364 noches sin blanca
El éxito se debe a los ciudadanos, que tomaron sin ruido lo que es suyo
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La gente está en la calle. Hay colas como nunca y poesías en globos. Los bares llenos, las terrazas hasta arriba y los chinos no paran de dar masajes y vender latas de cerveza. Los titiriteros de la Plaza Mayor jamás se habían encontrado con todo ese público y la gorra a reventar. Hay bolsas de botellón por todas partes, hoy todo vale. El metro está hasta arriba, un bar de patatas y salsas anuncia en su pizarra que ellos también hacen la Noche en Blanco: patatas tres salsas y mini de cerveza, seis euros.
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El éxito se debe a los ciudadanos, que tomaron sin ruido lo que es suyo
La cola del Thyssen no se mueve y da la vuelta al edificio, la del Prado es tan grande como la de cualquier domingo y va rápida. Antonio va en bici por la Gran Vía, dice que vive en Campo Real, a una hora en coche, que no sabía que era la Noche en Blanco, que ve más gente que el año pasado, y que se ha inventado una fórmula matemática para la cuadratura del círculo y me lo explica. Lleva gorrilla de marinero y pasa de los ochenta y muchos. El sábado por la noche, Madrid capital fue una riada del Ikea.
Los vecinos eran libres, se acercaron a sus monumentos, caminaron por la calzada y dejaron vacías las aceras. Por un día la ciudadanía tomaba su ciudad y disfrutaba de ella, por un día Madrid fue un pueblo con sus charangas, sus pasodobles y sus paseos. Un día más todos estábamos siendo engañados. Todo aquello era mentira, porque todo aquello era un "regalo", que es como el Ayuntamiento denominó este año a la celebración de esta fiesta propagandística. Nada era real, era la excepción, lo extraordinario e irrepetible.
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Los recortes del PP
Todo aquello era mentira, porque era un «regalo», dice el Ayuntamiento
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La perversión de la propaganda es así, consigue dar credibilidad al engaño: todo un regalo justo en el año en que nadie da nada por nada y el agua cada vez cubre más, justo en el año en el que la inversión cultural en el Ayuntamiento de Madrid ha sido recortada por todos lados (gracias a este tipo de macroeventos que se llevan todas las reservas para las iniciativas culturales del resto), justo en el año en el que la política cultural del Partido Popular se resume en un gesto decisivo con el cierre de la Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid. Esto no fue un regalo para nadie, ni un evento que calma las inquietudes culturales. Esto es una dosis envenenada de toma pan y circo.
Primero descubrieron la calle con los obispos y, ahora, las artes les han abierto las puertas a las libertades. El gran éxito de lo que pasó el sábado por la noche en las calles de Madrid capital se debe a que sus ciudadanos tomaron lo que es suyo, sin ruido, para conocerlo de cerca, con todo el respeto y en toda libertad. Se lo permitieron. En Neptuno se fotografiaban subidos a la baranda como si nunca la hubieran visto.
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La vigilancia sobre las libertades se levantó por unas horas y el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, triunfó con algo nuevo para él y sus compañeros: el libre tránsito, la expresión independiente de los derechos y responsabilidades de los vecinos que controla los otros 364 díasdel año.
El absurdo de la propaganda
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Qué se puede esperar de un partido con gestores que ven en las artes su capacidad de propaganda; que promueven artes vacías de contenido, llenas de colores y brillos que no molestan y entienden el arte como una inofensiva tienda de golosinas; que creen que con un día al año basta para que la cultura haga estragos en la curiosidad del pueblo; que prefieren ignorar y acallar las iniciativas que marchan sin fastos, como denunciaban Pepe Murciego y Diego Ortiz, del colectivo La Más Bella, regalando por la calle unos antifaces para dormir tranquilos en los que se podía leer: "364 noches sin blanca". De nuevo el absurdo de la propaganda: La Más Bella fue contratada para participar con sus cosas, como tantos otros olvidados.
Con un poco de dinero lo mismo sacas a la Iglesia a la calle que a los artistas, y de paso demuestras que si el poder fuese de ellos la vida sería de color rosa y naranja, como las luces con las que Rafael Doctor hizo de la Gran Vía la vía más hortera, mientras el resto de España está negra con la crisis.