Este artículo se publicó hace 13 años.
Querido hermano
El poeta García Montero y el músico Sabina estrenan su correspondencia mensual reflexionando sobre el valor del diálogo y la importancia de la fraternidad como uno de los pilares imprescindibles del republicanismo
Luis García Montero
En la entrevista que apareció en Público hace unos días hablaste de lo mucho que discutimos entre nosotros. Recuerdas discusiones enconadas. Y es verdad. Resulta curioso que dos amigos íntimos discutan de forma regular sobre los asuntos importantes y las cuestiones menores. No es que quedemos para discutir, pero las copas, los manteles o los libros son inseparables para nosotros de las noticias que impone la realidad. Es curioso, opinamos de distinta manera sobre asuntos de los que pensamos lo mismo. La izquierda, la Guerra Civil, el anarquismo, la monarquía, Cuba, las elecciones, Juan Ramón Jiménez, Joan Manuel Serrat, el fútbol, tu mujer, la mía, dan para muchas palabras y de vez en cuando para un grito en el suelo con los pies en el cielo.
También es curioso que tú seas un loco cuando yo procuro mantenerme cuerdo y que yo sea un disparate o asuma mi radicalidad cuando tú sientes que conviene un poco de sensatez. Siempre me ha sorprendido que tu militancia en lo políticamente incorrecto haga a veces, pocas veces, un alto en el camino para llamar al voto útil. Entonces me siento absolutamente inútil. Como también compartimos lugares sagrados, Jaime Gil de Biedma es un poeta sobre el que hemos hablado mucho sin discutir nunca. En su poema Contra Jaime Gil de Biedma, un ejercicio de conciencia desatado por las culpas de los años y el alcohol, escribió sobre sí mismo: "Y si yo no supiese, hace ya tiempo, / que tú eres fuerte cuando yo soy débil / y que eres débil cuando me enfurezco". Tu hija Carmela lo dice de otra forma cuando se enfada con uno de nuestros chistes malos: sois las dos caras de una misma moneda.
Nos conocemos mucho. A veces el valor no es más que el disfraz de la cobardía, y la prudencia un lugar para resistir. Hace algunos veranos, en Rota, después de una noche complicada, te dio por ir a la playa. Te quedaste dormido sobre la arena cuando el sol estaba ya haciendo de las suyas. Una sombrilla buscada con precipitación por Jimena te salvó de la quema. Yo estaba a tu lado cuando, después de más de dos horas de sueño, abriste los ojos un momento. Fue sólo un momento, porque los cerraste también de forma precipitada. Luego me confesaste que al abrir los ojos, al sentir la llamarada de luz y ver una extensión infinita de arena, pensaste que te habías muerto, que estabas en el infierno, y decidiste hacerte el dormido un rato para calcular cómo ibas a enfrentarte al demonio. En este precipicio que es el mundo, obligados a resistir en el infierno, a veces uno necesita cerrar los ojos para seguir el combate o abrirlos para declarar una tregua. Como tú los abres cuando yo los cierro y yo los cierro cuando tú los abres, sabemos los dos que nos conviene mucho discutir.
A veces el valor no es más que el disfraz de la cobardía
Nunca quedan heridas. He encabezado la carta con una fórmula un poco tonta: "Querido hermano". No es que quiera destacar nuestra amistad o que piense que vayamos a ser frailes pacíficos. Se trata de aludir desde el principio a un valor imprescindible para que las discusiones no dejen heridas y sean útiles: la fraternidad. La izquierda, la que nos interesa a ti y a mí, ha defendido más o menos la libertad y la igualdad, pero ha olvidado la fraternidad más de la cuenta. La conversión de las discusiones teóricas en un territorio de sospecha moral y descalificación personal ha hecho ya demasiado daño en la izquierda. Es uno de los disfraces preferidos de las luchas mezquinas por el poder. Nuestra fraternidad, nuestra experiencia en compartir alegrías y resistir nubes negras, impide cualquier tipo de sospechas. Por eso soy siempre tan sincero contigo. Sé que puedes no estar de acuerdo, pero también sé que no vas a empeñarte en entenderme mal.
Así que discutir contigo me permite hablar sin miedo. La fraternidad provoca no tanto el deseo de poseer la verdad, sino el miedo a mentir. Las palabras cómplices enseñan a no convertir los sentimientos o las razones en dogmas. Se discute sin voluntad de dominar, con temor a autoengañarse o a engañar. Uno se acomoda en su propia manera de pensar cuando desprecia al otro. Uno se obliga a mantener los ojos abiertos cuando respeta el corazón y los argumentos que tiene delante. Sí, es un lujo la intimidad, ser prudente sin estar obligado a morderse la lengua. No estoy sugiriendo que vayamos a convertir nuestra correspondencia en un escenario más de los escándalos mediocres de la telebasura. Soy muy partidario de ese pacto que hace años propusiste a los artistas de la pandilla: mientras se está trabajando, todos muy duros con la obra del amigo, para intentar que mejore; cuando la obra se publica, ninguna crítica en público. Así que ninguna crítica fuera de tono, pero sí ese brillo en los ojos de verdad privada que permiten las letras de una correspondencia. Algunos personajes públicos suelen tener los ojos ausentes cuando hablan en privado. Vamos a intentar nosotros mantener la carnalidad de las palabras privadas al escribir en público. Reivindiquemos la fraternidad, en nombre de la izquierda y de nuestras copas, nuestros amigos muertos, nuestras ilusiones y el futuro de nuestras hijas. No te preocupes, esto último no es una cursilería. Es un modo de confesarte que me siento muy vivo cuando tus hijas y las mías, después de aguantar con paciencia nuestras discusiones o nuestras risas, se ponen serias, nos regañan y dicen que no tenemos arreglo. Querido hermano, ojalá nunca tengamos arreglo.
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