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¿Que la mayoría de los votantes colombianos se pronuncian contra el acuerdo de paz con las FARC? No saben lo que les conviene. ¿Que la mayoría de los votantes británicos piden la salida del Reino Unido de la Unión Europea? Han metido la pata. ¿Que la mayoría de los votantes norteamericanos colocan a Donald Trump en la Casa Blanca? Son unos analfabetos políticos. ¿Que los franceses hacen que Marine Le Pen llegue a la segunda vuelta de las próximas elecciones presidenciales, incluso que acceda al Elíseo? Están locos estos franceses. ¿Que si hay los terceros comicios en menos de un año y el PP consigue una mayoría amplia suficiente para gobernar? Los españoles hemos perdido la memoria.
Que quede claro: ojalá que los referendos de Colombia y el Reino Unido hubiesen tenido el resultado contrario, que Trump no fuese elegido ni para dirigir el tráfico frente a una escuela de su barrio, que el Frente Nacional se convirtiese en el Frente Marginal y que Rajoy volviese a su plaza de registrador de la propiedad en Santa Pola. Pero el problema es más complejo: ¿hasta qué punto resulta aceptable, asumible y respetable la libre expresión de la voluntad popular cuando contradice lo que podría denominarse el canon del pensamiento mayoritario fuera del escenario físico o ideológico concreto en el que se ejerce el voto?
Mal que nos pese en ocasiones, la respuesta no puede ser otra que tragarse el sapo, tirar para adelante y trabajar para que, sin violar las reglas democráticas, se pueda rectificar en el futuro. O, poniendo la venda incluso antes de la herida, aplicar la idea de que, en determinadas circunstancias, es más “razonable” la decisión que adopten unos pocos que la que surja de convocar a la mayoría, la tesis que se ha impuesto en la crisis interna del PSOE y ha fulminado a su secretario general.
"No tiene sentido atacar a los partidarios del no al Brexit por haber manipulado supuestamente los datos estadísticos para falsear el impacto económico y social de abandonar la UE"
Si se fuera consecuente con la convicción de que la fórmula “un hombre, un voto” ejemplifica el menos malo de los sistemas políticos posibles, resultaría contradictorio discutir la “legitimidad moral” de los resultados cuando no coincidan con nuestra visión concreta. A toro pasado, no tiene sentido atacar a los partidarios del no al Brexit por haber manipulado supuestamente los datos estadísticos para falsear el impacto económico y social de abandonar la UE. Lo hecho, hecho está. Y tampoco conduce a ninguna parte, más allá de intentar negociar una ruptura lo menos dolorosa posible, fustigar a Theresa May y calificarla de xenófoba por oponerse a la libertad de circulación de las personas cuando el freno a la presión migratoria y el costo de los beneficios sociales de que disfrutan los extranjeros han sido claves en el resultado de la consulta, que ella se ha comprometido a aplicar en letra y en espíritu. Otra cosa, por supuesto, es que en la negociación se busque mitigar los efectos más devastadores de la ruptura o que se acepte la descabellada pretensión de la primera ministra de de conservar las ventajas del mercado único sin asumir las contraprestaciones. Lo menos que cabe esperar de quien defendió el Brimain pero se comprometió a aplicar el resultado del referéndum es que sea consecuente con su afirmación de que “Brexit es Brexit?
El caso de Colombia es aún más complejo porque el no al acuerdo de paz entre el Gobierno de Santos y las FARC ha sido recibido, incluso por la propia guerrilla, no como una ruptura definitiva, sino más bien como un tropiezo en el camino de un proceso que aún tiene remedio y que solo puede conducir a un desenlace: la paz definitiva. La incongruencia, si acaso, puede llegar si el compromiso suscrito tras cuatro años de laboriosa negociación en La Habana se ve sustituido —ojalá más pronto que tarde— por otro texto que cuando menos corrija la relativa impunidad otorgada a los rebeldes, y que tenga entre sus padrinos incluso al ex presidente Álvaro Uribe, el gran impulsor del no.
¿Qué pasará entonces? ¿Se volverá a someter a las urnas? ¿Y si vuelve a ser rechazado?
En cuanto al futuro de Donald Trump —aún en el alero pese al chaparrón de barbaridades—, el espanto casi unánime que causa fuera de Estados Unidos la posibilidad de verle en la Casa Blanca no se corresponde en igual medida con lo que ocurre en su propio país. Las encuestas aún no le dan fuera de combate, como reflejo tanto de la antipatía que suscita su rival Hillary Clinton —que lo tendría más que crudo con otro oponente— como del amplio estrato social —ultraconservador, pero no solo— que, por paradójico que pueda parecer, ve en el magnate inmobiliario y de casinos la respuesta a la decadencia del imperio, la competencia para su economía de otros mercados y las amenazas de la inmigración masiva para los puestos de trabajo de los norteamericanos. Respecto a los disparates a los que su ignorancia y su carácter pudiesen conducirle si conquista la presidencia, hay serios motivos para la alarma, pero esa es otra historia, y sostener que los votantes se equivocan resultaría tan contradictorio como inútil.
"Si finalmente son los ciudadanos los que deciden, no sería de extrañar que el resultado condujese a un nuevo 'error' de la democracia"
El “error”, si acaso, podría estar a veces en la forma en la que determinadas cuestiones o leyes polémicas son aprobadas, es decir, si es “razonable” someterlas al voto directo de los ciudadanos. Y no solo en el caso del Brexit, donde la consulta se produjo por una promesa electoral de David Cameron que terminó costándole su carrera política, sino sobre todo en el del acuerdo de paz en Colombia, que podría haberse llevado tan solo al Parlamento, con el sí garantizado y sin que nadie se hubiese rasgado los vestiduras. Ahora mismo, en Australia, ésta es una cuestión central, ya que el Gobierno pretende someter a referéndum la aprobación del matrimonio homosexual, mientras que los colectivos LGTB, conscientes de la extensión de la homofobia, exigen que baste con someterla a la aprobación parlamentaria. Si finalmente son los ciudadanos los que deciden, no sería de extrañar que el resultado condujese a un nuevo “error” de la democracia.
La relación de todos las “equivocaciones” de los votantes sería interminable, pero conviene referirse a algunas que se han corregido, con resultado catastrófico. Un ejemplo de libro es el de Argelia, donde el triunfo del Frente Islámico de Salvación en las municipales de 1990 y en la primea vuelta de las legislativas de 1991 provocó la reacción brutal del régimen, que anuló la segunda ronda electoral, ilegalizó el FIS y detuvo a sus dirigentes. Resultado: una guerra civil que se cobró más de 200.000 vidas.
"No hay ninguna prueba de que un puñado de políticos y militares en despachos y cuarteles sepan mejor lo que conviene a su pueblo que este mismo"
Igualmente revelador es el caso de Palestina, donde Hamás ganó limpiamente los comicios de 2006 pero fue despojado a la fuerza del triunfo y conservó a duras penas tan solo el control de Gaza. Y, al otro lado de la frontera oeste de la franja, ocurrió algo parecido en Egipto, donde la esperanzadora revolución de Tahrir, que derribó a Mubarak y debía democratizar el país, condujo al triunfo de los Hermanos Musulmanes, colocó a Mohamed Mursi de presidente y provocó una contrarrevolución que terminó con el partido islamista fuera de la ley, sus principales dirigentes condenados a muerte o elevadas penas de presión, y la dictadura restaurada aunque con otra cara, la del mariscal Al Sissi.
En todos estos casos, los votantes “se equivocaron” y unos “salvadores de la patria” corrigieron drásticamente el rumbo para construir un régimen a su medida, con el argumento de que los ganadores en las urnas querían utilizar el ejercicio de la democracia precisamente para suprimirla. ¿Derribar la democracia para preservar la democracia? Una paradoja clásica del argumentario de muchas dictaduras.
El Magreb y Oriente Próximo no son Europa o Estados Unidos, ni siquiera Colombia. Sin embargo, salvando las distancias —que son enormes— lo que allí ha ocurrido ilustra los peligros de despreciar lo que deciden los votantes con el argumento de que no saben lo que hacen. No hay ninguna prueba de que un puñado de políticos y militares en despachos y cuarteles sepan mejor lo que conviene a su pueblo que este mismo.
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