Este artículo se publicó hace 9 años.
“Los políticos deberían ver a la gente hacer cola para coger alimentos”
El 22% de los españoles vive bajo el umbral de la pobreza, y uno de cada tres niños lo padece. Durante la crisis, José Castillo perdió a su mujer y su trabajo. Viudo, con tres hijos, se ha visto obligado a acudir a Cruz Roja y Cáritas para comer.
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En la casa de José no hay árbol de Navidad, ni regalos, ni cena de Nochebuena. Tampoco hay pescado fresco, ni filetes de ternera y, a duras penas, un Cola Cao para los pequeños. Su casa es una en las que golpea la pobreza infantil. El cáncer y el paro arrasaron su vida y la de su familia. Con una pensión de viudedad y de orfandad, sin desempleo, José encuentra en Cáritas y Cruz Roja la ayuda para comer.
Uno de cada tres niños vive bajo el umbral de la pobreza, según datos de Eurostat; al igual que el 22% de los españoles, como recoge el INE. No hay cifras exactas de cuántas personas acuden a bancos de alimentos, pero cerca de dos millones recurren al programa gestionado por Cruz Roja.
Recuerda salir del centro de salud, andar sin conciencia por las calles, llegar a su trabajo y sentarse casi sin pestañear. “No podía hablar, no podía decir nada”, desvela. Los compañeros de trabajo se acercaron y, como pudo, contó a todos su situación. Antes había tenido esperanzas. Antes, también habían pasado noches en unas urgencias desbordadas, donde nunca daban un diagnóstico certero. A veces un dolor inexplicable. Otras, un simple estreñimiento y recetas médicas repetidas de laxantes. Un día, a duras penas, la trasladan al hospital de Taulí, en Sabadell. Una nueva doctora comprobó su historial y le mandó un TAC. Seis médicos le anunciaron su enfermedad. Ella misma se lo comunicó a su esposo. Después, preguntó fue por los niños. Él, sólo pudo responder que seguirían adelante. José y sus tres hijos pequeños afrontaron la dureza de esta enfermedad, la ausencia de la madre en las cabalgatas de Reyes y los regalos sin abrir bajo el árbol, hasta que las recaídas pasaran y la recuperación llegase.
José cuidaba a sus hijos y, cada día, acudía a su trabajo en una empresa de fundición de Sabadell. Pero una jornada, el panorama se torció con un ERE en la fábrica. Temía ser uno de los afectados. Los responsables respondieron que como conocían su situación personal, no debía preocuparse. Tres meses después, el final fue muy diferente: “A las once de la mañana, el nuevo gerente me da un sobre y dice que ya no les intereso, que deben sacar personal. Que, por las buenas, me daban 45 días por año. Por las malas, 20 días por año… Y eso que aún no había salido la ley, pero ya estaban con la amenaza. Cogí el sobre, mi ropa y a la calle. Después contrataron a otros nuevos, pero yo seguí al lado de mi mujer. Cuando ella se enteró de la noticia, tuvo una recaída muy grande”.
“A las once de la mañana, el nuevo gerente me da un sobre y dice que ya no les intereso, que deben sacar personal. Que, por las buenas, me daban 45 días por año. Por las malas, 20 días por año…"
Vivieron con el paro, la enfermedad y la ayuda por desempleo hasta que pudieron. Poco más. José intentaba buscar empleo. Cuidar a su mujer le impedía hacer jornadas completas. No lo querían a tiempo parcial en aquellas ofertas donde su perfil podía encajar. José recuerda levantarse por las noches y verla en el sofá: “Me acercaba y me sentaba a su lado, pero ella ni se daba cuenta. La morfina la dejaba como ausente. Y yo me decía… Madre mía, cómo está, la que nos ha tocado en la casa. ¿Qué voy a hacer?”.
La ingresaron de nuevo en el hospital. De ahí, a la habitación de enfermos terminales. Por las mañanas, José dejaba a los hijos en el colegio. Por las tardes, con la abuela, mientras él permanecía con su esposa toda la noche. Los amigos le decían: “Ahora no busques trabajo, que se te va tu mujer, disfrútala”, pero José ya no tenía ingresos, y no había para comer. Era un laberinto sin salida. Su único escape, entre el dolor, eran sus hijos. En la habitación del hospital siempre había fotos de los pequeños. “Ella decía a las enfermeras… mira qué guapos. Y las enfermeras se iban llorando, porque tenían la misma edad que ella. Y yo, al lado, me lo guardaba todo dentro”.
José comenta el horror de una enfermedad donde se vive un desgaste a diario. Horror al que se sumaba la angustia económica, que no sabía bien cómo solventar. Y cómo explicar a los hijos la vida sin su madre y con carencias económicas. “Yo pensaba estar juntos, hasta el final, con nuestros hijos, pero la muerte nos separó antes. Laura y Álex, tenían unos tres añitos. Y Sandra, unos nueve”.
Un día, su esposa le preguntó. Le clavó la mirada y le exigió la verdad. José confesó. Ella pidió llamar a la doctora. “Hoy, mañana o pasado te vas”, le respondió. “Tráeme a los niños, me quiero despedir de ellos”, fue su única petición. José recuerda que los abrazó y besó como nunca, pero sabe que los últimos días los vivió con dignidad. Dos semanas antes fue su cumpleaños, el último, y sopló las velas en unos dulces de la cafetería del hospital. Y unos días antes, en una mejoría, le pusieron los medicamentos necesarios para llevarla a la casa una hora, y hacer una fiesta de despedida donde todos acabaron entre lágrimas. Falleció el 13 de agosto de 2011, con 45 años. “A las 12, la dejamos acostada y a la media hora cayó dormida para siempre. Así me duró tres días. No se quería ir. Y la doctora me decía… acércate y dile que se tiene que ir. Pero ella luchaba. A las cuatro menos diez se le paró el corazón y se fue para siempre. Ahí empezó el segundo calvario”, sentencia. Antes de continuar con el relato, hace un apunte: “Pero le daban dos años de vida, y me duró tres. Tres años”. Lo dice con una sonrisa franca y calmada, casi agradecido por vivir 365 días más junto a ella y los niños.
Recuerda salir del hospital, sin llorar. Recuerda el abrazo de un amigo. Que ningún hermano asistió al entierro. Y que tuvo que acudir a una asistente social para pagar la lápida de su esposa, hasta que pudo ponerla en cuatro plazos. Su memoria le lleva a su llegada a casa. La casa a la que ella nunca volvería. Se puso a ordenar y descubrió una cantidad de facturas sin pagar. Desde otra habitación escuchaba a los pequeños llorar. “Me dolía todo el cuerpo porque la rabia que se me agarraba aquí, en el nudo del estómago. El psicólogo me preguntó si me quería suicidar y yo respondí que eso no se lo diría porque me quitaría a los niños, pero que justo por ellos no me iba a matar. Los pequeños me preguntaban: ‘¿Te vas a ir como mamá’? Y lloraban todos los días. La pequeña encima de la cama, en la esquina, donde llamaba a su madre. Y yo aguantaba hasta que iba a dormir. Ahí ya lloraba, pero en silencio, sin que me escucharan. Nadie me ayudaba. Estaba sólo, sin trabajo y pobre”.
Rajoy ganó las elecciones. El paro no descendía. No había trabajo. Todo se encareció. Sin oportunidades ni expectativas, sólo le quedó recurrir a la caridad. Desde entonces, José vive entre ayudas y asociaciones, con su asistente social, Cáritas y Cruz Roja. José comprobaba que con su pensión de viudedad, de 400 euros, no le llegaba para nada. Denunció a la Seguridad Social con un abogado de oficio y reclamó la cantidad que correspondía por sus tres hijos menores. Ganó el juicio. Ahora recibe 700 euros y unos 100 euros por cada niño, por orfandad.
Con esos 1000 euros escasos, paga 500 por la vivienda y unos 250 euros por un préstamo que solicitó para pagar las deudas con todos sus amigos. “Sí, ya no debo dinero a nadie, pero tengo menos dinero para mí en los próximos tres años. Peor es cuando tengo que pagar la escalera, porque somos once vecinos y cada trimestre sale por 260 euros. Y cuando escucho a los niños toser por la noche, me da cosa porque la caldera tira mucho y no la puedo poner”. Del poco dinero que sobra, José hace cuentas. Debe pagar la luz, el agua, el gas, el teléfono y… “el internet. Sandra, la mayor, lo necesita por el instituto y yo quiero que ella estudie y que no diga en el instituto que ella no tiene. Aunque sea el más barato, va a tener su Internet. No quiero que tenga menos oportunidades”.
Con estos gastos ya no queda para comer, así que su único recurso es la ayuda de Cáritas y de Cruz Roja. En Cáritas le ofrecieron, por un tiempo, una profesora de apoyo a su hija cuando comenzó en el instituto porque “de verdad, me cuesta mucho leer y escribir”. En Cruz Roja consigue una tarjeta que le da más libertad para ajustar su compra. Sólo tiene 102 euros para todo el mes: “En la parroquia me dan fideos, arroz, lentejas y leche. Fruta y verdura, poca. A veces naranjas, mandarinas, pimientos... Con la tarjeta de Cruz Roja compro carne, pero pollo y cerdo, o carne picada. Con una bandeja de ternera a mi me da para dos pollos. Pescado sólo congelado, el embalado en plástico, porque fresco no puedo. También compro con la tarjeta el pan del día. Ahora cojo una bolsita de doce bollitos, que los congelo. Y ayer compré un paquete de manzanas, de un kilo, y sólo queda hoy una. Con la tarjeta no puedo comprar extras, pero yo no le puedo decir a mi hijo que no cuando me pide una tableta de chocolate”.
“En la parroquia me dan fideos, arroz, lentejas y leche. Fruta y verdura, poca. A veces naranjas, mandarinas, pimientos... Con la tarjeta de Cruz Roja compro carne, pero pollo y cerdo, o carne picada".
En su casa no se tira nada, porque nunca sobra. Estos días, vive sólo con lo que queda en la tarjeta. ¿Y la Nochebuena? “Mi hija dice que no hemos montado ni el árbol, pero no tengo para un árbol. Y me pregunta qué haremos los cuatro en Nochebuena, y sólo tenemos lo que quede en la nevera. Mis dos pequeños nacieron el día 25 y no tendrán regalos, ni Reyes Magos. Desde que murió su madre, sus únicos Reyes son los que me dan en Cruz Roja y los de su abuela. Lo único que puedo regalar a mi hija es el bono de autobús para el instituto, que cuesta 34 euros. Ayer me pidió dos euros para una excursión y se los busqué. No quiero que se aísle”.
Espera con ganas el día 22 de diciembre. No por la lotería de Navidad, sino por algo mucho más importante para él. Sabe que a las 12:30 de la mañana la asistenta social confirmará si puede recibir una ayuda para que su hija mayor consiga unas gafas, después de detectarle un 50% de pérdida de visión en un ojo.
José anota siempre cosas pendientes de la cesta de la compra, que las tacha poco a poco conforme las consigue, entre ellas los productos de aseo o de limpieza, que no puede adquirir con la tarjeta. “Son niños, se ensucian y yo lavo mucho. Compro un bote de jabón para la ropa, pongo un tapón y para dentro. Sé que la ropa blanca debe de ir con la blanca, pero yo meto toda junta, para aprovechar”. Mientras, cruza los dedos para recibir cualquier llamada de trabajo esporádico, como instalar la campana de una cocina o pintar una casa. Pequeños golpes de suerte con los que respira. “Pinté una casa durante una semana entera, ocho horas cada día, y sólo tuve cien euros. Se aprovecharon, pero los necesitaba. Si no los cojo, no los tengo. Y cien euros me vienen muy bien. Yo me he adaptado a la situación, pero mis hijos no”.
Recuerdo a José las próximas elecciones y se pone serio: “Lo que tienen que hacer es esto que estamos haciendo ahora. Venir aquí y verlo. Los políticos deberían ver a la gente en cola para coger alimentos. Damos las gracias porque recibimos comida, mientras ellos han robado dinero… Que tengamos que pedir, pagar los recibos, que nuestros hijos les tengamos que comprar los libros del instituto… Los niños tienen que estudiar. Llega la hora de una votación y me quitan las ganas porque prometen y no arreglan nada. Todo esto lo han hecho ellos. Esto no tendría que existir ni ver gente en la calle durmiendo, ni las colas de los servicios sociales. Para los políticos mi tarjeta de comida no es nada. Para mí esa ayuda de Cruz Roja es grandísima”, defiende.
Guarda silencio. Mira un papel. Levanta la cabeza y afirma. “Mis hijos ven la crisis, pero no les digo toda la verdad. Yo les aseguro que mientras pueda, este techo siempre lo tendrán. Eso es muy importante. Yo tendré 73 años cuando acabe de pagar el piso. Y, si me muero antes, quedará pagado por el seguro de vida porque no quiero dejarles deudas. Bastante tienen ya”.
Confiesa que la primera vez que entró a pedir ayuda lo hizo con la cabeza agachada, con vergüenza, y que se giraba si veía a un amigo, o abandonaba la cola si coincidía con alguien. Le preocupaba el qué dirán. Ahora reconoce que levanta la cabeza porque se lo debe a sus hijos, y que si se encuentra con alguien incluso lo saluda, porque él no tiene culpa de nada ni es un fracasado. “Me da igual que me vean, pero a mi hija, no. Y la entiendo. La mayor se esconde y me dice…papá, un compañero del cole. Por eso ella no quiere venir ni aquí, ni a la iglesia, ni a la asistente”.
Con los pequeños es diferente. José no les habla de la crisis pero les transforma la realidad con un poco de teatro. Cuando caminan hacia la iglesia les explica que allí serán ricos porque conseguirán mucha comida. Y cuando renueva la tarjeta, les hace sonreír porque esa noche tendrán hamburguesas. Si le sobra algo, harán una fiesta con los sobres de Nesquik. Y como cebo para que lo acompañen a Cáritas les adelanta que allí tendrán caramelos. “Después vienen y me dicen… papa, están malos los Chupa Chups… Claro, es que hay cosas que dan caducadas. De pocos días, pero lo están”.
Y José dice que también tenía sueños. Como envejecer de la mano de su mujer, con sus hijos, felices. Que se veía de jubilado con su pensión, después de trabajar hasta el último día. Que esperaba una vida de familia. Sin ser rico ni pobre, sólo una “cosita normal”. Que no pensaba tener hambre y no tener comida. Y que ahora ni siquiera puede pensar en él, sólo en sus hijos. Y entre esas historias que se inventa por el camino, con las que espera crear ilusión entre los pequeños, al final llega la pregunta que le deja sin respuesta:
-“¿Papá, por qué no tenemos dinero como los demás? ¿Somos pobres?”
Y José ya no les puede contar ninguna historia ni hacer teatro.
Porque los niños, siempre, dicen la verdad.
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