Otras miradas

Vivir como mi abuelo Cipri

Israel Merino

Un hombre mayor pasea apoyándose en un bastón, en Madrid. EUROPA PRESS/Eduardo Parra
Un hombre mayor pasea apoyándose en un bastón, en Madrid. EUROPA PRESS/Eduardo Parra

Cualquier domingo de estos debería sacarle a mi abuela el tema de sus cinco pisos en Madrid, pues parece ser que los tiene y no me ha dicho nada.

Cada cierto tiempo salta a la palestra el debate de si nuestros padres (en mi caso, abuelos, que apenas tengo edad legal para beber en Estados Unidos) vivieron mejor que nosotros. Y creo que sí lo hicieron, pero con muchos, muchísimos matices.

Mi abuelo Cipri, fallecido cuando yo tenía ocho años, era conductor de autobuses. Un conductor muy molón, además, pues en verano, cuando los niños cambiaban la ruta escolar por las colonias, se dedicaba a girar con cantantes y artistas del moderneo español de la época.

Con su sueldo, pues mi yaya no trabajaba, mi abuelo se compró un piso en la antigua Ciudad 70, allá por Coslada, que luego vendió para mudarse con la familia a un pueblo de Toledo. Allí, se compró a letras una casita en la que vivió con su mujer y sus tres hijas (entre ellas, mi madre). Las letras, os lo cuento porque yo no había oído hablar de ellas hasta hace bien poco, eran una especie de cuotas, tipo hipoteca, que el propio promotor inmobiliario, sin intermediación de un banco, te daba. También me enteré hace bien poco que el promotor de la casa de mis abuelos acabó en la cárcel por chanchullos turbios, pero esa es otra historia.

El caso es que, efectivamente, mi abuelo pudo mantener a cinco personas con un sueldo de obrero, de proletario, y encima comprarse una casa a plazos, algo impensable para cualquier persona de mi generación. Sin embargo, yo no quiero hacer lo que hizo mi abuelo.

Para pagar esa casa, mi abuelo se tiraba semanas y semanas y semanas girando, conduciendo sin descanso, sin poder ver a su familia y durmiendo con el cuello roto, pues, para llegar bien a fin de mes, se guardaba las dietas que la empresa le daba para los hoteles de carretera y dormía en el maletero del autobús: se pasaba las madrugadas metido en un saco de dormir de aquellos tiempos y chupando caramelos de menta que le salvasen la garganta de las corrientes de aire.

Cuando llegaba a un destino y le tocaba descansar, hablaba con la empresa promotora de turno y se ponía a montar focos o a contar personas en la entrada o a hacer de tour manager improvisado, lo que hiciera falta, con tal de sacarse otro puñado de pesetas con las que pagar las letras de la casa y poco más. Ni cinco pisos en Madrid, ni tres en Benidorm ni un Mercedes W124 en la puerta (el hombre tenía un Opel blanquito que le robaron para atracar un Banesto en Móstoles).

La vida de mi abuelo, de todos los abuelos de esa generación, se ha romantizado desde la nostalgia rojiparda como la vida de ensueño, como la vida deseada, cuando no es así. Ni ellos son la generación de hierro ni nosotros la de cristal, pues no trabajamos menos. Trabajamos lo mismo, como la escoria obrera que somos, para poder subsistir.

Es obvio que desde que la Thatcher y el Reagan pusieran de moda el neoliberalismo ha habido una pérdida importante de poder adquisitivo por parte de las clases populares, claro, sin embargo, me niego a dormir todas las noches de verano en un maletero de autobús para poder pagarme una casa en un pueblo de Toledo.

Ahora, llevando ese mismo ritmo de vida y trabajo, ni siquiera me da para comprarme un piso (apenas pago un alquiler de 35 metros), pero es que tampoco quiero vivir reventado a cambio de la quimera franquista de la propiedad: lo que yo quiero es trabajar mucho menos que mi abuelo y tener muchos más derechos. Yo lo que quiero es vivir mejor, pero vivir mejor de verdad.

Mirar siempre al pasado en busca de soluciones para los problemas presentes es una trampa tocha, muy tocha, que no hace más que romantizar tiempos oscuros que ahora recordamos por las sitcoms de los noventa y los capítulos viejos de Cuéntame: no sé vosotros, pero yo no conozco a nadie que empezara como ordenanza en el Ministerio de Agricultura y acabara como millonario empresario vitícola.

Otra vez, todo esto debería ser un discurso de clases, no de generaciones. Por supuesto que ahora la vivienda es más cara y por supuesto que tengo pensamientos sociopáticos hacia la tercera edad cuando mi casero me presume que compró el piso en el que yo vivo (y otros cinco del barrio, hasta donde sé) hace muchos años y por cuatro perras, sin embargo, se me pasa cuando recuerdo que viene de una renombradísima estirpe de arquitectos. Mi abuelo, por muy baratas que hubieran sido las casas en aquella época, no podría haberlo hecho.

La lucha puede entenderse como generacional, claro, pues es obvio que la ofensiva neoliberal ha ido menoscabando cada vez más nuestro poder adquisitivo, sin embargo, el conflicto verdadero sigue siendo de clase. No podemos fumarnos la vida mirando al pasado y añorando aquellos tiempos en los que conseguías algo por reventarte a trabajar; hay que mirar al futuro y encontrar la forma de conseguirlo sin dejarnos la puta garganta en el maletero de un bus.

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