Todos los pueblos tienden a creerse el centro de la tierra. Sin embargo, los ecuatorianos tienen más razón que los demás, aunque sea en el plano poético: a su país le da nombre la frontera que divide el mundo en dos hemisferios irreconciliables. La línea divisoria que separa las etimologías del sur del etnocentrismo del norte, que da lugar a las teorías de la dependencia entre ricos y pobres, entre los de arriba y los de abajo (clasificación que, a nivel mundial, a menudo coincide geográficamente con la línea ecuatorial).
El pasado sábado el centro de la tierra se echó a temblar, escogiendo injustamente las provincias empobrecidas de la costa ecuatoriana: Manabí, Esmeraldas, Los Ríos, Santa Elena, Guayas y Santo Domingo de los Tsáchilas. Lugares habitados por hombres y mujeres del pueblo, “carne de lucha y de lágrimas”, como dice una canción de esas latitudes. Hombres y mujeres que tienen la vieja costumbre de morir temprano, niños y niñas que no son sólo carne de lucha y lágrimas, sino también carne de cañón. Aspirantes privilegiados a todo lo peor.
Esos niños a los que se les ve el futuro escrito en la frente. Niños que esperan, como si tuvieran toda la vida para esperar, despegarse un día de la pobreza que sobresale de sus casas construidas con caña de guadúa, donde pueden llegar a vivir familias de hasta doce miembros. Casas que parecen la expresión física de la vulnerabilidad de quienes las habitan.
Manabí significa “tierra sin agua” y sin embargo un par de semanas antes del terrorífico seísmo los cultivos de cacao y maíz de la costa ecuatoriana quedaron anegados por unas fuertes inundaciones. Así que los manabitas perdieron primero sus cosechas, y luego lo perdieron todo. Tendrán que aplicar ahora “la filosofía del pobre”: “el hoy se vive, el mañana se espera”. Y lo que pueden esperar, tras ver sus vidas reducidas a un montón de desperdicios, es la solidaridad de los pueblos.
Una pequeña asociación española está tratando de canalizar esa solidaridad, intentando “ganarle la carrera al presente”, como dice su presidente, Luis Padilla. Organizando la ayuda de emergencia a toda prisa, desde el barrio madrileño de Carabanchel, con pocos recursos pero con la experiencia de toda una vida en Ecuador y Guatemala trabajando por el empoderamiento y la emancipación de las mujeres. Esas mujeres que siempre llevan el peso de la casa sobre sus hombros, y que ahora se cargarán también la tarea de reconstruir los pedazos de su dura existencia.
El pasado sábado el centro de la tierra se echó a temblar, y el resultado son las carreteras abiertas en canal, como frutas partidas a la mitad. Las fotos, que realmente podrían pertenecer a cualquier película apocalíptica, me hicieron pensar en cambio en esa escena de Tiempo de los Gitanos en la que el hijo, amenazado por las mafias, pide dinero a su madre y, al no acceder ella a dárselo, eleva la casa familiar tirando de un cable de luz con su coche. Las paredes de la casa se desprenden y, junto al tejado, quedan suspendidas de la torre eléctrica, esperando a que la madre ceda a la extorsión.
La casa de la escena de Kusturica parece una casa de papel. Se queda colgando del cielo mientras la tormenta les cae encima a la abuela y sus nietos, que miran resignados sus muebles, la vajilla rota y la ropa que se vuela por el vendaval, sin ningún techo bajo el que guarecerse.
Es una casa enclenque, como la casa de los pobres de todo el mundo, a los que hemos visto sufrir las mismas sacudidas en Nepal, en Haití o en cualquier poblado gitano del Este de Europa. Los que construyen sus hogares con unos cuantos ladrillos, con un trozo de hormigón aprovechado de otro edificio, hojalata para el techo, cartones publicitarios para sellar las rendijas y trozos de chapa para tapar goteras. Son los habitantes de las barriadas, de los slums, de las villas, de los cerros. Los que construyen sus casas con escombros, como intuyendo el fátum secreto que esconden esas infraviviendas: escombros eres, en escombros te convertirás.
Por eso sus chabolas son las primeras en desmoronarse cuando tiemblan las entrañas de la tierra. Se vuelan como papel de liar. Y las vidas de los pobres quedan al descubierto, a la intemperie, como en la imagen surrealista de la película de Kusturica. No ha de extrañarnos entonces que pidan explicaciones al cielo: es lo único que queda sobre sus cabezas.
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