Cuando en 1971 el periodista uruguayo Eduardo Galeano publicó Las venas abiertas de América Latina, la idea que en España teníamos de la historia de aquel continente era poco más que la de nuestro imperio que vivía del dudoso esplendor del pasado y de un incomprensible orgullo de lo que se llamaba nuestra raza.
La solidaridad con los pobres de todos los continentes se limitaba a poco más que al Domund. Es cierto que conocíamos la leyenda negra y a sus detractores, pero nos habían educado de tal modo en la lejanía del dolor ajeno y en el rechazo de toda injusticia que se refiriera a nuestra historia, que América Latina nos habría quedado muy lejos de no ser por una literatura que desde hacía algo más de una década nos iba acercando a un pueblo oprimido, empobrecido, atormentado.
Fue entonces cuando nos llegó el libro de Galeano a través de amigos que venían de América o de librerías españolas en París o Ginebra. Estábamos todavía a caballo entre la muerte del dictador y la transición. Los libreros y distribuidores afrontaban una censura que no había sido derogada.
La lectura del libro nos abrió las venas también a nosotros al desvelarnos otra Historia, la de los derrotados y perdedores, que nos mostraba hasta qué punto el expolio del imperio español había dejado en la miseria a pueblos enteros que además fueron esclavizados.
Comprendimos, comprendí, los infinitos caminos que recorren los imperios para hacer suyos los tesoros de la tierra conquistada, en aquel caso el imperio español y el portugués en los siglos XVI y XVII, y el británico y el norteamericano durante los siglos XIX y XX.
Descubrimos horrorizados las distintas formas de usurpar los recursos naturales: la fiebre del oro y de la plata que llenó los barcos españoles hacia la metrópoli; los monocultivos de azúcar en Cuba, del caucho en Brasil, de la banana en Ecuador, Colombia y los países de Centroamérica, y que una vez agotados los campos, los dejaban y todavía hoy los dejan inservibles para el cultivo. O las tropelías y atrocidades perpetradas contra el pueblo para apropiarse de las abundantes riquezas mineras.
Y nos dimos cuenta de que la Historia no es, como habíamos aprendido, un asunto del pasado, sino que el saqueo continuaba en el presente utilizando métodos más modernos y presiones más sofisticadas, como las utilizadas por los países más ricos mediante un sistema colonial actualizado, por decirlo así, en relación con el que habían puesto en práctica los primeros conquistadores.
Y así es como crearon una sociedad dividida entre unos pocos enriquecidos por los emperadores y la gran masa de los pueblos empobrecidos hasta unos extremos que era difícil imaginar. El libro provocó la indignación de las dictaduras que con la ayuda norteamericana se habían instalado en la mayoría de países, y por supuesto en nuestro país fueron muchos los que se arrogaron el derecho a conocer mejor que el autor la tragedia histórica de América Latina.
Eduardo Galeano necesitó, según sus propias palabras, 'cuatro años de investigación y recolección de la información' y tuvo que exiliarse a raíz del golpe militar ocurrido en Uruguay en 1973. Pero volvió al libro 'siete años después' para decirnos que el deterioro continuaba y que 'lo más difícil no había hecho sino comenzar'.
Para mí, la lectura de Las venas abiertas de América Latina supuso entonces una toma de conciencia viva de lo que es la obligada sumisión a los imperios y también de la pobreza provocada por su codicia, que todavía hoy me mantiene vigilante frente a la actuación de los poderosos.
Esta es la razón por la que creo que Barack Obama sabe exactamente hasta qué punto el libro de Galeano acusa al imperio que hoy dirige. Pero de lo que no estoy tan segura es de que supiera que también los latinoamericanos, por más que hayan sido sometidos al silencio durante tanto tiempo, son conscientes de ello.
La actitud del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, fue un gesto de coraje y tal vez obligue al presidente del Norte a hojear el libro. Si esto ocurriera, le sería fácil comprender ciertas actitudes de sus vecinos del sur, perseguidas y destruidas por la mayoría de los líderes del pueblo norteamericano.
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