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Guerra Rusia - Ucrania La pequeña Járkov que se refugia en el metro: "No huimos, queremos ser útiles para los que se quedan"

Más de 200 personas pasan cada día en el suburbano de la segunda ciudad más grande de Ucrania. Es el lugar más seguro ante los bombardeos y el cerco de una parte de su periferia. "Los que estamos aquí es porque no queremos o no podemos irnos", aseguran.

la vida en el Metro de J´rkov
Una familia en el Metro de Járkov. Jairo Vargas

La familia de Olena se sienta a ver la televisión como suelen hacer cada
noche. En semicírculo, con su gato británico de pelo corto en el regazo, con
cuidado Pomerania husmeando entre los calcetines. Pero no están en el
salón de su casa, por mucho que evoquen la rutina familiar del final del día.
"En realidad este es nuestro salón actualmente. Llevamos viviendo aquí
desde hace 25 días. Mañana y noche"
, explica la mujer mientras trata de
calmar al perro. Son nueve en total. Sus padres, sus tres hermanas, dos
cuñados y una tía que ven pasar en total silencio las escenas de una serie
hasta que el sueño les vaya cerrando los ojos y se metan dentro de sus
sacos de dormir, ya dispuestos sobre los asientos.

Su estancia es un vagón del metro de Járkov, a unas pocas decenas de
kilómetros de la frontera entre la invasora Rusia y la invadida Ucrania. 25
metros por encima, el ruido de las explosiones reverbera en las calles
. Y, a
menudo, es algo más que un rumor lejano. Se acerca y se acerca hasta que
estallan en mil pedazos los cristales de las casas, se vienen abajo los muros
de soviético ladrillo y se levantan en el cielo grandes columnas de humo
negro.

La guerra en la segunda ciudad de Ucrania está a la vuelta de la esquina. Y
lleva siendo así desde el inicio de la operación militar de Vladímir Putin,
aunque Járkov ha logrado resistir por el momento varias embestidas de las
tropas rusas en su periferia. Sin embargo, la artillería cae aleatoriamente
sobre los edificios, casi cada día.

En el centro de la ciudad, su imponente ayuntamiento sigue en pie, pero
deshecho por dentro. Las excavadoras y los bomberos siguen sacando
escombros
de su interior más de una semana después de que la aviación
descargara varios obuses sobre la plaza principal. Uno de ellos, clavado sin
detonar en el firme, luce ahora como una estatua donde las pocas personas
que se la topan sacan el teléfono y se inmortalizan junto a lo que fue
concebido para quitarles la vida.

Ya han muerto 266 civiles en Járkov desde que empezaron los combates,
entre ellos 14 niños, según ha revelado este domingo la Policía. Por eso
Olena, su familia y otros tantos como ellos decidieron mudarse con cuatro
cosas al lugar más seguro dentro de la propia ciudad, su subsuelo. Bajo
tierra hay electricidad, internet de hasta cuatro compañías telefónicas,
baños y una pequeña fuente improvisada desde el alcantarillado en la que
se van rellenando botellas las 24 horas del día para, después, hervirla en
varias teteras. La calefacción hace confortable las enormes estancias
mientras en el exterior el termómetro no sube de los diez grados bajo cero
por las noches.

El metro es ahora un santuario para muchas de las cientos de miles de
personas que aún no han escapado de la ciudad, de casi un millón y medio
de habitantes antes de la invasión. "Aquí ya solo queda la gente que no
quiere o que no puede irse porque está enferma o es mayor", resume Greg
Korop, de 43 años, embozado en un pañuelo palestino rojo de cuadros
negros.

Es uno de los voluntarios que trabaja para organizar la convivencia en la
estación de la Constitución, la más grande de la red de metro de Járkov. Da
cobijo a más de 200 personas que se desparraman en colchones, mantas,
cartones y tiendas de campaña por los andenes. A los costados de los
pasillos se ven carritos de bebés y montones de cojines donde algunos
niños brincan despreocupados. Unos metros más adelante, una anciana da
de beber a su marido, acostado en el suelo, junto a su silla de ruedas
. No
puede caminar, dice la mujer con gestos. Por eso no pueden irse, añade
entre aspavientos, antes de sentarse a su lado y seguir salmodiando las
líneas escritas a mano de un cuaderno de oraciones.

Los que más tiempo llevan han convertido los convoyes en pequeños
apartamentos. Los asideros son ahora percheros, completos armarios en
algunos casos, y las repisas de las ventanas hacen de estantes donde se
apilan tazas, peluches, frascos de perfume o pequeñas hogazas de pan.

"Lo peor fueron los primeros días. Había muchísima más gente y nada de
organización"
, prosigue Greg. "Nos faltó comida, no teníamos agua... Ha
sido muy difícil hacer esto habitable", reconoce. El mayor problema fueron
los medicamentos, "sobre todo los específicos, porque aquí se ha quedado
mucha gente con enfermedades crónicas", asegura. Ahora han logrado
resolver la situación, explica Sergei, de 35 años, un ingeniero de obras que
aquí se ocupa de reparar el cableado y de conseguir los medicamentos de
toda la gente que anota lo que necesita en una interminable tabla de Excel.
Han construido, aseguran, la estación de metro mejor organizada de Járkov,
pero aun así los días son largos y repetitivos. "A veces salgo unos minutos
para que me dé el sol, pero en seguida vuelvo aquí abajo"
, comenta el joven
ingeniero. Mata el rato jugando al póker con sus amigos, algunos de hace
tiempo y otros, conocidos en estas vías, "pero ya son cercanos a la fuerza",
apostilla. Tenía un billete para irse de la ciudad dos días después de que
Putin lanzara su ofensiva. "Pero al final lo reconsideré. Quiero ser útil aquí,
aunque no sea capaz de combatir". Dice que si los rusos toman la ciudad
intentará escapar. "Pero no fuera de Ucrania. Quiero quedarme en mi país",
insiste. No tiene plan de huida, reconoce. "Es imposible hacer una previsión.
Si la ciudad cae y no puedo salir me quedaré aquí. Quizás sea útil en la
resistencia", dice.

Junto a un microondas y una pequeña nevera en el principal pasillo de la
estación, Allá Plis, una mujer menuda, casi en la cincuentena, muestra
orgullosa "la primera exposición de arte en un metro de Járkov"
. Son dibujos
con los que intentaron calmar a los niños de la estación durante los
primeros días de algo incomprensible para ellos. "Las primeras medallas al
valor de esta guerra han sido para estos niños", asegura la mujer, que
enseña el pin de la empresa del suburbano que le entregaron a cada uno.
De los garabatos que han pintado se escapa ya ese regusto a guerra y
patriotismo que ha envuelto Ucrania en los últimos ocho años. "Es normal,
algunos de sus padres están ahora mismo combatiendo aquí al lado. Hay
bebés recién nacidos que han pasado aquí su primera semana de vida",
destaca Allá.

El gato de la familia de Olena.
El gato de la familia de Olena. Jairo Vargas

Es periodista, y con su hijo Vlad, camarógrafo de 22 años, ha documentado
la construcción de esta ciudad paralela desde el primer día. Pero al final es
casi siempre igual. "Todas las mañanas me despierto, subo las escaleras,
recojo la comida que traen los voluntarios, ordeno la ropa y friego los
andenes y los baños", explica el joven.

La madre habla y habla, su hijo traduce sus palabras serenas que solo se
quiebran cuando se le pregunta por qué no ha huido a un lugar más seguro
todavía. "Lo hemos pensado, pero no queremos. Esta es nuestra ciudad,
aquí está nuestra vida, nuestros amigos que están luchando como
voluntarios
, nuestras mascotas. No queremos dejar esto atrás, nos
mantendremos firmes hasta el final", asegura.

En las vías, con la locomotora de telón, el voluntario Greg y dos amigos
aprovechan el punto ciego de las cámaras de seguridad para fumarse un
cigarrillo. Lo apura rápido porque tiene prisa. "Soy de los pocos que
mantiene el trabajo. Hay que seguir viviendo como sea", dice. Es asesor en
inversiones y trabaja para compañías canadienses y de Estados Unidos. "Con un
portátil y conexión hoy puedes trabajar desde donde sea, hasta en medio de
una guerra", asegura.

Todos tienen miedo, dicen. Aunque hacen como si no. Quizás las capas de
tierra que les protegen de las bombas forman una burbuja de seguridad que
les permite olvidar la destrucción del exterior. Pero nadie se atreve a
especular con el tiempo que su Ejército pueda resistir. "Necesitamos más
armas y agradecemos a los países europeos lo que están haciendo".
Gregg,
pacifista convencido, quiere dejar claro que ellos no empezaron la guerra y
que ahora toca defenderse. Les gustaría que las tropas de la OTAN les
echaran una mano, pero todos entienden los riesgos que eso implica. "Putin
está completamente loco y tiene armas nucleares. La decisión de la OTAN
es entendible, pero Putin va a seguir estando ahí", advierte Sergey. De
camino a su vagón, antes de despedirse, hace un alto que para su
agradecimiento llegue a los ciudadanos de la Unión Europea. "Sin vuestra
ayuda esto no sería posible. No estaríamos aquí hoy. No son solo armas, son
medicinas y material que nos llega. Son las donaciones de personas
particulares de muchos países las que hace que aquí haya comida cada
día", explica.

Poco a poco, el murmullo constante deja de recorrer los pasillos. En la
estación se hace un silencio casi total y una pareja de treintañeros se
abraza mirando hacia las bombillas que se adentran en el interior del túnel.
"Un largo túnel, pero todos se acaban tarde o temprano", dice la chica.

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