Este artículo se publicó hace 14 años.
¿Qué pervive y qué ha muerto en la socialdemocracia?
Conferencia para el Remarque Institute de Nueva York
Estamos entrando, creo, en una nueva era de inseguridad. La última de este tipo, analizada de forma memorable por Keynes en Las consecuencias económicas de la paz (1919), llegó tras décadas de prosperidad y progreso y un gran incremento de la internacionalización de la vida: "globalización" en todo, salvo en el nombre. Antes de 1914, era comúnmente aceptado que la lógica del intercambio económico pacífico triunfaría sobre los intereses nacionales. Nadie esperaba que todo esto tendría un abrupto final. Pero lo tuvo.
(...) Debemos revisitar las fórmulas con las que la generación de nuestros abuelos respondieron a retos y amenazas comparables. Socialdemocracia en Europa, New Deal y Gran Sociedad en EEUU fueron las respuestas explícitas a las inseguridades y desigualdades de la época. Pocos en Occidente son lo suficientemente mayores como para saber qué significa ver el colapso de nuestro mundo. Nos parece difícil concebir una descomposición completa de las instituciones liberales, una desintegración del consenso democrático. Pero fue esta quiebra lo que provocó el debate Keynes-Hayek, del que nació el consenso keynesiano y el compromiso socialdemócrata: el consenso y el compromiso en el que crecimos y cuyo atractivo ha quedado eclipsado por su propio éxito.
"Hay que hablar de forma más enérgica de los logros del pasado"
Si la socialdemocracia tiene futuro, será una socialdemocracia del miedo. Más que buscar restaurar un lenguaje de progreso optimista, deberíamos empezar por reconocernos a nosotros mismos con el pasado reciente. Hoy, la tarea principal de los disidentes radicales es recordar los logros del siglo XX y las probables consecuencias de nuestra imprudente prisa por desmantelarlos.
Los socialdemócratas, normalmente modestos en estilo y ambición, deben hablar de forma más enérgica de los logros pasados. El auge del Estado de servicios sociales, la construcción durante más de 100 años de un sector público cuyos bienes y servicios ilustran y promueven nuestra identidad colectiva y nuestros objetivos comunes, la institución del bienestar como una cuestión de derecho y su disposición como un deber social: no son logros pequeños.
Que estos logros sólo fueran parciales no debería preocuparnos. Si no hemos aprendido nada más del siglo XX, al menos deberíamos haber captado que cuanto más perfecta es la respuesta, más terroríficas son sus consecuencias. Mejoras imperfectas en circunstancias insatisfactorias son lo mejor a lo que podemos aspirar y probablemente todo lo que deberíamos buscar. Otros han pasado las últimas tres décadas desenredando y desestabilizando estas mejoras: esto debería indignarnos mucho más de lo que nos indigna. También debería preocuparnos, aunque sólo fuera por prudencia: ¿por qué hemos tenido tanta prisa en derribar los diques que con tanta dificultad colocaron nuestros predecesores? ¿Estamos tan seguros de que no vendrán nuevas inundaciones?
"¿Por qué hemos derribado los diques de nuestros predecesores?"
Una socialdemocracia del miedo es algo por lo que luchar. Abandonar la obra de todo un siglo es traicionar a aquellos que vinieron antes que nosotros y también a las generaciones que todavía no han llegado.
Sería agradable pero también engañoso decir que la socialdemocracia, o algo parecido, representa el futuro que elegiríamos para nosotros en un mundo ideal. Ni siquiera representa el ideal pasado. Pero entre las opciones posibles en el presente, es mejor que cualquier otra cosa disponible.
En palabras de Orwell, cuando reflejaba en Homenaje a Catalunya sus experiencias recientes en la Barcelona revolucionaria: "Había mucho que no entendía, en algún caso ni siquiera me gustaba, pero lo reconocí inmediatamente como una situación general por la que merecía la pena luchar".
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