Este artículo se publicó hace 16 años.
El tiempo de la memoria, la hora de la justicia
Emilio Silva. Presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica
Ayer se cumplieron 72 dos años de la razón por la que estoy escribiendo estas líneas. Una muestra más de la importancia que tiene el pasado sobre el presente, de cómo nos determina, de cómo somos su resultado, su consecuencia.
Precisamente ese día, un 16 de octubre pero de 1936, un camión de gaseosas se acercó al Ayuntamiento de Villafranca del Bierzo. De aquella cárcel improvisada salieron catorce hombres. Eran civiles, republicanos y uno de ellos mi abuelo, Emilio Silva Faba. Los alejaron a más de treinta kilómetros de allí para asesinarlos y abandonar sus cuerpos en una cuneta.
Acababan de pasar sesenta y cuatro años cuando una excavadora removía la tierra en una cuneta a la entrada de ese pueblo berciano. Unas semanas antes publiqué un artículo en la prensa local: Mi abuelo también fue un desaparecido. En él me quejaba de la repercusión que haba tenido en nuestra sociedad la retención del dictador Augusto Pinochet en Londres y cómo los desaparecidos republicanos en nuestro país eran inexistentes.
La exhumación fue realizada por un grupo de arqueólogos y forenses. Familiares de otros asesinados se acercaron a pedir ayuda. "Nunca he hablado con mi hermana de estas cosas", decía una mujer junto a la fosa; y esas cosas de las que nunca haba hablado con su hermana, eran el asesinato de su padre que se encontraba desaparecido.
Mientras aquella oquedad mostraba los restos de trece civiles asesinados, se estaba agujereando una densa capa de silencio, edificada tras la muerte del dictador. Las causas, la impunidad política y la jurídica que llegó con la ley de Amnistía de 1977 y otra impunidad resucitada, la del miedo, con el golpe del 23 de febrero de 1981 al grito de ¡Quieto todo el mundo!
Acabada la guerra franquista el dictador se afanó en una venganza disfrazada de justicia; fusiló, encarceló y desterró a cientos de miles de personas; secuestró en las cárceles a hijos de presas republicanas, oficializó una supuesta inferioridad de la mujer, aplicó las primeras vacunas de la poliomielitis sólo a los hijos del régimen y educó a cientos de miles de ciudadanos en el miedo y la culpabilidad.
En el pueblo de mi abuelo, algunos ancianos le llaman a la dictadura franquista la segunda inquisición. En estos años de democracia miles de esos familiares de desaparecidos han muerto sin haber recibido ni el más mínimo gesto de reconocimiento como víctimas por parte del Estado democrático. Los pilotos de la transición decidieron que eran un obstáculo para la democracia. El verdadero obstáculo eran las élites franquistas y la recuperada democracia les garantizaba la impunidad.
Durante los últimos años la sociedad civil ha construido un proceso que tena como objetivo reconocer a los hombres y mujeres que construyeron nuestra primera democracia. Ahora, en el mismo aniversario de la muerte de mi abuelo, asesinado por hacer campaña por una escuela pública y laica, el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón ha abierto una puerta. Es hora de que la democracia deje pasar por ella a la justicia con quienes fueron gobernados por los asesinos de sus seres queridos durante cuarenta años de dictadura.
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