Este artículo se publicó hace 9 años.
Araceli Ruíz: “Yo también fui una refugiada”
Fue uno de los 40.000 niños españoles que, entre el 1937 y 1938, fueron acogidos voluntariamente en la Europa de entreguerras. El mismo número de sirios que subasta estos días una UE rica, que “rompe el corazón” a la nonagenaria presidenta de la Asociación asturiana de Niños de la Guerra.
-Actualizado a
“Se me ha quedado grabada en la cabeza la imagen ese niño al que las olas llevaron a una playa. Porque los niños nunca han empezado una guerra y son los que más la sufren. Lo que pasa… no lo entiendo. Me rompe el corazón”. Porque la historia de Araceli Ruíz Toribios (Palencia, 1924) pudo ser una historia como la de Aylan. Salvo que ella sólo encontró una valla en su huida de la guerra y el terror: el buque fascista que, en 1937, a cañazos, trató de evitar que 1.100 niños zarparan rumbo a la URSS.
“Cada vez que lo recuerdo me entran escalofríos”, se estremece Araceli cuando se dispone a compartir un relato que tiene cincelado en la mente: “No se me va; ha sido una vida a veces tan difícil”. Es casi el guión de una película que arranca y finaliza en Gijón, pero que transita entre la Unión Soviética de la II Guerra Mundial y la Cuba de la Revolución o la crisis de los misiles.
Escucha la entrevista a Araceli Ruíz:
“Mi padre quedó en la cárcel. Mi madre, madre de seis hijas, se moría de pena cuando las bombas comenzaron a caer sobre Gijón. Ella quería darnos una vida mejor y, cuando se enteró de que la URSS iba a acoger a 3.000 niños españoles, no lo dudó y nos apuntó”.
La primera escena de la película de Araceli es una nave cercana al puerto de El Musel donde las diputaciones de León y Asturias refugiaron a centenares de niños a la espera de que su barco pudiera partir. Entre esos críos: Águeda, Conchita, Araceli y Angelines, cuatro de las seis hermanas Ruíz. “Te puedes imaginar lo que era aquello; todos los niños llorando. La mayoría eran hijos de mineros. Y así estuvimos varios días esperando porque el Cervera, el crucero de Franco anclado frente al puerto, amenazaba con hundirnos”.
Con las luces apagadas, a las 11 de la noche del 23 de septiembre del 37, hacinada en la bodega de un carguero de carbón, partió Araceli en una travesía de diez días, con escalas en Francia y el Reino Unido, y destino feliz en Leningrado. Se sonríe Araceli cuando invoca el recibimiento: “Aquí éramos hijos bastardos de republicanos. Allá, San Petersburgo se volcó en recibirnos con pancartas que decían ‘bienvenidos los hijos del heroico pueblo español”.
“Igualito que ahora en Hungría o Macedonia” ironiza cuando recuerda el cariño, la amabilidad y las condiciones con las que fueron acogidos los 3.000 españolitos que iban a pasar unos meses a la Unión Soviética y se quedaron, como en el caso de Araceli, más de 40 años.
“En Leningrado había nueve casas para niños. Yo dormía en la número 4. Todo estaba limpísimo. Comíamos a su debido tiempo. Estudiábamos con maestros españoles y un poco de ruso. Fíjate lo que hizo la Unión Soviética que, como nos faltaban manuales de estudio, mandó que tradujeran libros para nosotros. Igualito que ahora”, repite.
Entre la escuela, juegos de trineos, visitas al teatro y muchas lágrimas contagiosas de morriña, discurrieron infancia y adolescencia de la palentina, interrumpidas de nuevo por otra guerra: “¡Parecía que los conflictos nos persiguieran y el que se avecinaba era mucho peor!”, exclama.
La invasión de la Unión Soviética por parte de la Alemania nazi en 1941 supuso un nuevo adiós y otro largo éxodo para Araceli. “Yo quería seguir estudiando y me llevaron a Odesa donde me separaron de mis hermanas. Pero el mismo día que empezó la II Guerra Mundial en la URSS, Odesa fue bombardeada y nos volvieron a evacuar”.
Navegó por los mares Negro y Caspio, atravesó el desierto de Asia Central hasta Samarcanda, casi en la frontera con Afganistán. La niña tuvo que aprender otro idioma, el uzbeko. Pasó hambre. Trabajó duro en los campos de algodón y como mano de obra bélica. “A los niños de la guerra nos metieron en una fábrica de construcción de aviones. Con 17 años me dedicaba a soldar los esqueletos hasta que una compañera se quemó y nos pusieron de torneras”.
Cuatro años de penurias que finalizaron cuando, el 9 de mayo de 1945 –no olvida una fecha- las autoridades decidieron volver a reunir a los españoles evacuados. Araceli se reencontró con sus hermanas en Moscú; retomó los estudios que la convirtieron en ingeniero economista de ferrocarril y en funcionaria del Ministerio de Finanzas ruso. Y en Moscú se enamoró.
“Yo me quería casar con un español, fuera feo o guapo, porque yo aún tenía la idea de regresar a España y pensaba ‘si me caso con un ruso, me quedó aquí’. Al final me casé con el hijo de un minero de Sama de Langreo: Laureano Fernández, que además era muy guapo”, se ríe.
Y debería decirse aquí que la pareja comió perdices en la capital de la URSS, pero el nomadismo persiguió a Araceli hasta su jubilación. Con el estallido de la revolución cubana y el desembarco del ejército ruso en la isla, la Unión Soviética necesitaba de traductores. Y allá fue la familia Fernández; a la localidad cubana de Pinar del Rio donde Araceli se encargó de traducir las comunicaciones de los tanquistas.
“Cuando en el 62 estalló la crisis de los misiles, conocí al Che. El Comandante había bajado de la sierra. Era un hombre fuera de serie: inteligente, humano, caritativo… ¡Y además era guapísimo!” Cuenta Araceli que cuando se encontraron, Ernesto Che Guevara se interesó por la historia de los Niños de la Guerra. “Me preguntó por mis padres. Yo le conté que llevaba casi treinta años sin verlos, que no sabía nada de ellos. Y él me contestó: ‘Pero si Cuba no ha roto relaciones con España’. Al cabo de una semana mis padres estaban en La Habana”.
Araceli estaba embarazada de su segundo hijo cuando volvió a ver a sus padres en el aeropuerto José Martí. “Mi padre tenía 76 años, mi madre 71. Y yo al verlos bajar por la escalerilla del avión, sólo lloraba. Había pasado tanto tiempo”. Con ellos estuvo cuatro meses y otros cuatro años en La Habana. Después regresó a la capital rusa donde se colocó en Radio Moscú, hasta su jubilación.
“Mi marido yo volvimos en el 69 a España, de vacaciones. Pero la policía franquista no nos dejaba en paz. Nos interrogaban sobre nuestro pasado en Rusia y en Cuba. Así que hicimos cruz y ralla y decidimos que hasta que no muriese Franco no volveríamos a España”. Con la mala suerte de que el marido de Araceli falleció sólo dos meses antes de que lo hiciese el dictador. No pudo ver Laureano su deseo cumplido. Y la palentina regresó sola a su Gijón de adopción.
Hoy es toda una institución en Asturias: presidenta de la Asociación Niños de la Guerra. De los 1.100 que aquel 23 de septiembre de 1937 partieron de Gijón, hoy apenas quedan treinta. Pero en unos días volverán a reunirse en el monumento que se levantó cerca de El Musel desde el que zarpó aquel buque carguero rumbo a Leningrado. “Porque como dijo Julio Cesar –exclama Araceli- la unión hace la fuerza. Y tenemos que estar unidos, también en la solidaridad con quienes hoy necesitan a un país de emigrantes y exiliados como lo fui yo”.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.