Este artículo se publicó hace 8 años.
El cura que mandaba en la columna Durruti
El jefe libertario acogió como protegido y ayudante durante su campaña en el frente de Aragón a Jesús Arnal, un sacerdote de Candasnos al que el jefe anarquista de ese pueblo había salvado la vida en un juicio popular y que se mantuvo hasta el final de la guerra en el núcleo de mando de su milicia
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ZARAGOZA .- “¿Qué prefieres? ¿Irte a casa o quedarte en la columna?”. Estas palabras del Buenaventura Durruti a Jesús Arnal en Bujaraloz (Zaragoza) iniciaron en el verano de 1936 una de las historias más paradójicas de la guerra civil: la del cura que, tras salvar el pellejo por aclamación de los libertarios de su pueblo –Candasnos- en un juicio popular se convirtió en protegido y hombre de confianza del líder anarquista, además de pasar a ser el responsable de la intendencia de sus tropas.
“Nadie se atrevió a decirme nada porque enseguida se había corrido la voz de que yo estaba bajo la protección de Durruti”, le confió el sacerdote al periodista y escritor Hans Magnus Enzensberger, según recoge este en su libro El corto verano de la anarquía, editado por ver primera en Frankfurt en 1972.
Arnal, fallecido en 1971, siempre rechazó dos de los apodos con los que era conocido, el de “cura rojo” y el de “secretario de Durruti”. Años después de la guerra sostenía que “nunca estuve a favor del anarquismo” e insistía en que “era sólo un escribiente en el despacho de la columna”. Sin embargo, siempre mostró su respeto por el jefe libertario: “Era un hombre justo, y si alguien dice que fue un asesino y un ladrón, es un calumniador”.
La sublevación franquista sorprendió a Arnal en Aguinaliu, un pequeño pueblo del prepirineo oscense donde llevaba unos meses como párroco. Una peripecia de varias semanas le llevó hasta Candasnos, donde, tras esconderse en la casa de su familia, fue detenido y puesto a disposición del comité de defensa local, que dirigía su amigo Timoteo Callén. Este, tras evitar que un grupo de milicianos paseara al cura, organizó el apresurado juicio público en el que fue absuelto: una asamblea vecinal frente al ayuntamiento, en cuyo balcón se encontraban él y el reo.
El jefe anarquista y miembro de Los Solidarios que paseó libre en el franquismo
Callén es un interesante personaje, tan destacado como desconocido, de la guerra civil. “En Candasnos hubo algún muerto. Una leyenda que no acaba de ser cierta dice que no hubo ninguno. En cualquier caso, nada en comparación con lo que pasó en otros pueblos; y eso fue gracias a gente como Timoteo”, explica el profesor e historiador Valeriano Labara. Su comité llegó a facilitar salvoconductos y escoltas a vecinos de derechas para que pudieran salir de la zona.
La intercesión del cura Arnal tras la guerra ayudó al anarquista a salvar la vida: “Fue el único jefe de un comité local de la CNT que pudo pasear con libertad en la España franquista”, anota el escritor José Luis Melero, que dedica al sacerdote uno de los capítulos de Los libros de la guerra, editado en 2006 por Rolde de Estudios Aragoneses.
Miembro de la FAI e integrante con Durruti y Francisco Ascaso del grupo Los Solidarios, que operó en Barcelona entre 1917 y el golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923, Callén optó por poner a Arnal bajo la protección del líder anarquista, necesitado a su vez de personal cualificado para organizar su columna: 2.000 milicianos libertarios que habían salido de Barcelona el 24 de julio con el objetivo de liberar Zaragoza -20.000 de sus 145.000 habitantes estaban afiliados a la CNT-, que en unas semanas habían crecido hasta los 4.500 y que durante meses frenaron el avance de los sublevados por los parajes semidesérticos de Los Monegros y La Hoya.
Durruti asignó a Arnal labores de intendencia, de alistamiento y de organización de la milicia, aunque también, pasadas ya unas semanas de su incorportación, otras misiones como la localización y el envío a Barcelona en vagones de tren precintados desde Sariñena de las mujeres que convivían con la columna -“el aumento de las enfermedades venéreas causaba más bajas entre sus miembros que las balas enemigas”, anota Melero- y la erradicación del frecuente saqueo de comercios en Lleida por milicianos que viajaban a la retaguardia del frente de Aragón.
Tuvo éxito en ambas, aunque el de la primera resultó efímero: “La orden se cumplió al pie de la letra, pero fue un fracaso. No habían pasado quince días cuando volvieron a aparecer mujeres en las centurias, quizás las mismas que habíamos pasaportado”, señala él mismo en Yo fui secretario de Durruti (Mira Editores, 1995), la versión revisada de su autobiografía póstuma Por qué fui secretario de Durruti, publicada en 1972 en Andorra.
Melero, por su parte, pone en duda que Jesús Arnal tuviera un papel destacado en la columna libertaria. “No creo que su trabajo fuera realmente importante y decisivo, y ese es el motivo por el que, tras la guerra, no fue represaliado”, señala. “Simplemente hizo lo que le propusieron y salvó el pellejo”, anota. No obstante, el escritor tiene claro que “no era un cura ultramontano ni fascista, aunque tampoco rojo. En ese caso, y sabiendo que no iba a encontrarse cómodo en un régimen nacionalcatólico, habría podido optar por refugiarse en Francia, Sin embargo, volvió a España en cuanto pudo”.
“No pasé de escribiente en su puesto de mando”, señala el cura en sus memorias, en las que sí apunta que alcanzó “una posición de cierto relieve gracias a mi formación, superior con mucho a la de la gente que me rodeaba”, ya que se trataba de una milicia obrera. “Vino a ser el jefe de gabinete de Durruti”, explican vecinos de la zona, que lo trataron cuando, entre 1947 y 1971, fue destinado como cura a Ballobar (Huesca).
También recuerdan sus aptitudes para el comercio, que mantenía años después de la guerra –vecinos de la zona lo vinculan con algunas actividades estraperlistas- y que ya había cultivado durante la contienda. De hecho, la columna Durruti, en cuyo centro de mando se encontraba, logró la autonomía económica con un sencillo sistema: compraban en los pueblos de Los Monegros y La Hoya al precio de mercado el cereal que revendían poco después en la zona levantina, donde cotizaba al alza por su escasez. “Los camiones regresaban con frutas y verduras y con dinero suficiente para comprar más trigo”, y otros artículos como ropa o tabaco, relató a Enzesberger.
“Me quedé anonadado, pues acababa de perder no solo a un amigo, sino también un decidido protector, único apoyo real con que contaba"
Su relación con Durruti fue breve. Se conocieron a finales de julio o primeros de agosto de 1936 y el líder libertario moría apenas tres meses y medio después en Madrid. “Me quedé anonadado, pues acababa de perder no solo a un amigo, sino también un decidido protector, único apoyo real con que contaba” en la columna, relata en sus memorias, en las que explica que no fue a su funeral en Barcelona y en las que da por buena la versión oficial del fusil naranjero que se disparó de manera accidental.
Sin embargo, los sucesores de Durruti, como Ricardo Rionda, primer comisario de la milicia tras ser militarizada como la 26 división del ejército republicano, mantuvieron su confianza en él. “Eso me convertía de hecho en el verdadero comisario”, anota, al explicar cómo este le nombró su ayudante. Algunas fuentes muestran su sorpresa ante su rápida rehabilitación en el franquismo tras haber sido hombre de confianza de los jefes de una unidad como la columna Durruti.
Tras cruzar a Francia por Catalunya fue conducido a Hendaya, pasó unos días en un campo de prisioneros en Irún y fue trasladado a Pamplona, donde en unas semanas, tras la mediación de la familia Jandín, con la que estaba emparentado, salía del campo de La Merced y quedaba limpio.
El viento se había llevado, en solo unos meses, las inquietantes palabras que le había dedicado en una de sus homilías radiofónicas nada menos que el sanguinario general golpista Queipo de Llano: “Sabemos que en la Columna Durruti hay un curita. El sabrá por qué está allí. Nosotros se lo perdonamos todo, menos que opine en asuntos de guerra”. Los sublevados sabían, cuando menos, donde estaba durante la guerra.
El obispado de Lleida lo nombraba el mismo 1939 cura de Lascuarre, un pequeño pueblo prepirenaico donde permaneció hasta julio de 1945 y donde, unas horas antes de partir hacia su nuevo destino en las localidades leridanas de Torrebesses y Sarroca, tuvo, según explica en sus memorias, un extraño encuentro sin testigos con tres maquis por el que la Guardia Civil le investigó y por el que, dos años después, la Audiencia de Guerra de Zaragoza le interrogó mediante un cuestionario remitido por correo. “Como me temía, el incidente tuvo extrañas consecuencias que me amargaron la vida durante mucho tiempo”, sostenía en sus memorias revisadas.
“Lo que hizo Durruti - explica Labara- fue protegerlo. Después, tras su muerte, el ascendiente de aquel hizo que los jefes de la columna y de la 26 división le mantuvieran el respeto”. “Tampoco fui su consejero o confidente, entre otras razones porque Durruti no era hombre que se dejara manipular ni tolerase soplones”, señala Arnal. “Me trató a distancia pero con deferencia y yo le correspondí con lealtad, pues nunca olvidé su generoso comportamiento conmigo en situaciones por demás delicadas”.
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