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Herida abierta

Los supervivientes de las matanzas postelectorales en Kenia se sienten abandonados por el Gobierno.

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Joseph Kanyora arregla lo mejor que puede unas flores secas sobre un montículo de tierra situado donde en su día estuvo el altar de la iglesia de Kiambaa, cerca de la ciudad keniana de Eldoret. Kanyora, de 50 años, no tiene dinero para comprar flores frescas y traerlas aquí, al lugar donde hace un año perecieron calcinados su esposa y un hijo de 5 años. "Me quedan otros 10 hijos a los que alimentar", dice.

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El incendio intencionado de la iglesia de Kiambaa, en el que murieron 30 personas, la mayoría mujeres y niños de la etnia kikuyu, se convirtió en el símbolo de la brutalidad de la violencia que engulló al país tras la proclamación de los resultados de unas elecciones fraudulentas.

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El opositor Movimiento Democrático Naranja (ODM), liderado por el luo Raila Odinga, acusó al Partido de Unidad Nacional (PNU) del presidente Mwai Kibaki, kikuyu de robarle la victoria. Partidarios de uno y otro se atacaron mutuamente. Hubo 1.300 muertos y 250.000 desplazados.

A diferencia de los campos de desplazados que el Gobierno se empeña en cerrar cuanto antes para que no queden huellas de lo que pasó, la iglesia es hoy un símbolo poco perecedero. Restos de ropa quemada, utensilios de cocina y zapatillas siguen aún esparcidos por el suelo, dando fe de lo que la manipulación política de las tribus fermentada sobre la pobreza y las desigualdades históricas puede hacer en un país con reputación de estable en un continente turbulento.

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Kanyora es de los pocos kikuyus que ha decidido volver al lugar donde su familia fue atacada. "He vuelto a mi propiedad, pero vivimos en una tienda de campaña. Mi casa fue quemada y aún no he podido reconstruirla". Por regresar a casa, el Gobierno keniano ofrece a cada persona que vive en un campo de desplazados 35.000 chelines (unos 350 euros). "Es muy poco. Las tasas escolares de un solo niño suponen 20.000 chelines (200 euros)", explica Joseph.

Pero lo peor, precisa, es que los supervivientes de Kiambaa ni siquiera han podido enterrar a sus muertos. "Nuestros seres queridos siguen en la morgue un año después. No los podemos enterrar hasta que les practiquen la prueba del ADN para identificarlos. El Gobierno se niega, porque le da miedo que le llevemos a los tribunales. Y nosotros no podemos costear los 231.000 euros que cuestan las pruebas".

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El director del Centro para la Democracia y los Derechos Humanos de Eldoret, Ken Wafula, explica que el Ejecutivo "se muestra reticente a pagar por algo que puede ser usado en su contra" y sufragar las pruebas podría equivaler a una admisión de responsabilidad por no haber protegido a la población de la violencia.

Un temor no del todo descabellado si se tiene en cuenta que el Informe Waki, encargado a un juez, como parte del acuerdo de paz, para obtener un diagnóstico y recomendaciones sobre la crisis, señala que el 35% de la víctimas mortales de la violencia postelectoral son atribuibles al Estado. Disparos con fuego real de la Policía mataron a 405 personas.

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El informe acusa a 10 políticos seis de ellos ministros de planear y alentar los enfrentamientos. Los nombres están en un sobre sellado entregado al mediador, el ex secretario general de la ONU Kofi Annan. Si Kenia no creaba antes del 31 de enero un tribunal especial para juzgar a los responsables de la violencia electoral, el sobre sería enviado a la Corte Penal Internacional (CPI). La fecha ha pasado y Annan medita qué hacer después de que el Parlamento rechazara la ley para crear el tribunal.

Para Kwamchetsi Makokha, del Foro de Kenianos por la Paz con Justicia, la amenaza de La Haya puede ser clave. "El simple miedo de que la CPI pueda intervenir será suficiente para mantener el proceso vivo", señala.

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Otros, como la artista e intelectual Shailja Patel, disiente: "No confío en el tribunal admite. Es difícil pensar que un órgano creado por el mismo Gobierno que debe ser procesado puede actuar sin sesgo".

"Una vez más, la clase política nos ha fallado", sentencia Wafula, del Centro para la Democracia.

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El acuerdo logrado por Annan exigía llevar a cabo una reconciliación y explorar las causas que están en la raíz de la violencia, pero, según Wafula, "se ha hecho poco. En público, los líderes hablan de paz; en privado, promueven el odio. No se ha aprendido de lo que ocurrió".

"El descontento abarca a todos. Los kikuyu creen que no se ha hecho justicia, y es cierto que sólo se ha juzgado a un puñado de gente y por ofensas menores. El resto de tribus creen que no se ha abordado en profundidad la raíz de la violencia", añade.

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Con él coincide Joseph Kairuru, de 54 años, otro superviviente de la iglesia de Kiambaa. "Nos gustaría que el Gobierno hiciera frente al asunto de la tierra, pues la violencia fue más por la tierra que por las elecciones", dice el hombre, que perdió parte de un hueso en el ataque a la iglesia y sigue escayolado. "Yo compré mis dos acres en 1981. Pero quienes nos atacaron dicen que la tierra era suya antes de que los blancos nos colonizaran".

Kairuru mira al suelo de lo que fue la capilla. Durante meses después del incendio, cuenta, en el centro del terreno quemado quedó una silla de ruedas. "La mujer que la usaba no pudo huir de la iglesia. Se llamaba Margaret Wambui Njau. Sus hijos se salvaron. Están en Nairobi".

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Sentados en una cafetería de la capital, John y Stephen Irungu, gemelos de 23 años, hablan sin rencor mientras aguardan a que se enfríe su té. "Nos refugiamos con nuestra madre inválida en la iglesia. No pensamos que atacarían un templo", dicen.

"A John le dejaron por muerto con un montón de cortes en la cabeza. Estuvo 12 días ingresado y tardó más de un mes en recuperar la memoria", cuenta Stephen, que acompañó a su hermano día y noche en el hospital. Cuando volvió a Kiambaa días después, no encontró a su madre. Sólo estaba la silla de ruedas.

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"Vinimos a Nairobi porque es más seguro. Nos quedamos con un tío un tiempo. No podemos volver a Eldoret dice Stephen. A lo mejor no vuelven a atacarnos inmediatamente, pero puede ocurrir en unos años".

"En Nairobi, nadie nos conoce, es fácil pasar desapercibido y eso nos ayuda a olvidar. Tratamos de mantenernos ocupados para no pensar demasiado", señala John.

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Stephen está en la carrera de Medicina; John, en la de Planificación Urbana. "Nadie nos ha dado un penique para ayudarnos a rehacer nuestras vidas", afirman y en voz más baja añaden: "Fueron los políticos los que instigaron todo aquello".

El sentimiento de decepción con la clase política parece generalizado, y muchos dedos señalan a una oposición que, una vez accedió al poder mediante el Gobierno de coalición, se olvidó de sus promesas.

"Me siento traicionada, sin duda reconoce la intelectual Patel. Y la traición mayor es por parte del opositor ODM, que traicionó a todos los kenianos que contaban con él para lograr un cambio genuino".

El kikuyu John Chege, que vive en el campo de desplazados de Eldoret, es contundente: "Los políticos no están preocupados por la gente, se aprovechan de ella para avanzar en su carrera política, cabalgan sobre el pueblo, lo usan como escudo".

Chege dice que la crisis le enseñó algo. "Tenemos que votar al líder que nos guste, sin importar su tribu. Los que votaron a un presidente kikuyu pensando que estarían a salvo se equivocaban. No sirvió de nada".

"El Gobierno ha olvidado a los desplazados. No habla de ellos. Habla de las elecciones de 2012", se queja la desplazada Margaret Kuria, de 40 años y madre de tres hijas. "Los políticos están seguros en sus mansiones, durmiendo tranquilos. Y yo mendigando. Mira la puerta de mi tienda", dice rozando una tela deshilachada.

Kuria, que es kikuyu, perdió a su marido durante la crisis postelectoral. "A él le mataron por estar casado conmigo. A mí me hirieron", relata mostrando su oreja derecha, cercenada por un corte en la parte superior. "Tenía un negocio de criar pollos. Ahora no tengo nada. Mi casa, la tele, todo lo he perdido". Kuria es una de las 3.519 personas desplazadas que quedan en el campo de Eldoret que llegó a albergar a más de 20.000 y que no tiene casa a la que volver. "La familia de mi marido me rechaza. Y no puedo heredar su tierra porque no tengo hijos varones".

Joshua Nyamori, de 33 años, trabajó en la campaña electoral de ODM. "Fui un ardiente defensor de Raila Odinga [convertido en primer ministro en virtud del acuerdo de paz]. Hoy no le votaría", confiesa.

Así diagnostica él la situación: "Hay calma, sí. Pero los kenianos no han hablado unos con otros. Es como una pausa en un combate de boxeo: cada jugador ha sido enviado a su esquina. La violencia puede resurgir en cualquier momento".

Kobala es un pueblo a 50 kilómetros al sur de Kisumu, a orillas del Lago Victoria. El 7 de febrero de 2008, 11 ataúdes llegaron hasta aquí. Bernard Ndege, de etnia luo, había perdido días antes a toda su familia en el incendio intencionado de su casa de Naivasha, cerca de Nairobi, a manos de jóvenes kikuyu.

"Todos los diputados de ODM vinieron al funeral, incluso Odinga. Pagaron los ataúdes. Volveremos en dos semanas, construiremos un memorial, me dijeron. Ese día, los políticos prometieron muchas cosas, pero no he vuelto a verlos".

Ndege habla enfadado y gesticula mucho. De una caja de cartón saca los permisos de entierro de su familia: Mary Orinda, 43 años; Silas, 2 años; Putee, 4 años; Omondi, 5 años; Alex, 10 años.


Joseph Kanyora (izquierda) y Joseph Kairuru, supervivientes del incendio de la iglesia de Kiambaa. ISABEL COELLO

"Era un grupo grande. Lanzaron bombas de petróleo por la ventana. Se oían los gritos desde fuera. Cuando llegó la Policía, los cuerpos carbonizados estaban acurrucados en la esquina", recuerda. Tratando de salvar a los suyos, Ndege sufrió quemaduras en el 70% de su cuerpo.

Sus agresores asumieron que, por ser de etnia luo, habría votado a la oposición. Pero Ndege, como miles de kenianos deseosos de romper con el patrón tribu=partido, también votó al partido de Kibaki.

"Voté al ODM como presidente, pero para el Parlamento voté al diputado del PNU porque era un hombre que se había destacado por su apoyo a la comunidad", explica.

Ndege llevaba más de 20 años en Naivasha, adonde se trasladó porque había más trabajo como pescador, y nunca había tenido problemas con los kikuyu. "Nunca volveré allí. Los kikuyu te traicionan", dice.

Una suave brisa llega desde el lago. Ndege lo mira. Confiesa que le asusta ir a pescar porque los hipopótamos son muy agresivos. Sólo una barca con motor les mantiene alejados, pero hacerse con una le costaría al menos 150 euros. "No he recibido compensación alguna", dice.

A sus 53 años, trata de rehacer su vida. Ha vuelto a casarse y hace dos meses tuvo otra hija, a la que llamó Mary en recuerdo a la esposa que perdió. "Por ellas sigo adelante".

Pensativo, mueve la cabeza de un lado a otro en silencio. "Tengo ganas de declarar en ese tribunal especial concluye. Quiero perdonar, pero para ello alguien tiene que admitir sus crímenes".

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