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MADRID.- “Aprendí los números a palos. El castigo más suave eran 25. Y mientras te azotaban te obligaban a ir contando los golpes –‘ein, zwei, drei, vier, fünf…’. Si te equivocabas volvían a empezar. Y así, a palos, es como yo aprendí a contar”. También otro número. La siniestra cifra que no ha borrado la irreductible sonrisa de este catalán de 96 años. El 43.564. El número de prisionero que Cristóbal Soriano llevó cinco años bordado en la solapa de su pijama de rayas del campo de exterminio de Mauthaussen.
Ayer se levantó, como siempre, a las ocho y media de la mañana en su casa con huerta de Pérols, un pueblecito pesquero a unos pocos kilómetros de Montpellier. Se desayunó con las viandas de Angelita, su compañera de toda la vida, pero no fregó los platos como hace cada día antes de salir a pasear. Ayer era 14 de julio, Día Nacional de Francia, y a Tófol –el diminutivo catalán que utiliza la familia- le esperaba el enésimo homenaje de su país de adopción a una trayectoria heroica que en el nuestro aún está pendiente de reconocimiento.
Recuerda su infancia en el barrio de la Barceloneta como la de “un chico de la calle”, un chaval feliz que disfrutaba jugando entre los muelles en los que hoy se levanta el Puerto Olímpico. Su padre, marino de un transatlántico, pasaba media vida transportando emigrantes a América. Así que con 12 años, Tófol dejo la escuela para contribuir al sostenimiento de una familia numerosa como aprendiz de don Arturo, un sastre de Barcelona.
“Cuando tenía 16 y estalló la Guerra Civil, mis hermanos se fueron a combatir a Franco. Jaime estaba en la División 42 del Ejercito Popular. José, Pepe, al que luego matarían en Alemania, era carabinero y lo destinaron a la parte de Valencia. ¡Y yo también quería luchar por la República! Pero era muy niño y no me dejaron hasta que comenzó a caer la resistencia y se movilizó a la quinta del Biberón, la última quinta de la guerra”.
Eran chavales nacidos entre 1919 y 1921. A Cristobal, destinado al Batallón Thaelman de la 35 División Internacional le tocó participar, entre otras, en la Batalla del Ebro, y sufrir la humillación de la retirada tras la victoria franquista. “A Jaime lo hicieron prisionero en España. Yo encontré a José en Cantallops -¡le habían hecho teniente de carabineros!- y juntos fuimos los últimos en cruzar la frontera hacia Francia”.
Lo que les esperaba era otra afrenta: la del maltrato galo en los campos de refugiados de Argeles, Saint-Cyprien y Gurs. “¡Uh –prolonga la vocal en la exclamación- eso es otra gran historia! Sufrimos mucho, pasamos hambre, dormíamos en la playa, sin barracones ni nada, custodiados por moros y negros franceses. El que tenía dinero podía comprar, y el que no lo tenía, como yo…”.
En los puntos suspensivos está la decisión que tomaron Cristobal y José de alistarse en la Legión Extranjera cuando estalló la II Guerra Mundial. “No queríamos pasar el resto de nuestra vida en el campo de detención. Y, sobre todo, teníamos que defender la República contra el fascismo”. Con la esperanza que animó a otros muchos españoles, la ilusión de que tras Hitler caería Franco, Tófol llegó hasta la frontera con Bélgica cuando la Wehrmacht comenzó la invasión. “Se me terminó la munición y no podía combatir así que, en 1940, los alemanes me hicieron prisionero”.
Su hermano José, herido de bala en un brazo, fue trasladado a un hospital. A Cristobal lo enviaron a un campo de prisioneros donde trabajaba la tierra. Un destino dichoso, con la bondadosa custodia del ejército alemán, en comparación con lo que llegaría después por decisión de las autoridades nazis en connivencia con el Gobierno colaboracionista de Vichy, que dejó de considerar a los españoles presos de guerra.
La deportación
“El 23 de noviembre de 1940 a José y a mí nos deportaron a Mauthausen. José no podía trabajar por su herida y lo enviaron a Gusen, ¡que era mucho peor! A mí me dieron mi número y me pusieron a trabajar en la cantera. Había 186 escalones. Por la mañana los bajábamos bien. Pero por la noche… Por la noche teníamos que subirlos cargados con enormes piedras para la construcción del muro del campo. Era invierno. Cuando subíamos, las SS nos daban puntapiés para que cayéramos. Y entonces caían todos los que venían detrás”.
“Muchos morían en la caída. Y los que quedaban malheridos eran asesinados con inyecciones de gasolina, duchas de agua fría o gas, o simplemente a palos”, prosigue Tófol, que pasó meses bajando y subiendo aquellos peldaños. Hasta que, en un extraordinario gesto de bravura y amor, se ofreció voluntario para que lo mandaran a Gusen para cuidar de su hermano. El gesto le sirvió de poco.
“José no podía hacer nada y después de las fiestas de Navidad se lo llevaron al castillo de Hartheim. Allí los médicos alemanes hacían experimentos para buscar nuevas formas de matar. Entonces no supe cómo murió mi hermano. Cuatro años después me enteré de que lo habían gaseado”.
A pesar de tanta crueldad, todavía hoy confiesa Cristóbal que tuvo suerte: “Conseguí un trabajo de cortador de piedra y eso me sirvió para que por las mañanas me dieran un vasito de leche y unas patatas a mediodía. Ya no me pegaban. Podía descansar; en la cantera si te parabas te mataban. Fue un español el que habló por mí y -¡voilà!- aquel trabajo me salvó la vida”.
Una vida de generosidad extrema que Tóful demostró el 5 de mayo de 1945, cuando el ejército de Estados Unidos liberó el campo de exterminio nazi. “Los kapos de las SS no eran malos, eran perversos; pero había uno, un actor de teatro al que enviaron a Mauthausen porque dijo que la política alemana era una mierda. Yo le hacia la cama y él, a cambio, me daba comida”. El 5 de mayo lo salvó de una muerte segura cuando le permitió escapar a su lado. “'¿Dónde vas?’ me preguntó; ‘¿Me puedo ir contigo?’. Y yo le contesté: ‘Me voy porque tengo miedo de que vuelvan los tuyos’ y se vino conmigo”.
Como Cristóbal, se calcula que fueron unos 9.000 los españoles que sufrieron la barbarie de los campos de extermino. Él ha sabido del destino de muchos de sus compañeros de aberración nazi gracias al libro de Carlos Hernández, Los últimos españoles de Mauthausen (Ediciones B).
Tras la liberación, la Cruz Roja trasladó a Tófol a Francia, donde tuvo que demostrar que era un deportado. En Carcassone volvió a trabajar en una sastrería y allí conoció a una joven aprendiz: Angelita, su mujer, la aragonesa con la que fundó una familia de dos hijos, cinco nietos y tres biznietos. Dice que alguna vez pensaron en volver a España, “pero en España no había libertad”. No obstante, concluye: “Con los años que he estado en Francia de mi boca nunca ha salido la frase ‘soy francés’. Yo soy catalán”.
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