MOSCÚ
Daniel Utrilla lleva más de 17 años viviendo en Moscú. La mayoría de ellos los pasó como corresponsal de ‘El Mundo’. Al cerrar esa etapa, escribió A Moscú sin Kaláshnikov (Libros del K.O.), un libro que sirve para dos cosas: aprender mucho sobre Rusia y dejar de tenerle miedo.
Quedamos en un café de Moscú, y me lo encuentro leyendo. Luego me contará que fue la literatura de Tolstói, esa "Rusia imaginaria", la que, en buena parte, le atrajo y le agarró a este país. Pedimos un café y la conversación se alarga. Fuera hace frío.
Primera y obligada pregunta: ¿cómo ven los rusos lo que está pasando en Catalunya?
Están sorprendidísimos cuando ven por televisión las imágenes de las manifestaciones masivas en Barcelona que -al menos en lo que se refiere a la puesta en escena y al furor nacionalista- les recuerdan a las de la revolución naranja en Ucrania. Si hay un lugar que los rusos consideran el Paraíso en la Tierra es la Costa Brava y Barcelona. Una amiga rusa que tiene una nieta en Barcelona -y que estos días anda muy preocupada por ella- me decía el otro día: “¿Pero qué les falta?”. A los rusos, que están curados de espanto de revoluciones, inestabilidad y separatismo, les desorienta que pase esto en España, un rincón del planeta donde les encantaría vivir.
Ahora entrando en la revolución de 1917: en los días que he pasado en Moscú me ha dado la sensación que el gobierno no daba casi relevancia al centenario. ¿Por qué?
He leído en algunos periódicos que el ejemplo de la revolución no les interesa, y que se intentan desmarcar por el riesgo de alentar otra revuelta similar. Y yo me pregunto: ¿a qué gobierno de qué país del mundo le interesa una revolución? Una revolución es sangrienta, trastoca el orden social, político, económico, moral… Es lógico que no se celebre más el 7 de noviembre –hasta 1991 fue la mayor fiesta nacional- ya que la Rusia de hoy es descaradamente poscomunista. Cuando mis amigos vienen a Moscú y me dicen que les interesa el tema soviético, que les enseñe ‘cosas comunistas’, les digo que han venido al país equivocado, y les compro un billete de metro para que vean los mosaicos de Lenin. En cualquier caso, los rusos mantienen una memoria histórica bastante menos histérica que, por ejemplo, España.
¿Hay algún perfil de los nostálgicos de la URSS?
Hay nostálgicos “reales” y nostálgicos “de prestado”. Los “reales” son aquellos que vivieron la época soviética. Sienten nostalgia por una sencilla razón: vivían mejor, material y espiritualmente. Se trata de una generación para la que la caída de la URSS vino acompañada de un deterioro económico brutal, y que fue incapaz de adaptarse al nuevo y acelerado tren de vida. El desastre que se produjo en 1991 tuvo efectos económicos equiparables a los de una guerra, con una inflación desatada, desabastecimiento, desorientación psicológica tras una vida imbuidos en el credo comunista, pérdida de liderazgo del país... La gente a la que le tocó vivir esa quiebra ve con nostalgia una época en la que vivían humildemente, pero tenían muy claro cuál era su posición social y cómo iban a acabar sus días. En su día le pregunté a Vladimir Lukin, que en ese momento era el Defensor del Pueblo, por qué en España no había nostálgicos del franquismo como los hay en Rusia de la URSS, esos que salen cada año con sus banderas rojas, mostrando su orgullo y admiración por aquel régimen. Su respuesta me aclaró mucho las ideas: me dijo que por una mera cuestión económica, de bolsillo. Cuando murió Franco la gente siguió viviendo igual o mejor, pero aquí la transición salvaje al capitalismo vino acompañada de un batacazo absoluto. La gente tenía poco y lo perdió todo.
Por otro lado, tenemos a los nostálgicos “de prestado”, que serían los que no han vivido la época soviética o la experimentaron de pequeños. Los recuerdos de la infancia ejercen una seducción especial sobre todos nosotros. Tengo amigos rusos en los que detecto esa fascinación por el refresco que bebían de pequeños, las máquinas expendedoras soviéticas, determinados juguetes… Otra cuestión es el deporte. Muchos sienten añoranza por la época de la “máquina roja”, como se llamaba a la selección soviética de hockey sobre hielo. Todo ello está relacionado con la hegemonía imperial que se hundió junto a la URSS, el sentimiento de pertenecer a una superpotencia. Más que del comunismo en sí -la gente no quiere volver a vivir con aquellas estrecheces- muchos rusos se quedarían con la parte del Imperio, esa época de preeminencia en todos los aspectos, tanto deportivos, como geopolíticos, cósmicos, militares… Esa sensación de que su país le trataba de tú a tú a Estados Unidos y que, de alguna forma, vuelven a revivir parcialmente de la mano de Putin.
¿Crees que uno de los efectos del comunismo era -por ejemplo- que la gente apreciara más la literatura, precisamente a causa de la escasez de libros?
La literatura te permite vivir otras vidas, y en la URSS, que era una burbuja completamente hermética e impermeable al ocio occidental, la literatura se convirtió en una forma de escapismo mental. El pueblo ruso siempre ha sido muy inquieto intelectualmente. En un mundo tan cerrado como aquel la cultura era un ‘deporte’ de masas. Era una sociedad más gris que la occidental en todos los sentidos, y creo que la literatura ejercía de válvula de escape. Todos los soviéticos habían leído a Lope de Vega o a Garcilaso y, por supuesto, El Quijote. Por otra parte, ese hermetismo sin las distracciones de Occidente favoreció el desarrollo de talentos. El cine de efectos especiales, como La Guerra de las Galaxias o E.T. que sacudió a los niños de mi generación, llegó tarde y de golpe a Rusia. En este sentido, Garry Kaspárov cuenta en un libro suyo una anécdota muy curiosa. Resulta que de adolescente fue a Roma a un torneo de ajedrez y en lugar de ir al Vaticano se metió en un cine a ver El imperio contraataca. Sabía que cuando volviera a Moscú no tendría esa oportunidad. Kaspárov hace en este sentido una reflexión muy interesante, al afirmar que, seguramente, su talento como ajedrecista no se habría desarrollado al mismo potencial en otro tipo de sociedad. Un niño soviético de los años 80 no tenía muchas distracciones: él llegaba del colegio y le estaba esperando el entrenador y su madre, y se ponían a jugar al ajedrez.
¿Cómo cerró Putin los debates sobre enterrar la momia de Lenin o retirar los símbolos?
No tocando el tema. Su predecesor, Boris Yeltsin, asumió el papel de verdugo de la URSS y adalid del anticomunismo, abrazando a Occidente con todas sus consecuencias. Dentro de ese relato se esforzó por sacar la momia de Lenin del mausoleo de la Plaza Roja. Hubo debates muy acalorados en la Duma de los años 90, donde el Partido Comunista tenía suficiente peso para paralizar esta iniciativa. La tensión entre “momia sí” o “momia no” se trasladaba a la sociedad. Putin adormeció ese debate. En una entrevista con corresponsales españoles, nos dijo que la sociedad rusa todavía no estaba preparada para dar ese paso. Para las personas de más de 40 años, educadas y formadas en el sistema comunista, la ideología y Lenin son una cuestión sentimental, y atizar ese debate solo serviría para dividir a la sociedad. Cuando llegué a Moscú hace 17 años, cada 7 de noviembre cerraban las calles céntricas de la ciudad para que discurriera una manifestación de nostálgicos. Sin embargo, a partir del año 2008 dejaron de hacerlo, y la comitiva, cuyos integrantes iban menguando, realizó un recorrido más corto y sin cortar el tráfico. A medida que la generación nostálgica va desapareciendo, el asunto deja de ser un problema.
Por otra parte, en el debate sobre la memoria histórica hay una diferencia fundamental con España: ellos también tuvieron una guerra civil, pero a los perdedores no les dio tiempo a volver, ya que el régimen duró 74 años. En el caso de España, muchos vencidos regresaron y participaron en la Transición. En Rusia pasaron demasiados años. Los que estuvieron exiliados murieron en el extranjero, y los que volvieron fueron sus descendientes. Vladímir Nabókov, por ejemplo, que salió de Rusia con 18 años, nunca volvió a ver las calles de su San Petersburgo natal. La memoria de todo ruso vivo hunde sus raíces en la URSS.
¿Cómo definirías ideológicamente a Putin?
Para analizar la realidad política rusa no podemos partir de nuestras coordenadas mentales europeas de izquierda, centro y derecha. Hay que entender que aquí la izquierda fue el totalitarismo y la derecha se alzó como fuerza democrática tras la caída de la URSS. Sin embargo, aquellas fuerzas democráticas quedaron muy devaluadas por la experiencia traumática de los 90: la transición al capitalismo, la inestabilidad económica, la guerra de Chechenia, los oligarcas… Esto es importante para entender la Rusia de hoy: aquella transición democrática fue fallida en todos los órdenes. La aparición de Putin fue una respuesta a esa etapa. Si le hablas a un ruso de aquellos primeros 'demócratas', te dirán que no quieren volver a vivir las colas en las tiendas ni la ruinosa privatización. Eso es problemático, porque devaluó de alguna forma el concepto naciente de democracia, si bien la culpa no fue de la democracia en sí, sino de aquellos políticos inexpertos que, como Yegor Gaidar, se vieron abocados a una tarea sin precedentes: desmontar la primera economía planificada de la historia.
Entrando en tu pregunta, Putin es un político poliédrico, muy difícil de definir, porque reúne matices de todo el espectro ideológico. Combina medidas de protección social, una economía liberal capitalista y el fomento de valores familiares conservadores. Ha sabido integrar múltiples facetas (recordemos que los comunistas aplaudieron la reintegración de Crimea a Rusia) y por eso es muy difícil que le salga un opositor ideológico totalmente contrapuesto. La Rusia poscomunista es un mapa muy difuso en cuanto a fronteras ideológicas. Quizá después de 70 años de ideología monolítica, los políticos se cansaron de ese tipo de maniqueísmo. Cuando Putin llega al poder en el año 2000 se encuentra un país con muchas carencias, desprotegido en lo social, donde había mucho que hacer. Daba igual si la persona era de izquierdas o de derechas: tenía que rescatar un país a la deriva. De ahí viene la admiración de los rusos por Putin. Rusia necesitaba un liderazgo que revitalizara al país en todas sus dimensiones, política, económica y geopolíticamente, frente a ese fantasma de los 90. Hay que entender el éxito de Putin en confrontación con esa etapa.
En el ámbito de la política exterior, hay dos lecturas: que Putin quiere aumentar su área de influencia y, por otro, que se defiende ante la expansión de la OTAN.
Creo que Rusia siempre ha tenido la sensación de que Occidente no la escucha. Quizá porque siempre ha visto a Rusia como la mala de la película, haga lo que haga, como estamos viendo ahora con la ‘conspiranoia’ de los hackers rusos, que parece que manejen los hilos del planeta. Los rusos llevan 25 años avisando a la OTAN de su expansión hacia el Este, pese a que -durante la perestroika- prometió no ampliarse hacia los antiguos países del pacto de Varsovia. Sin embargo, no ha cumplido. La crisis de Ucrania es un ejemplo del choque de visiones entre Rusia y Occidente: cuando en Europa se habla del 'conflicto de Ucrania', este queda reducido a la anexión de Crimea (que Rusia denomina 'reintegración'). Sin embargo, Moscú ve el origen de la crisis en el golpe de estado que tuvo lugar en Kiev en 2014, sublevación que llevó al poder a unas fuerzas nacionalistas cuya primera medida fue decir que el ruso dejaba de ser idioma oficial. Desde Occidente se habla del “peligro de Rusia”, pero los rusos dicen: “el que no dejas de avanzar eres tú”. Siempre es bueno conocer los dos puntos de vista. Tú vas a Estonia y están asustados porque piensan que los tanques rusos aparecerán en cualquier momento; aquí se ríen de este temor que atiza la OTAN. Parece que necesite justificar su presencia en esos países en base a una amenaza cercana.
¿Crees que continuamos en una mentalidad heredada de la Guerra Fría?
La Guerra Fría sigue existiendo, pero sin el componente ideológico. Hay historiadores que sitúan su arranque antes de la revolución de 1917, durante el Gran Juego que enfrentó a Rusia y a Inglaterra por Asia Central y el Cáucaso en el siglo XIX. Ahí empieza un enfrentamiento de potencias hegemónicas que buscan zonas de influencia. Lo que tú llamas Guerra Fría yo lo llamaría choque ruso-occidental. Siempre ha estado ahí, desde que Rusia se convirtió en un imperio. El país ha suscitado temor por su tamaño, por su influyente presencia en el continente, por la propia revolución… Pero es un miedo que parte de la falta de interés por conocer Rusia y a los rusos. Uno de mis libro favoritos es Entre rusos, de Collin Thubron, que empieza así: “Desde que tengo uso de razón, Rusia me ha inspirado miedo”. Hay una especie de temor a conocer a los rusos, no vaya a ser que nos caigan bien. Creo que el Mundial de fútbol del próximo verano, con la cantidad de hinchas que llegarán a Rusia de todo el planeta, podría contribuir a que la rusofobia bajara sus defensas. Y eso sería el mayor ‘gol’ que Rusia podría marcar a Occidente.
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