dormita la mujer de Miguel, Joana, y su madre. “Mira los ojos, como los tengo de que no corre el aire”, afirma Joana que, efectivamente, tiene los globos oculares muy rojos.
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A pesar de la miseria, en el Ventorro de la Puñalá conviven apenas sin altercados gitanos, payos y marroquíes. Hay gente buena y mala, como en todos lados, repiten los vecinos. A media tarde, un gitano mayor abre una bolsa de plástico y ofrece más de diez modelos de gafas de sol. Las mujeres empiezan a recogerse en sus casas para hacer la cena. En los pucheros, como todos los días, nada de lujos. Esta noche, patatas y arroz.