Otras miradas

La interpretación de la Constitución

Fernando Oliván

Director del Observatorio Euromediterráneo de Espacio Público y Democracia y autor de “Para una lectura radical de la Constitución de 1978”

Puigdemont ofrece una rueda de prensa durante la conferencia inaugural de las jornadas interparlamentarias de Junts per Catalunya (Foto de Archivo). / Europa Press
Puigdemont ofrece una rueda de prensa durante la conferencia inaugural de las jornadas interparlamentarias de Junts per Catalunya (Foto de Archivo). / Europa Press

Por fin el debate se va centrando en sus verdaderos términos. Es decir, sus aspectos técnicos; lo que nos permite despejar, a la contra, el resto de las consideraciones de tipo político, ético e, incluso, histórico. Hablo del tema de la Amnistía, pero, de soslayo, también de numerosos otros temas que le vienen más o menos asociados. En definitiva, abrir o cerrar la vía a la amnistía es, en el fondo, un asunto que atañe directamente a la interpretación de la Constitución.

Es cierto que parece un planteamiento de Perogrullo, sin embargo, estamos ante uno de los aspectos más complejos y controvertidos del análisis jurídico, el de la interpretación de las normas. Esta es la cuestión que subyace detrás de todos esos argumentos que vemos reiterarse cansinamente: las normas ¿hay que interpretarlas? O, por el contrario, ¿es posible aplicarlas en el rigor absoluto que dispone la letra de su texto? En definitiva, la amnistía, ¿cabe o no cabe en la Constitución?

Estamos ante un viejo debate que, sin carecer de dimensión política, se acoge mal bajo los paraguas de derecha o izquierda. Ya, la izquierda de la Revolución francesa quiso constreñir el espacio de la interpretación, convirtiendo a los jueces en meras máquinas de aplicación de las normas. Se pretendía reducir su campo de acción, dados los altísimos vínculos que unían a los jueces con los poderes del Antiguo Régimen. Pero, por otro lado, tampoco faltan consignas anti-interpretativas enunciadas desde los espacios más conservadores, no otra cosa se busca sacralizando la ley, una posición que nos remite a las prácticas de las llamadas religiones del Libro.

El problema estriba en que el discurso humano es de naturaleza ambigua. Las lenguas no son sistemas construidos sobre la mecánica de la lógica, de ahí que proyecten un complejo abanico de contenidos. La precisión, al final, solo se alcanza a través del diálogo, en las sucesivas intervenciones de los hablantes. Los dobles y triples sentidos constituyen la esencia de la acción lingüística, gracias a ellos se posibilita desde la eficacia del chiste a la plenitud de la poesía. Decía Flaubert, en su búsqueda incesante de la precisión semántica, que "El estilo es la vida". Llegó a la conclusión de que era justamente el matiz, la insinuación, la misma entonación y su prosopopeya, la única forma de alcanzar el sentido pleno de las palabras.


También el derecho, por más que lo nieguen los juristas, se adentra en ese campo de la anfibología que hace casi imposible definir, al cien por cien, el contenido estricto de sus términos. Construido sobre el llamado lenguaje natural, el derecho abre su semántica a todo ese universo complejo de sentidos que constituye la vida. No es el derecho el que hace la sociedad, al contrario, es la sociedad la que constituye la sustancia de todo derecho; "ibi societas, ubi ius". Todavía, no sin un cierto humor ya algo desfasado por las tecnologías, se suele decir eso de que "el papel lo aguanta todo".

Jonathan Swift construye uno de los viajes de su héroe Gulliver jugando con la inevitable polisemia de las palabras. La academia de sabios de una de esas tribus fantásticas que encuentra, buscando la exactitud del discurso, ideó la jocosa propuesta de llevar en un saco todos las cosas y cachivaches que pudieran constituir el objeto del habla. Sin embargo, no todas las propuestas resultan igual de cómicas. La ultraconservadora República Romana cierra la univocidad del derecho a través de "secuestrar" el acontecimiento interpretativo. Para evitar que los plebeyos pudieran ejercer sus derechos, construyeron un sistema que impedía la lectura directa de los textos jurídicos, reservando el conocimiento de la ley solo al colegio de Pontífices, únicos autorizados a interpretarlo.

La Iglesia fue, incluso, más allá. Definido el texto normativo como sagrado, la interpretación resultaba imposible. La competencia interpretativa se limita a grupos de sabios y sacerdotes que devienen verdaderos maestros -y señores- de la Palabra. En el fondo, no otra cosa es lo que sucede con el lenguaje mágico, donde se reserva la eficacia milagrosa solo a los magos, únicos capaces de entender el misterio de sus palabras.


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Decía Peces Barba que la Constitución es anfibológica. Pero lo es por vocación propia. La lectura de artículos como el dos, el ocho, el cincuenta y seis, como tantos otros, no solo rezuma polisemia, sino que la busca expresamente, evitando una limitación del sentido contraria a la propuesta de consenso que facilitó su escritura.

Ahora se habla mucho de constitucionalismo, pero, realmente, ceñirse de forma literal al texto constitucional no sería otra cosa que asumir esa polisemia, comprender que estamos ante un texto voluntariamente anfibológico y, con ello, abrir el abanico posible de lecturas. La cuestión, por lo tanto, no está en la posibilidad o no de interpretación, sino de quién es el sujeto llamado a realizarla.

Ya hemos comentado cómo la aristocracia romana buscó, y consiguió durante muchos años, monopolizar la actividad interpretativa secuestrando el texto de la ley. También lo consiguió la dogmática religiosa. En la modernidad, autores como Carl Schmitt, desde una óptica cercana al nazismo, propusieron la figura de un "Guardián de la Constitución", una instancia, Consejo o Tribunal que, investido de un saber cuasi-religioso, asumiría el monopolio de la lectura constitucional. En algunos países esta función la tuvo el mismo ejército, pienso en el Chile posterior a Pinochet o el Estado turco de Ataturk. Un estado dentro del Estado que, reservándose el papel de ultima ratio, marcaba el paso a las débiles democracias que nacían tras sus feroces dictaduras. No han sido los únicos casos.

¡Claro que hay alternativas! En aquella antigua Roma, en lo que algunos consideran la primera huelga de la Historia, los plebeyos arrancaron a los patricios el privilegio de la lectura de la ley que, a partir de ahí, devino necesariamente pública. También Lutero se revolvió contra ese privilegio interpretativo de la Iglesia y, traduciendo la Biblia, la hizo accesible al común de los mortales. Ya no haría falta la pesada formación en los seminarios para acceder a las palabras de Cristo. Parafraseando a Kant, una sociedad moderna no necesita guardianes que la protejan de lecturas inquietantes.

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Hemos dicho que la palabra tiene ese rasgo de polisemia que convierte el texto lingüístico en más o menos anfibológico. El texto de la Constitución lo es sin duda alguna. Toda lectura entraña interpretación. Aplicar la norma supone también ese ejercicio. Y la Constitución no es extraña a este proceso. Como decimos, el problema es quién ha de realizar esta labor interpretativa.

Los viejos tratados jurídicos hablaban de una "interpretación auténtica", remitiendo al propio autor de la norma la competencia de deducir su sentido pleno. Pero, hoy día ¿quién es el autor del texto constitucional? Hay un divertido cuento de Borges absolutamente ilustrativo al respecto, "Pierre Ménard, autor del Quijote". De una manera despiadada el gran poeta argentino nos afronta a la realidad: leer un texto es ya una forma de reescribirlo obligados, como estamos, a interpretarlo. Un Quijote leído en los siglos XX o XXI entraña ya una obra completamente distinta de aquella que pudo escribir Cervantes en el siglo XVII. Algo parecido les sucede a los textos normativos, y más a las constituciones, construidas en una voluntad de la larga duración. El verdadero interprete de la Constitución, su autor hoy día, no es otro que esa ciudadanía que recorre las calles en estos años veinte de nuestro siglo. Lo que cabe o no en la Constitución no puede ser otra cosa que lo que, en esa voluntad de progreso, decide una comunidad política construida, como dice el propio texto, sobre el deseo de establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran.

El debate, por lo tanto, no tiene otra dimensión que el de la oportunidad política. Desde el punto de vista jurídico, la amnistía "cabe" perfectamente en el texto constitucional y su agente no debe ser otro que el poder político, es decir, ese gobierno respaldado por el Parlamento y las urnas. Y esa oportunidad debe contemplarse a la luz de hoy día, y no bajo la sombra de un pasado fantástico e irreconocible. Como decíamos recientemente, la política solo tiene una finalidad: remover los obstáculos que impiden o dificultan el progreso y bienestar de las personas.

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Gran Bretaña, en un rasgo de inteligencia, evitó trascribir el texto de su Constitución, dejando abierta su interpretación -esa escritura del día a día- a los depositarios electos de la voluntad general. También aquí, entre nosotros, es a ellos, y no a los jueces de ningún tribunal por alto que se estime, a quienes corresponde esa interpretación auténtica

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