Este artículo se publicó hace 13 años.
El miedo a los bárbaros
Antonio Avendaño
El socialismo andaluz no está vencido, pero está perplejo. No le cabe en la cabeza siquiera la posibilidad de una derrota. ¿Nosotros? ¿Perder nosotros? ¡Tú estás loco, pisha! Recuerdan a los cortesanos del Bizancio medieval, esbozando una sonrisa de suficiencia ante la disparatada posibilidad de que los servidores de Alá pudieran algún día doblegar las murallas de Constantinopla.
Pues bien: desde las almenas de San Telmo ya se divisa el polvo de la caballería enemiga; los bárbaros cruzan a todo galope las fértiles llanuras de Anatolia con el califa Javier Arenas al frente. Son un ejército disciplinado y feroz, inasequible al desaliento y curtido en mil derrotas, sediento de un botín electoral que los infieles andaluces le vienen negando desde hace 30 años.
El principal argumento de los dirigentes socialistas ante la posibilidad de una derrota es la incredulidad, que en verdad no es un argumento, sino más bien un acto de fe cuyo asidero, como en todo acto de fe, es el pasado: si nunca ha ocurrido antes, no tiene por qué ocurrir ahora. Y sin embargo los informes que remiten los exploradores demoscópicos son incuestionables y el clima de zozobra empieza a traspasar los muros de palacio.
A los andaluces ya no es posible convencerlos agitando el fantasma del miedo a los bárbaros, entre otras cosas porque los bárbaros han aprendido la lección y procuran comportarse como si no lo fueran. José Antonio Griñán no quiere pasar a la historia como el último emperador romano de Oriente, y tiene derecho a ello, pero para conseguirlo no basta con reforzar el recinto amurallado de Bizancio. Ha de hacer frente a los infieles en su propio terreno. Como en el relato de Borges, es preciso que "empuñe con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar," y baje a la llanura.
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