Este artículo se publicó hace 15 años.
Cohen da lección elegancia y flema y evita que le despidan antes de tiempo
Leonard Cohen ha cumplido hoy 75 años y lo ha hecho sobre un escenario, sin aspavientos. Otros habrían convertido esa fecha en una oda a la autocomplacencia. Él ya no tiene nada que demostrar y ha sido fiel a su estilo: elegancia y flema, reivindicando que está vivo con un concierto de 3 horas que ha desarmado a 14.000 fans en el Palau Sant Jordi de Barcelona.
Había mucha expectación -morbo según algunos- por ver al cantautor de Montreal después de que el pasado viernes tuviera que suspender su concierto de Valencia tras desmayarse cuando apenas había cantado cuatro canciones.
Aunque todo hacía presagiar un adelanto del fin de la gira española, que hoy acaba en la capital catalana, Cohen no quiso cerrar así su periplo europeo y menos el día de su aniversario.
Ésa es la razón, posiblemente, de que cuando ha saltado al escenario, puntual, tocado con su habitual sombrero negro, un público agradecido por su osadía vital, se ha levantado y le ha dedicado una sobrecogedora ovación, mientras el cantante sonreía, como si aquello no fuera con él.
Con los ojos semicerrados, que el ala del sombrero apenas dejaban entrever -a pesar de las grandes pantallas de vídeo que flanqueaban el escenario- ha seguido su guión casi al milímetro y ha abierto la larga noche que se esperaba con "Dance me to the end of love".
A pesar de la patente carga emotiva, Cohen luchaba por mantenerse firme, pero tras rememorar su legendario "Ain't no cure for love", el público le ha dedicado un improvisado, aunque previsible "cumpleaños feliz", frente a lo que el artista ha esbozado una sonrisa, pensando, quizás, que ésta pueda ser la última vez que actúe en España, porque 75 son muchos años, incluso para alguien acostumbrado a los retornos musicales.
Si es así, el presidente de la Generalitat, José Montilla, podrá presumir de haber estado allí; él y un destacado grupo de personajes de la sociedad catalana, en lo que podía leerse, entre líneas, como un "por si las moscas". ¡Pero qué equivocados estábamos todos de esa despedida!
Sobrio, con aspecto de predicador o de gánster, según gustos, y acompañado por un coro de tres eficientes voces femeninas, dos de ellas capaces también de hacer inesperadas cabriolas gimnásticas, Cohen ha ido rescatando canciones que realmente nunca han estado perdidas pero que siguen desarmando: "Everybody knows", "Who by fire", "Bird on a wire" o "Waiting for a miracle".
En algunos de sus recitados, este poeta reciclado en cantante ha mostrado esa melancolía que da la edad y el saber que se está de vuelta de todo, aunque no de esos azares del destino que te dejan la cuenta corriente temblando y obligan a realizar giras. Los seguidores de menos de cuarenta años lo han agradecido, y mucho.
Rasgando de vez en cuando la guitarra, o golpeando tímidamente los teclados, un, por momentos hierático Cohen, parecía estar inventando las letras de sus canciones, como si éstas salieran por primera vez de su boca, una sensación de frescura favorecida por arreglos de aire eslavos, andaluces (bandurria incluida) o de dub, sin olvidar algunas notas de órgano Hammond, que hacían recordar su primera época.
Tras un merecido "intermezzo" de unos pocos minutos, Cohen ha regresado al escenario y no ha hecho esperar a quienes confiaban en oír más clásicos. "Suzanne", "Sisters of mercy", "The partisan", "I'm your man" (con unos pequeños pasos de baile incorporados) o una parsimoniosa "Hallelujah", donde éste ascético amante del zen se ha arrodillado sin pudor y ha vuelto a levantar al público de sus butacas.
Generoso con los suyos -sobrecogedora la interpretación que su compañera Sharon Robertson ha hecho en solitario de "Boggie Streets" o los lucimientos de cada uno de los intérpretes de su efectiva banda- la chistera de este prestidigitador parecía no tener fondo: la melodía hipnótica de "Take this walz", o ya en los bises el inmarchitable "So long Marianne", la parsimoniosa revolución de "First we take Manhattan" o un folkie "Closing time".
Más de tres horas de concierto, y sin un certificado médico de por medio que determinase si aquello era saludable para un hombre que acaba de cumplir tres cuartos de siglo, y que ha despedido el concierto con un mensaje a todos los presentes para que disfruten de sus vidas. Él sabe de lo que habla.
Si en los conciertos mucha gente suele abandonar los recintos con antelación para coger el metro, hoy, al público, que había permanecido respetuoso en sus localidades, no le ha importado la hora (casi la una de la madrugada) y se ha ido acercando al escenario, para despedir a Leonard, que alegre como unas castañuelas, abandonaba las tablas bailando su vals infinito.
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