Este artículo se publicó hace 9 años.
Enrique de Castro, el cura de los obreros y marginados
Ya está jubilado, pero el cura rojo de Vallecas sigue siendo un referente para quienes entienden el Evangelio “como la acción social” y la Iglesia “como un foco de militancia para que la gente sea dueña de su propia historia”.
-Actualizado a
MADRID.- No deja de rebuscar algo entre sus cosas después de haber dejado en la nevera el relleno de las croquetas que ha amasado con un chorrito de brandy. “Es mi secreto”, revela. Son para la noche, para cuando la caída del sol permita cenar a sus compañeros de piso, chavales marroquíes en pleno Ramadán. De repente cae en la cuenta de lo que registraba: “Dejé de fumar hace 8 años y estaba intentado encontrar el paquete de Ducados”.
Un par de gestos que son metáfora de la vida de Enrique de Castro (Madrid, 1943). Una existencia de búsqueda insaciable de verdades entre los dogmas cristianos que le inculcaron desde muy niño, cuando estudiaba en el Colegio del Pilar con otros tantos popes capitalinos como Juan Luis Cebrián. Y de amasar con chorros de realidad una tradición religiosa que desde joven siempre puso al servicio de los que menos tenían.
Hijo de un aviador del Ministerio del Aire, a quien recuerda como el hombre honrado que le inculcó el sentido de la justicia, la educación religiosa y sus líderes de entonces, “que no eran políticos de izquierdas sino santos”, le animaron a convertirse en sacerdote. Pero los dos años de latín, griego, sotanas y vacas en la universidad de Comillas le hicieron aborrecer el seminario, “una fábrica de hacer curas” y se volvió a Madrid.
En la Universidad Complutense se licenció en Teología y Filosofía. Conoció el marxismo-cristianismo; la protesta estudiantil unida a la protesta obrera. Aprendió la marginación, la pobreza y las injusticias en los barrios chabolistas de Madrid en los que daba clase, “y escuchaba a los chavales”, exclama. “Y desperté a cosas que no había vivido. Fíjate –recuerda- que cuando yo era un niño a mí no me asustaban con el coco. A mí me decían: Duérmete que vienen los maquis”.
En 1972, llegado el aperturista Vicente Enrique y Tarancón al arzobispado de Madrid, Enrique de Castro se ordena sacerdote y pide destino en Vallecas. “Llego al final del franquismo. El barrio, en el que todavía quedan colonias del movimiento, es refugio para el sindicalismo clandestino. Los curas se dividen en tres opciones: la de los jesuitas que tiraban para el Partido Comunista; los seculares que estaban con la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT) y una tercera opción de izquierdas sin militancia, en la que me incluyo”.
La evangelización política
En ese contexto, en el año 1973, Enrique y su compañero Fernando Carracedo revolucionaron el Alto del Arenal, cerca de estadio del Rayo Vallecano, con sus misas participadas, abiertas a la gente. “Era la una de la tarde de un domingo; habíamos colocado los bancos de la iglesia en semicírculo y, en el mismo plano, el altar, que desde ese momento se convierte en mesa. Yo leí el Evangelio y después dije: Decid lo que os parezca. El silencio se masticaba. Fue un silencio sepulcral”.
Pero la reserva tardó poco en romperse, como poco tardó en correrse la voz de lo que estaba ocurriendo en la parroquia de Castro: el cambio de casullas por vaqueros, la retirada de las velas de a duro y el cestillo, la supresión de las misas de niños “porque no había que engañarles” o su confesión “porque los niños no pecan”. “En ese momento –resume– el Evangelio dejó de ser doctrina y moral para convertirse en acción social. Para convertirse en lo que es: la buena noticia de hacer que la gente coma, tenga agua o una vivienda digna”.
No lo fue tanto para las autoridades que infiltraron policías en las celebraciones, que no misas, de San Pablo. Enrique comenzó a recibir las visitas de la Brigada-Político Social en casa. En 1975, con la lectura de la homilía del obispo Alberto Iniesta contra los últimos fusilamientos del franquismo, el entonces ya conocido como cura rojo de Vallecas conoció la DGS y la prisión de Carabanchel.
“Fueron hasta once veces a buscarme. Me tuve que esconder en Arganda. Al final me entregué; me llevaron a la Dirección General de Seguridad, a ese sótano tan tétrico donde me desnudaron. Me cacheaban una y otra vez hasta la humillación. Y si eso me hicieron a mí, que era cura, que no harían a otros en la DGS. Después me llevaron al Hospital Penitenciario de Carabanchel. A los cuatro días salí con una carta escrita de puño y letra de Tarancón”.
“Con la llegada de la Transición –cuenta Enrique– se terminó una época que yo llamo la de la traducción política del Evangelio, porque es allí donde descubrimos la lucha por las libertades, por la justicia social”. La siguiente es la de la defensa de esa generación de los años 80 exterminada por la heroína y la de la lucha del cura obrero contra la persecución, la tortura e, incluso, los asesinatos de los chavales de la droga.
Las madres contra la droga
Las quejas de algunos fieles y la oposición de algún compañero de parroquia por cobijar a los yonquis del barrio le obligaron a mudarse a San Carlos Borromeo, la Iglesia Roja de Entrevías. Allí creó la Asamblea de Madres contra la droga. “Eran mujeres que no entendían lo que les estaba pasando a sus hijos, que se culpaban entre ellas o a los hijos de las otras, hasta que las reuní y les expliqué: Tenemos que estar juntos porque nos están metiendo un gol”.
Además de la labor social con los chicos, la tarea de Enrique y de San Carlos se centró en la denuncia permanente. “En el año 85, durante treinta días, estuvimos denunciando en los medios los puntos de venta de droga; pero, por encima de eso, la connivencia y la corrupción policial que llevamos hasta el Congreso de los Diputados ante la pasividad de la Justicia”. También la del ministro José Barrionuevo, que se negó a recibirlos.
Evoca con especial dolor el caso de Miguel: “Un policía que amparaba la venta de droga en un pub del pueblo de Vallecas salió a perseguir a un grupo de chavales con el coche. De copiloto llevaba a un gitano armado con un palo. Después de arrollar a uno de ellos, cuando el chico estaba en el suelo, salió y le pegó un tiro a bocajarro. Lo mató”.
Y es el único que recuerda en el que el juez ordenase reconstruir los hechos y se condenase al policía a ocho años de prisión. “Lo habitual –asegura– era lo contrario. No te puedo contar las noches que yo he pasado en comisaría, los partes médicos falsificados después de las torturas, que eran sistemáticas en todas las comisarías de España”. Y refiere unas cuantas como la de la mesa, que consistía en atar las piernas de los detenidos en una mesa con el cuerpo colgando hacia atrás. “Les metían la cabeza en agua, les quemaban con cigarrillos, les daban corrientes eléctricas en los testículos, les hacían de todo”.
La penúltima pelea: contra el arzobispado de Madrid
Desaparecida aquella generación, de la que Enrique habla en sus libros Hay que colgarlos y Dios es ateo, San Calos Borromeo se volcó en la inmigración y en buscar casas, no para dar acogida sino para compartir con chicos sin recursos como los que hoy conviven con él. La parroquia se convirtió en hervidero de movimientos sociales con las Semanas de Lucha Social, que arrancaron con una protesta en la Catedral de la Almudena, y los encierros con insumisos, okupas, etc…. en lugares emblemáticos como la Bolsa o la Mezquita de Córdoba.
Pero las cosas habían cambiado en la Iglesia con la llegada al Vaticano del “conservador e integrista Juan Pablo II. Se cargó la teología de la liberación, pactó con Reagan la eliminación de los focos de sublevación en Latinoamerica. Y en España, eso se tradujo en el relevo del nuncio y el cambio de la iglesia de base que ahora forman los kikos, los Legionarios de Cristo y el Opus Dei”.
En la Iglesia Roja se siguen comulgando rosquillas “porque comulgar con la hostia es un doble acto de fe, primero hay que creer que eso es pan”, recuerda las palabras del teólogo de la liberación Leonardo Boff. Pero la aparición de Enrique en TVE hablando de homosexualidad o aborto, defendiendo lo absurdo del celibato o la desaparición del Vaticano y la publicación de su último libro, La fe y la estafa, colman la paciencia del ultraconservador Rouco Varela, que en el año 2006 anuncia el cierre de San Carlos Borromeo.
Hoy Enrique está jubilado y ha dejado la parroquia, que la presión social consiguió salvar del arzobispado, en las manos de otro buen pastor: Javier Baeza. Él pasa los días cocinando para los chavales con los que comparte piso y amasando, con buenos chorros de realidad, una evangelización que entiende como la transmisión de buenas noticias. Entre ellas la de que “en España se ha dado un salto saludable”, asegura en referencia al 15M y a sus derivadas políticas. No obstante anima el cura activista de Vallecas: “Las parroquias tienen que ser centros abiertos para la militancia de la gente. Si alguien tiene hambre, hay que darle de comer, pero debe ser la gente la que tome las riendas de su propia historia”.
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