Este artículo se publicó hace 9 años.
Jóvenes que combaten la soledad de los mayores
Leonor queda un día a la semana con Norma, que podría ser su abuela, para dar un paseo o ir de compras. "El voluntariado aporta más que el voluntario", afirma esta médico radiólogo
-Actualizado a
El día tiene muchas horas. A medida que pasan los años, a veces se estiran como chicles y parece que no tienen fin. Pongamos una tarde de Norma Longarte, camino de los ochenta y tres. “Me siento a tejer vendas para los leprosos que mandamos a Suramérica. Luego veo la tele: cambio, no cambio, me gusta, no me gusta... Me paso todo el rato comiendo caramelos [de repente, su mano muestra un recipiente lleno de dulces como quien saca un conejo de la chistera]. Y las siete menos cuarto me voy a merendar”. No hemos contado las horas de la mañana ni medido las de la noche. “La soledad es muy mala”.
A Norma le toca merendar, pero hoy lo hará más tarde porque tiene visita. Desde hace un año, recibe puntualmente a Leonor, que se encarga de achicar su tiempo. El primer día llegó como voluntaria; ahora son amigas. “Me tienes que contar tantas cosas”, le dice una. “Es que hace mucho que no nos vemos”, responde la otra durante su reencuentro tras el parón veraniego. Leonor de Pablo, que a sus treinta y dos años podría ser su nieta, debe hacer un hueco en su frenético horario para poder verla. Médico radiólogo, fue residente en el Hospital de Móstoles y ahora trabaja en la Cruz Roja mientras prepara las oposiciones para ejercer en la Comunidad de Madrid.
- Congeniar con ella resulta fácil. Es una persona muy vital y te transmite toda la energía del mundo —afirma Leonor.
- A pesar de todo, ¿no? —añade Norma, que comienza a desgranar lentamente las horas que la han traído hasta aquí.
Olvidémonos de la mañana de su vida y también de la noche. Norma, que había trabajado como secretaria, vive con su marido en un cuarto piso de alquiler a un tiro de piedra de la
estación de Atocha, donde cuida a sus cuatro hijos. “Tengo tres varones y una niña, que murió de sobredosis a los treinta y dos” [los mismos años que Leonor: nadie dice nada]. Norma señala una foto en la que su hija, que se llamaba igual que ella, sujeta a un bebé en brazos mientras observa a un niño que pinta. Luego volverá a aquello: recordará que se enganchó a los trece años, que intentó quitarse cuatro veces, mostrará su sonrisa en las fotos de las bodas… Pregunta retórica: “¿A que era guapa?”.
El marido de Norma, empresario, se arruina y lo pierde todo: un chalé en Soto del Real y cuatro pisos en Madrid, adonde se habían ido a vivir sus hijos. “Tuvo una mala sombra con unos señores que fueron a la quiebra y lo fastidiaron, porque era proveedor y avalista. Hasta nos vimos obligados a ir a Cáritas”. Pese a todo, ya entrados en edad, deciden hacerse cargo de sus nietos. “Fuimos muy felices con los niños, aunque han salido un poquito no sé qué y se han ido de casa”. Entonces, hace ya ocho años, fallece su esposo y el reloj comienza a cebar las horas, que acusan el sobrepeso de los minutos añadidos. “Mi doctora, que me conoce muy bien, me dijo que hablase con una trabajadora social. Y ésta, a su vez, me puso en contacto con una asociación que me ha enviado a esta señorita divina”.
Mira hacia Leonor, que la visita un día a la semana durante dos horas. Van de paseo al Retiro o de compras a la Puerta del Sol. Disfrutan de un helado. Se cuentan sus cosas. “Me ha dado mucho cariño y mucha vida. No me importaría que fuese mi hija”, confiesa la anciana. “El voluntariado aporta más que el voluntario. Yo recibo más de Norma que ella de mí”, reconoce la joven, que antes había ayudado a otras personas pero no a mayores. “Siempre he sentido empatía por ellos. Pese a que cumple una gran labor, es un colectivo muy olvidado”.
Para combatir su aislamiento, Leonor se enroló en la Fundación Amigos de los Mayores. “Ese bien que hacéis no tiene nombre”, se sincera su amiga. Según la organización, que trata de paliar la soledad con programas de acompañamiento, en España hay 1,8 millones de personas mayores que viven sin compañía, de las cuales el 25% pasan el día completamente solas. “Me ves contenta porque no sé disimular y ahora estoy alegre”, añade. “No me gusta dar pena, pero he pasado por mucho”.
A Norma le da miedo salir sola, pues camina con muletas y se marea. No ve mucho a sus hijos, porque “viven su vida”. El año pasado fue a un curso de baile, pero tuvo que dejarlo: “Es que con las sevillanas das muchas vueltas”. A ver si se anima a ir a unas clases de bordado ahora que comienza el invierno. Mientras, mata el tiempo con el Whatsapp: los mensajes de sus nueve nietos, las fotos del verano de Leonor y así. “Pero no me quiero meter en las redes. Por lo que se ve, ahí se miente mucho. Luego está en Instagram, que no sé lo que es pero tampoco me interesa”. El teléfono no deja de recibir alertas. Es el de su amiga, que evita cogerlo.
- Otra cosa que te tengo que contar —suelta la voluntaria, que comienza a carcajearse al compás de su amiga mientras observan el móvil.
- Ya veo que este verano ha dado para mucho... —le guiña un ojo Norma, antes de fundirse en un abrazo.
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