Dominio público

Las manos de mi madre

Alana S. Portero

Historiadora, escritora y directora de teatro. Autora de 'La mala costumbre'

Freepik.
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Mis manos son grandes y confiables, muy parecidas a las de mi madre, que pese a ser una mujer menuda, tiene unas manos de buen tamaño, de palma ancha y dedos fuertes. El trabajo se las ha encallecido, son duras y hábiles, labradas, y los cuidados que les ha proporcionado -impecable higiene y mejor hidratación- se las mantienen suaves en el dorso. Son unas manos cálidas, que sujetan fuerte y acarician con toda la superficie; cuando mi madre me regala un gesto de cariño, tiene algo de pastora mítica palmeando el lomo de sus animales, un amor tierno de aire libre, de mensura de la carne de la hija, de orgullo por un trabajo bien hecho, el que hemos hecho juntas, el que nos ha traído hasta aquí.

Conforme se acerca el 8 de marzo, a las mujeres que tenemos un perfil público se nos desentierra para preguntarnos por la calidad de los saltos mortales dialécticos que otros hacen sobre el estado de los feminismos, sus cuitas, divisiones y potencias. De alguna manera se nos pide que juzguemos el trabajo de demolición de otros y de otras, quienes pasan casi todo el año pisándonos el sembrado que tanto nos cuesta mantener medio apañado y dando algunos frutos. A mí, por ejemplo, se me suele pedir, desde que empieza febrero y durante la primera semana de marzo, que me pronuncie sobre las ocurrencias del primer fantoche de ultraderecha que dice ser mujer en los programas de Sonsoles Ónega. Susana Griso, Risto Mejide o Ana Rosa Quintana. Que justifique mi propia vida o la de otras mujeres trans en contraposición a titulares como "transexuales bajo sospecha", que pida algún tipo de absolución razonada y a doble espacio sobre por qué debería vivir en sociedad, tener derechos y ocupar un lugar legítimo entre otras mujeres.

Los feminismos de base sufren de las mismas carencias que cualquier grupo numeroso de personas que se organizan para hacer algo, la desigualdad no es una cosa que le achacamos a los demás para minar sus acciones, colgarles deméritos o atacarles políticamente. Es algo que llevamos a cuestas desde que nacemos. Los comportamientos racistas, clasistas, gordófobos, capacitistas, tránsfobos, en definitiva, los privilegios, son el lugar desde el que la mayoría nos enunciamos y dios libre a las feministas, a todas, de alzarnos como sujetos inmaculados que dejan fuera de sus dinámicas los vicios del mundo que nos ha tocado vivir. Lo que tengo claro es que lo que hacemos, lo hacemos a la contra, sin ayuda, teniendo que batallar contra nuestras contradicciones y además, contra una maquinaria engrasada, calibrada y nutrida cuya única función es la demolición del trabajo que hacemos fuera de los focos y lejos de los micros.

Lo grande: las campañas mediáticas de las reinas de la mañana y de la tarde, instituciones como el Instituto de la Mujer, dirigido por una mujer abiertamente transmisógina, o las dos manifestaciones, las afronto y combato desde lo pequeño, a través de esas manos que mi madre y yo compartimos, de cómo ella me palmea el muslo cuando me siento a su lado o cómo yo le hago masajes en los pies para que duerma mejor, de las sortijas que he heredado y luzco casi cada día porque me las ha dado ella, recogiendo en un gesto sencillo toda la validación que necesito, la de mi madre depositando una herencia familiar femenina para que la lleve puesta en mis dedos gruesos, como lo son los suyos.

A veces, mi madre me llama por mi necrónimo, "Alejandro", y cuando lo hace se corrige a sí misma inmediatamente y lo cambia por un "Alana", que suena a agua caliente cayéndome por la espalda. En ocasiones también se le escapa algún "hijo" y todas y cada una de ellas reformula la frase que quería decirme y usa "hija". Nunca le he pedido que lo haga y jamás le he exigido que cambie su forma de dirigirse a mí. Lo ha hecho sola. De forma natural. Sin grandilocuencias ni forzando la situación. En sus equivocaciones hay más belleza e inteligencia que en cualquier manifiesto feminista que yo pudiera escribir jamás. No las cambiaría por nada. Me hacen sonreír cuando suceden, es como renacer una y otra vez. Mi madre me ha enseñado que nada hay por encima de ver de verdad a quien tienes delante, y que aunque las inercias son poderosas -y la del bautismo de tu propia hija debe ser una inmensa-, no lo son tanto como para negar la existencia y la realidad de otra mujer.

Este 8 de marzo, en Madrid, habrá una manifestación pequeña con una ministra a la cabeza que solo entenderá de lo institucional, de lo grande, de lo mediático, les deseo a sus participantes un buen trayecto y que regresen a casa sin sobresaltos. A la misma hora, sea en la gran manifestación -la alegre, furiosa y diversa-, o en casa, lo que la salud nos permita, estaré agarrando la mano ancha de mi madre con unas preciosas sortijas puestas y cobijaremos toda la esperanza de un mundo mejor para todas entre palma y palma. Confiad en las manos de mi madre, nada malo puede pasarnos.

Feliz y combativo 8 de marzo, amigas.

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