Las favelas cariocas, las maras centroamericanas, la sangría en Colombia, donde el horror se hizo rutina hace ya décadas, y un México que parece obstinarse en seguir la misma senda de narcotráfico y muerte. América Latina ostenta las mayores tasas de homicidios violentos del planeta y, no por casualidad, conserva también el dudoso honor de ser el continente más desigual del mundo.
Según datos de la ONU, el 40% de los homicidios y el 66% de los secuestros que se producen en el mundo cada año se producen en América Latina y el Caribe, regiones que concentran apenas el 8% de la población mundial. Sólo Costa Rica, Cuba, Perú, Argentina, Chile y Uruguay se mantienen por debajo de la línea que los expertos trazan para indicar cuándo la violencia se ha convertido en epidémica: 8 homicidios por cada 100.000 habitantes y año.
Según la ONU, el 66% de los secuestros se registra en la zona
La tasa de homicidios en la región se sitúa en 26 homicidios, tres veces más que en Europa, y se dispara por encima de los 40 homicidios en países como El Salvador, Jamaica, Honduras, Venezuela y Colombia. Aunque lo más preocupante es la tendencia: entre 1980 y 2006, este índice pasó de 13 a 25 en la región, y se prevé que llegue a 2030 con 30 homicidios por cada 100.000 habitantes.
Un reciente estudio de Francisco Rojas Aravena, secretario general de la Fundación Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), pone de manifiesto que la desigualdad y falta de oportunidades están en la base del fenómeno violento. El tráfico de drogas y de armas livianas actúa como un acelerador de la criminalidad. Y se suma a estos factores la debilidad de las instituciones democráticas. La corrupción generalizada y la percepción de impunidad le otorgan a las mafias un escenario privilegiado. Se repite una constante: allá donde el Estado no llega, o llega sólo con la represión, otro viene a ocupar su lugar.
Brasil es un claro ejemplo de ello. La emigración de las zonas pobres del país sobre todo, del noreste hacia las ricas ciudades del Sureste, Como São Paulo y Río de Janeiro, acabó provocando el crecimiento de un cono urbano humilde y marginal. Los jóvenes de las favelas carecen de oportunidades para acceder a un trabajo digno y perciben que no son las autoridades, sino las bandas criminales, quienes pueden garantizar su seguridad. Abonado así el terreno, varias organizaciones delictivas se reparten el control del narcotráfico y la delincuencia: Primeiro Comando Capital (PCC), en la metrópoli paulista, y Comando Vermelho, en la capital carioca, se han hecho con el control de las favelas.
Brasil destina entre el 3% y el 5% de su PIB a perseguir el delito
En São Paulo, el PCC demostró en 2006 que tenía la ciudad bajo su control. La revuelta alentada entonces por la organización criminal para obtener mejoras carcelarias paralizó la ciudad de 20 millones de habitantes. Quedó la sensación de que, si reina la calma en São Paulo y los puntos más conflictivos se han pacificado, se debe más a la propia estrategia del PCC que a los méritos de la policía.
Si se trata de un problema enquistado, la respuesta del Estado, cuando ha optado por la militarización, ha venido a empeorar las cosas. En México, la ofensiva contra el narco del presidente Felipe Calderón provocó una espiral de violencia que se ha cobrado 25.000 víctimas en tres años y medio y ha alimentado un estado natural de terror. Continúa la escalada: en lo que va de año ya van más de 7.000 muertos, la cifra total de fallecidos en 2009.
En países como Colombia y México, la militarización acabó llevando al terrorismo de Estado: las fuerzas armadas colombianas están en el punto de mira de organizaciones como Human Right Watch y la ONU por ejecuciones extrajudiciales (los llamados falsos positivos) y el ejército mexicano ha sido repetidamente acusado de proceder contrariamente a las convenciones de derechos humanos.
No sorprende que, en las últimas ediciones del Latino-barómetro, la inseguridad ciudadana se sitúe como la principal preocupación de los ciudadanos: más de un 70% de los ciudadanos tiene miedo a ser víctima de un delito violento. Además, el combate del crimen organizado no sólo se cobra vidas humanas, sino que tiene un gran coste económico. El Banco Mundial calcula que Brasil destina entre el 3% y el 5% de su PIB a perseguir el delito.
En el contexto latinoamericano, Argentina supone una excepción. El índice de muertes violentas es mucho menor que en otros países de la región, con tasas de homicidio cercanas a las europeas, en torno a los siete homicidios por cada 100.000 habitantes y año. No obstante, la delincuencia aparece en las encuestas como el principal problema de los argentinos. Se trata, en cierta medida, de una alarma exagerada que tiene que ver con el sensacionalismo de los medios de comunicación, si bien es cierto que la tasa de criminalidad se ha duplicado desde 1991. Hoy, un 30% de la población es víctima cada año de un delito, aunque mayoritariamente se trata de un delito menor. En Argentina no hay crimen organizado, pues el país no es ruta importante del narcotráfico para el principal mercado, Estados Unidos. Sin embargo, los argentinos no se libran de la gran lacra de la corrupción policial, que se debe tanto a la falta de capacitación y baja remuneración de los agentes como a la debilidad de la institucionalidad democrática.
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