Siwa, el oasis olvidado
Apartado de las rutas turísticas tradicionales por Egipto, el oasis de Siwa conserva la atmósfera de los lugares en los que se mezcla la historia con el mito.
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La ruta es larga, pero así ha sido siempre el camino que ha llevado a los oasis. Y el que conduce a Siwa no puede ser la excepción. Cerca de la frontera libia y lejos de mar, cientos de kilómetros de piedra y arena han protegido durante siglos a Siwa del mundo exterior.
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Allí, en un oasis de palmeras y olivos, de casas de tierra, se ha desarrollado una cultura propia. De hecho, ha vivido de manera independiente hasta las últimas décadas del siglo XIX, con un mínimo contacto con el resto de Egipto.
Sin embargo, este oasis no ha sido nunca un secreto, sino todo lo contrario, y su nombre era uno de los más famosos de la Antigüedad. Alejandro Magno llegó hasta allí para consultar al oráculo de Amón sobre origen divino. En esos tiempos, el oráculo de Siwa era comparable al de Delfos en importancia. Por el oasis pasaban caravanas que unían las ciudades libias con el valle del Nilo, y la costa del Mediterráneo con las profundidades del Sahara. Luego, en algún momento, Siwa se olvidó del mundo, y el mundo se olvidó de Siwa.
En tiempos antiguos, la aldea de Siwa se encontraba a pocos kilómetros del emplazamiento actual, en Aghurmi, donde todavía se conservan los restos del templo del Oráculo. La población de Siwa vivió fortificada en Aghurmi hasta hace unos 800 años, cuando todos los edificios de barro se deshicieron -literalmente- por una tormenta. Hoy es una acrópolis abandonada sobre la que flota el aura de la historia y el mito.
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Los issiwanes (los habitantes del oasis) levantaron otra villa fortificada a la que llamaron Shali, "Ciudad". Y como no querían construir viviendas fuera de los muros, a medida que aumentaba la población se hacía necesario construir nuevos pisos sobre las casas ya existentes. Algunas llegaron a tener siete u ocho alturas. En el siglo XIX se repitió el desastre, y Shali hubo de ser abandonada. Entonces se empezó a construir la ciudad nueva a sus pies.
Por eso la llegada a Siwa en la actualidad no refleja este mundo antiguo y oculto. A primera vista, Siwa es un pueblo como cualquier otro. La nueva mezquita domina la explanada. Un poco más allá aparece la plaza donde se levanta el mercado y por donde pasan los carritos tirados por asnos. Un pueblo tradicional y antiguo, como cualquier otro. Las ruinas de Shali dominan la plaza.
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Pero poco a poco van llegando las singularidades de este oasis. La más marcada es la ausencia absoluta de mujeres en las calles. Ni siquiera en el mercado, donde sólo hay hombres que compran y venden. Cuando las niñas se convierten en mujeres desaparecen de las calles de Siwa.
De la mezquita de Shali se dice que fue la última en todo Egipto desde la que el almuédano, subido al alminar, llamaba a la oración sin la ayuda de un altavoz. Muy cerca se encuentra una de las últimas almazaras tradicionales que existen en el país. El molino se acciona con la fuerza de un borrico. Desde lo alto de Shali hay una buena vista de la aldea moderna, y más allá de los palmerales, los lagos salados y algunas colinas puntiagudas que rodean el oasis.
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Uno de estos promontorios es Jebel al-Mawta, la Colina de los Muertos, toda ella está horadada por decenas de cuevas que fueron utilizadas como tumbas durante siglos y algunas de ellas conservan frescos en buen estado.
Alrededor de Shali se extienden los palmerales y olivares que han generado históricamente la riqueza del oasis. A cargo del oasis han estado siempre los zagales, que realizaban el trabajo durante el día y lo protegían durante la noche. Una ley particular les impedía casarse antes de los 40 años de edad. Curiosamente, en una sociedad extremadamente conservadora y puritana, la homosexualidad era una práctica aceptada entre los zagales. Todo ello es cosa del pasado.