Años setenta. La Puntilla, en el barrio habanero de Miramar, era un hervidero de adolescentes cubanos que convivían con otros de los países de Europa del Este. Eran tiempos de ilusiones y futuros que parecían posibles, pero ya entonces parecía que Bruno Rodríguez Parrilla, hoy ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, se abrazaba a un principio de José Martí que Raúl Castro tiene como máxima: 'Lo que hacemos, el silencio lo sabe'.
Bruno fue un misterio para el barrio desde muy joven. Mientras la mayoría de adolescentes caminaba por la calleanunciando a gritos que se reunían en la costa de diente de perro, Bruno casi siempre estaba en el balcón de su casa. A veces miraba de soslayo y en otras con curiosidad. Pocas veces se unió al grupo de la muchachada rebelde de La Puntilla. Algunos vecinos habaneros que hoy viven en Estados Unidos recuerdan que 'era el hijo de un alto cargo del Gobierno, pero no lo parecía'.
Lo llamaban 'Proscopito', una especie de sabelotodo, que ya usaba unas gafas muy grandes en un rostro muy pálido. Parecía estar más allá de todas las locuras de aquellos años. Con fama de estudioso, ese chico de finos modales y pocas palabras parecía envuelto en una nube de propósitos y esperas a quienes le observaban desde la calle. En su solitario balcón de la calle Cero, sus ojos ocultos detrás de gafas de telescopio y sus manos en el libro de turno, emprendía viajes insospechados que nadie imaginaba que iban a acabar en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Pocos sabían que nació en México, en enero de 1958, y que le interesaban el Periodismo y el Derecho. La imaginería popular lo situaba en la literatura y muy cercano a la revolución.
Aquel joven de expresión suave e inalterable y sonrisa discreta ha sido dirigente estudiantil, profesor de Derecho Internacional Público en la Universidad de La Habana y ocupó el departamento de Relaciones Internacionales de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), cuando Roberto Robaina dirigía la organización y se le consideraba un reformista en el Partido Comunista.
El ascenso de Bruno Rodríguez se basa en su dedicación al estudio y la investigación, también en la elegancia real y no aparente. Así como su poca gestualidad expresiva y su hablar pausado, aunque contundente, cuando ha tenido que defender los intereses del régimen.
A finales de los ochenta pasa a dirigir el diario Juventud Rebelde. Los noventa son muy duros para Cuba, tras la desaparición de la Unión Soviética. En esos tiempos, Rodríguez forma parte del Comité Central y dos años después es nombrado jefe del Departamento de Cultura del Partido Comunista. En 1993 su amigo Roberto Robaina es nombrado jefe de la Cancillería cubana y le encarga una de las misiones a las que más atención presta el Gobierno de Cuba: Naciones Unidas. Tras su regreso a La Habana alcanza en 2004 la posición de primer viceministro de Exteriores con una mirada atenta a las relaciones con América Latina.
Ahora, a sus 51 años, Bruno Rodríguez está poseído por la voluntad de buscar un acercamiento con la Casa Blanca. Aún quedan por ver las promesas de Obama y el proceso de cambios en Cuba. La nueva tripulación de la nave raulista apuesta para el exterior por un joven que tiene la discreción como estilo de vida. Por lo pronto, desde Cuba algunos colegas dicen: 'Ojalá el futuro sea mucho mejor. En eso estamos, con fe y con ganas, la gente de La Habana'.
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