Dominio público

Las cartas por jugar

Noelia Adánez

Jefa de Opinión en Público

El dramaturgo Ramón Paso en una fotografía de archivo.
El dramaturgo Ramón Paso en una fotografía de archivo.

Una mujer me ha contado estos días, al hilo de la denuncia de catorce actrices que la Fiscalía de Madrid ha decidido cursar contra el dramaturgo y director de escena Ramón Paso, que un director de cine intentó hace años condicionar su participación en un proyecto a lograr con ella algún tipo de intimidad. Esta mujer, como tantísimas otras antes y después de ella, se sintió confundida y abrumada con los movimientos y tentativas que este hombre llevó a cabo durante un proceso de casting en el que ella percibió, "sintió" que algo de todo aquello no encajaba, que no estaba bien. "Sentir", ese verbo con el que nombramos a menudo algo muy grande para lo que no encontramos palabras y que la mujer de la que os hablo ha empleado varias veces en el transcurso de su testimonio. Cuando tiempo después volvió a encontrarse al director, él le reprochó que si no logró el papel fue porque "no supo jugar sus cartas".

Era otra época (tampoco hace tanto), no había tenido lugar el #Metoo ni las huelgas feministas que vendrían después, ni se hablaba apenas de feminismo. En la misma época en la que a esa mujer, entonces muy joven, le sucedían ese tipo de cosas, otra mujer -yo misma- me encontraba participando en la puesta en marcha de una iniciativa preciosa, el Teatro del Barrio de Madrid, a través de un proyecto que llegó tan lejos como las circunstancias y el activismo permitieron: la Universidad del Barrio. Recuerdo perfectamente una primera sesión sobre feminismos en la que, con la sala prácticamente llena, enfrenté durante sus buenas dos horas un clima en el que las energías fluctuaban entre la curiosidad y el hostigamiento. Insisto en que todo esto fue antes del #Metoo.

Aunque es cierto que en España estaba ya en marcha el 'Tren de la Libertad', la movilización se circunscribía a la defensa del derecho al aborto en nuestro país frente a las pretensiones del Ministro del Partido Popular Alberto Ruíz Gallardón de retroceder en esta materia. El feminismo, lógicamente, estaba detrás de la articulación de estas protestas, pero aún no había adquirido la fuerza de arrastre y el protagonismo que para bien (y un poco también para mal en la medida en que desde entonces se percibió como algo homogéneo y unánime, cuando nunca en su historia lo había sido) logró cuando el #Metoo conectó las voces de mujeres de todo el mundo en un mismo grito de denuncia, de desesperación y de hartazgo. No es éste el lugar para evaluar el impacto político del #Metoo ni me veo yo capaz de hacerlo. Pero más allá de efectos concretos, deseados e indeseados, de objetivos logrados y otros claramente pospuestos, lo cierto es que desde 2018 el mundo entró en una fase nueva. Yo también.

Desde un par de años antes comencé a escribir teatro y a promover la puesta en marcha de una iniciativa que, bajo el título ‘Mujeres que se atreven’, consistió en el montaje y representación de una serie de monólogos teatrales sobre las vidas íntimas y las trayectorias artísticas de escritoras relevantes. Durante varios años me relacioné con productoras, actrices, dramaturgas y técnicas; mujeres trabajadoras del mundo de las artes escénicas. Salvo algún compañero que puntualmente participó en los proyectos, todas fueron mujeres. Y salvo alguna excepción, todas me contaron en algún momento cómo habían sido ninguneadas, abusadas o maltratadas por hombres en el transcurso de sus carreras.

Esta mañana otra mujer me decía que, en nuestra generación al menos, no conoce a nadie que no haya vivido con más o menos intensidad alguna de estas terribles experiencias. Me explicaba cómo durante los meses en los que representó un monólogo basado en su propia historia, una autoficción valiente en la que se denunciaba el machismo y se contaba en primera persona un caso terrible de violencia, escuchó cada tarde, tras la función, las historias de otras mujeres, muchas de ellas compañeras de profesión. Entonces, como ahora, las mujeres hablaban entre ellas.

Desde el pasado miércoles vuelve a haber un runrún, un zumbido, una conversación masiva que, de momento, está teniendo lugar en voz baja. Me pregunto cuándo se hará al fin visible la verdadera dimensión de los abusos de poder en el ámbito del cine y las artes escénicas; cuándo lograremos generar y transmitir las condiciones que hagan posible que un sinfín de mujeres que hasta ahora solo de manera privada, anónima y confidencial nos cuentan sus experiencias, se sientan lo suficientemente seguras para hablar y para denunciar cuando proceda.

Los reiterados abusos de poder, las coacciones, las manipulaciones y la precariedad en las que se desenvuelven las profesiones vinculadas al mundo del cine y de la escena teatral, integran un cóctel en el que el machismo y el patriarcado son los destilados de base. Todos estos componentes producen una bebida fortísima y aturdidora que no hay mujer, en este ámbito profesional, que en algún momento no beba. Es injusto. Tiene que parar.

Hay mujeres violentadas, quebrantadas, abusadas, enfermas y humilladas que han sufrido mucho para poder sacar adelante sus carreras. Las hay también que han abandonado sus proyectos artísticos, que han renunciado a continuar. Las cartas que podemos jugar ahora no son aquellas que el director infame le reclamaba a la mujer de voz dulce con la que hablé la otra mañana; no son las del sometimiento y la aceptación, sino las del apoyo mutuo y la denuncia. Tal vez ya ha llegado el momento de jugar esas cartas.

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