Este artículo se publicó hace 7 años.
Jesús Gil: quien a hierro mata a hierro muere
Se cumplen 13 años de la muerte de un personaje inverosímil y 30 desde que se presentó a presidente del Atlético.
Madrid-Actualizado a
Este domingo se cumplen 13 años desde la muerte de Jesús Gil (Burgo de Osma, 1933 -2004) y 30 desde que decidió presentarse a las elecciones a la presidencia del Atlético de Madrid. Fue en el mes de mayo del 87. Tenía 54 años y se enfrentaba en las urnas a un ex ministro de Franco, Agustín Cotorruelo, y a otro de la época de Adolfo Suárez, Enrique Sánchez de León. Pero entonces Jesús Gil apareció con un hambre descomunal anunciando y demostrando que tenía más dinero que nadie. Fue el estilo Donald Trump con 30 años de adelanto encarnado en un hombre que no dejaba titere con cabeza: defendía que el dinero lo podía comprar todo y difícilmente toleraba a los futbolistas de la clase media. Su crónica de sucesos fue inmensa. Tuvo una relación de amor y odio con Luis Aragonés, con Futre y con casi todo al que invitaba a comer o a cenar en el Club Financiero, en la calle Príncipe de Vergara, al lado del Retiro, donde estaba su famoso centro de operaciones. "Quien a hierro mata a hierro muere", decía a menudo antes de abrir la puerta del despacho.
Jesús Gil fue un personaje de filias y fobias que perdió el miedo a todo, hasta a la cárcel, donde ingresó por dos veces. La primera vez fue en época franquista en 1969, acusado de imprudencia temeraria por el hundimiento del complejo residencial de Los Ángeles de San Rafael que provocó 58 muertes. Pero hasta en aquella cárcel de Segovia se impuso con mayúsculas la personalidad de Gil, que se adueño casi del economato y que se pegaba con presos y funcionarios unas comidas enormes que pagaba él y en las que no faltaban las botellas de whisky ni los puros Montecristo. Así lo explicó Juan Luis Galiacho en un libro que escribió de su vida y en el que también lo clasificaba como 'el rey del talego'.
Fue Jesús Gil un personaje casi inverosímil, un hombre que ponía de ejemplo a su carácter. "Uno no se puede callar ante nada". Por eso no le importaba monopolizar micrófonos ni examinarse a solas frente al mundo ni enfrentarse a los periodistas con más influencia de la época como José María García. "Con la popularidad que tengo podría ser Dios", decía.
La frialdad no valía para nada metida en su cuerpo. A golpe de excesos, arrastraba una salud muy delicada, un marcapasos en el corazón y el látigo de sentarse cada domingo en el palco que era lo último que le recomendaban los médicos. Tenía una paciencia muy pequeña que convirtió al Atlético de su época (1987-2002) en un sitio de alto riesgo para futbolistas y entrenadores. Tardó nueve años en ganar la Liga y trece en descenderlo a Segunda división. Pero la vida siempre fue una locura al lado de Jesús Gil, que presumia de dormir menos horas que nadie y de trabajar más que nadie. El día que se enfadaba lo menos que hacía era pegar un portazo que daba pánico casi. "Mi error ha sido tratar a los jugadores como personas", dijo.
El resto retrata a un furibundo hincha del Atlético, un hombre metido en mil vidas y en mil jaleos, quizás porque no sabía vivir de otra manera. Presidente del Atlético, líder de su propio partido político y alcalde de Marbella en la época de más glamour de la ciudad. "Que se mueran todos aquellos a los que les jode que yo sea rico", dijo en sus mejores años, antes de que el Atlético entrase en concurso de acreedores y él volviese a ser inhabilitado por desviar 450 millones de pesetas del Ayuntamiento de Marbella al Atlético de Madrid. Aquello fue una herida de la que ya nunca se recuperó Jesús Gil, gravemente enfermo, alejado del personaje que se atrevió a colonizar España y las portadas de los periódicos. Un objetivo en voz alta de un hombre que no regalaba los oídos a nadie excepto a María Ángeles, su mujer, y a Imperioso, su caballo que alcanzó una reputación célebre en aquellos años. Sólo faltó que el presidente del Gobierno se fotografiase a su lado.
Pero así fue Jesús Gil tan acostumbrado a tomarse la justicia por su mano, tan joven y tan viejo. Hoy, quedan en la hemeroteca infinidad de frases célebres como aquella vez en la que volvió a decir que era "para coger una metralleta y fusilarlos a todos los futbolistas". Y si estaba rabioso era capaz de entrar al vestuario y liarse a voz en grito con Solozábal, el capitán que también tenía un carácter muy especial y que no le pasaba una al presidente. Un choque de trenes que explica una época en el fútbol español, tan cercana y tan lejana, incapaz casi de entender que este mismo hombre, Jesús Gil y Gil, dejase un testamento de solo 854 euros en efectivo y un conglomerado de empresas valorado en 600.000 euros. Pero, como recordaban sus hijos, que no salieron a él, "los empresarios no tienen nada a su nombre".
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