¿Cuál es el sitio ideal para vivir? Depende de para quién. Carlos eligió refugiarse en un faro para despertarse frente al mar y disfrutar de la soledad. Soraya se resistió al cambio de los tiempos para conservar la cueva de sus antepasados. Y Almudena está construyéndose una casa de paja para pasar el resto de sus días. Ninguno tiene un espíritu ermitaño. Simplemente, son felices viviendo donde quieren vivir.
Carlos Calvo cambió su vida en 1991. Nació lejos del mar, en Soria. Estudió Filosofía, pero un día se enteró de la convocatoria de unas oposiciones para el extinto cuerpo de torreros, como se conocía a quienes trabajaban manteniendo los 187 faros de mar, y decidió presentarse porque “quería vivir en un sitio tranquilo donde poder reflexionar y pensar. A mi mujer también le gustaba, así que saqué la oposición”, recuerda.
Como estar en una isla
Carlos habla pausado en el faro de Suances (Cantabria), con el mar a su espalda. A su derecha, la playa junto a la desembocadura de la ría de San Martín de la Arena. Más allá, el paisaje continúa con la isla de Los Conejos. “Mira, ven aquí”, pide: “Te pegas a la pared, miras hacia adelante y te da la sensación de estar en una isla. Solo ves el mar y la costa sin casas, como hace siglos”. Cuando Carlos llegó a Suances en 1994, tras un primer destino de tres años en Maspalomas (Canarias), su quehacer diario era bien distinto al actual. La automatización del sistema de iluminación ha variado su rutina. Antes asumía otras labores, como pintar el edificio o cuidar el jardín. Ahora tan solo revisa cada viernes los sistemas del faro de Suances y del de San Vicente.
Carlos no personifica la imagen tradicional del farero manchado de grasa. Es más un oficinista. Gestiona los trámites para los balizamientos de la costa cántabra y es el delegado de España en la Asociación Internacional de Señales Marítimas. También organiza un seminario dirigido a pensar qué nuevos usos pueden tener los faros. “Antes debía vivir en ellos alguien para garantizar su mantenimiento, pero hoy no es necesario. Ahora que esto ha cambiado hay que empezar a pensar qué hacer con todos esos espacios vacíos”, explica.
En peligro de extinción
En España, el número de fareros también se reduce año tras año. Si en 1991, cuando se celebró la última oposición, había entre 300 y 350, ahora quedan menos de 80. “Sé que algún día tendré que dejar esta casa”, dice. Lo que ya no entiende es que después de tantos años de servicio los fareros no tengan la posibilidad de jubilarse antes, como los marineros: “Es nuestra vieja reivindicación”.
Tierra adentro, en Valtierra (Navarra), Soraya Rodrigo vive buena parte del año en una cueva. Durante siglos los habitantes del lugar cavaban en las laderas un largo túnel que iban agujereando para hacer la cocina, la habitación del matrimonio, los dormitorios de los hijos e, incluso, un hueco para el ganado. “Mi madre nació en una cueva. Y yo, cuando tuve la oportunidad de comprarme una que estaba bien, me decidí”, cuenta.
La vida de Soraya no siempre ha estado unida a esta tierra seca de las Bárdenas Reales, el mayor desierto de Europa. De hecho, nació hace 46 años en Bergara (Guipúzcoa), adonde sus padres emigraron en los cincuenta. “En verano veníamos de vacaciones a la cueva de mis abuelos”, recuerda. Soraya es una de las pocas personas, junto a su marido y sus dos hijas, que habita una de estas cuevas. Muchas fueron abandonadas porque sus moradores se marcharon de esta dura comarca en busca de un porvenir. Otras se quedaron vacías por la dictadura. “A Franco le avergonzaba que la gente viviera en las cuevas y obligó a muchas familias a bajar de la ladera para alojarse en casas baratas, que compraban por cuatro perrillas”. Ahora aquellas cuevas son un reclamo para los turistas, que se alojan en ellas. “Una de las ventajas es que dentro siempre tienes la misma temperatura, unos 18 grados”, cuenta Soraya, orgullosa y feliz.
Tener una casa de paja es, en cambio, el sueño de Almudena Garrido y de su compañero Robert Alcoz para vivir junto a sus hijos, de 2 y 4 años, en plena naturaleza. Ella es de Bilbao y él de Inglaterra, pero su deseo compartido es trasladarse definitivamente a Llánez, una pequeña aldea de 140 habitantes del interior de Cantabria. Allí pasan todo su tiempo libre en una cabaña de barro, que será su refugio hasta construir la casa de paja que han diseñado con la ayuda de un arquitecto. “Este fin de semana comenzaremos a poner los cimientos. La haremos nosotros mismos”, afirman.
La idea de construir una casa de paja para usar “la menor energía posible” de la naturaleza solo es una primera parte de su proyecto vital: “Trabajamos en Bilbao, pero con el tiempo venir a vivir a Llánez, tener nuestro propio cultivo y salir adelante dentro de una economía local”.
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