Basta de juego anestesiante: necesitamos el fuego

Fotograma de la película ‘Fuego en el cuerpo’ (1981), de Lawrence Kasdan.

En esta época de anestesias, de cada-uno-en-su-burbuja sin respirar aire ajeno, todo lo que nos hacía bien ha sido sustituido por todo lo que nos hace mal, en nombre de la salud. Y quizá por eso, ahora, no estamos invitados sino conminados a jugar, a entretenernos a solas hasta desfallecer. Tuvo que volver el fútbol, para mirar, y ahí están TikTok y Twitch y las carcajadas estruendosas, pantalla mediante. Hoy, en esta sección quincenal a dos voces, prestamos atención a la llama del amor que se apaga, que viene de las mismas ascuas que las de la vida. Estos son diálogos sobre encuentros, el eterno femenino resistente y las masculinidades errantes. A cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado.

Si no hay fuego, hay anestesia. Parece redundante seguir hablando de las consecuencias psicológicas y del trauma social que estos tiempos de confinamiento pandémico acarrean, aunque, si somos sinceras, reconoceremos que esta cepa ultracontagiosa de un coronavirus respiratorio no ha sido más que la guinda del postre de los tiempos de aislamiento interpersonal y entretenimiento individual (o de burbuja familiar) que hace varios años venimos practicando. Todo lo que nos hacía bien ha sido sustituido por todo lo que nos hace mal, en nombre de la salud. Y quizá por eso ahora no estamos invitados sino apremiados a jugar. Esta época de cada-uno-en-su-burbuja sin respirar aire ajeno se viene sobrellevando a fuerza de los mismos productos a los que ya estábamos más que acostumbradas; esto es, mercancías de síntesis química junto al adictivo mejunje audiovisual que ofrecen las plataformas digitales, la tele, las redes. Hablo de consumir antidepresivos, anfetas o ansiolíticos (cada uno, aplacando su síntoma), cannabis o alcohol… lo que podría traducirse como anestesiarse un poco, o anestesiarse mucho, para soportar (apenas soportar) la existencia individual; en su defecto (o simultáneamente), atiborrarse a series, videojuegos o directos de streamers.

No hay aquí moralina alguna ni, por supuesto, cuestionamiento a la sagrada práctica de la sociabilidad y el relax milenarios a través de la fiesta comunitaria y las bebidas fermentadas, los rituales hacia otros estados de consciencia y los bailes, el éxtasis sexual y la sagrada vida inútil (no rendida a los intereses mercantiles) que todas las sociedades deberían seguir abrazando. Hay, en cambio, la constatación de una existencia insoportablemente protocolizada, solitaria, aburrida y reprimida, con válvulas de escape anestésicas (lo dicho: síntesis química o mejunje comercial audiovisual) que no se corresponden con ninguna llama vital. No hay curiosidad ni afán de encontrar o crear algo nuevo, sino miedo y matafuegos.

“Su alegría es la misma que inventa/cuerdas para su tristeza./Su tristeza es un caballo/a punto de derribarlo de la montura”, escribe Adonis, el poeta inmortal.

Más sano el enfado que la tristeza

Hay espejismos, disfraces ignífugos y espasmos indoloros de lo que un día fue el fuego, o el éxtasis. Está el ghosting nuestro de cada día (Lionel nos hablaba de esto la semana pasada), ignorándonos consuetudinariamente entre nosotros y nosotras, para jugar al Fifa, ver a los otros jugar en la pantalla, oír chistes sobre popper y cocaína y/o ver series. Como propina, más humor (hasta sádico) sobre el mucho dinero que ganan los listos que le encontraron la vuelta a la monetización de lo que sea por internet y, en su caso, el imperativo de aguantar despiertos noches enteras, para seguir obligándose a jugar en público y hablar sin parar (algunos con más ingenio que otros) para seguir siendo millonarios. Más allá de la repetida infantilización, gente que parece bastante digna, como Ibai Llanos, y otros menos agraciados conforman ese paisaje de personajes melancólicos que ríen a las carcajadas sin parar, como salidos de alguna peli de Todd Solondz (el que rodó aquella irónica Felicidad) ¿Recordáis a Philip Seymour Hoffman en Happiness?. Hoy, hasta los desalojados de las raves parecen tristes.

Siempre recuerdo a una terapeuta que bregaba por el enfado que a nuestra psique le viene mucho mejor (tiene un objeto) que la tristeza (ese caballo que nos puede voltear incluso sin querer). Y el entretenimiento no es el antídoto de la tristeza.

“El entretenimiento es un excelente facilitador de una de las premisas contemporáneas fundamentales: la transformación de los hechos en datos. No importan los hechos, solo los datos; o la conversión de la realidad en magnitudes infinitas de datos y metadatos de la experiencia vivida (…) Por ese motivo, la suspensión del fútbol durante la primera ola de la pandemia fue una de las principales preocupaciones de los gobiernos de cualquier orientación política”, escribía, días atrás, el psicoanalista Gustavo Dessal, citando un ensayo de Neil Postman, de 1985, titulado Amusing ourselves to death (Divertirnos hasta morir). “El mundo de la felicidad teledirigida es, al mismo tiempo, el mundo autoritario del control omnisciente (…) y las causas políticas, sociales y económicas se convierten en fenómenos naturales, sucesos que debemos admitir como si de meteoros se tratase”, explica.

Prostitución y mascarillas

El otro simulacro del fuego: consumir prostitución en tiempos tristes. El otro día caminaba por la calle Montera de Madrid, donde decenas de mujeres siguen ofreciendo sus servicios sexuales –como siempre, eternamente tristes– pero ahora con mascarillas y entre el polvo de las hormigoneras y las empalizadas de una obra, también eterna, en Gran Vía. A mi paso, oí unos fragmentos de conversaciones, en las que se hablaba del chulo de alguien a quien no conocían, y sentí desolación, fuerte. La siguiente sensación suele ser la de las ganas de buenas noticias y, en eso, te rindes a la evidencia de que hay mucho goce con los datos que justifican esta inercia desmotivadora (o el lento declive de la hibernación).

Pensaba que desde que el hombre prescindió de Dios, en el liberal Occidente, la soberanía política del amor le pertenece, aunque no entienda cómo dominar tan vasto territorio. Entonces, extinguido el amor divino y abolido el amor romántico –por ser fuente de demasiados conflictos–, frente al Eros agónico y escéptico, hubo que erigir nuevos protocolos de buena conducta que, sin embargo, no alcanzan a encender la chispa de ningún amor. Aquella llama divina no se reaviva cumplimentando sexo descomprometido ni formularios de buenas prácticas. Así, nos empachamos a culebrones…

Las series y los trabajólicos solitarios

Todas las series –más o menos sofisticadas, con más o menos trasfondo histórico-social y político– son culebrones redivivos. Nos encantan las telenovelas, aunque no osábamos reconocerlo, y entonces llegaron Netflix y demás, con sus tramas sobre molde de lágrimas, tensión, suspense y algo de pimienta rosa (celos, tironeos sensuales, disyuntivas). Para que no se nos vuelva a ocurrir ver alguna pieza de cine única que nos revuelva un poco las tripas de verdad, allí hay disponibles horas de series-culebrones para todas las edades, que nos rellenan el horror vacui y la falta de expectativas en la vida real. Y resulta que incluso las más adaptadas a las relaciones de este Occidente cool, se apoyan en los viejos esquemas del amor-fuego que incendia para refugiarse o para inmolarse. En su recopilación de mitos clásicos, Ovidio ya lo resumió casi todo. Y, luego, Shakespeare, Racine y Molière le pusieron la picardía de la escena.

Hablando de series, frente a la inglesa The Split (producida por Sundance y la BBC), me reía recordando los diálogos de los teleteatros que pasaban en nuestra infancia latinoamericana, con los actores repitiendo líneas que podrían haber sido escritas satíricamente por Manuel Puig (en Boquitas Pintadas), eso sí, esta vez, en un inglés muy londoner. Pensaba en lo que diría Shakespeare (si es que Shakespeare existió como un solo hombre y no como un taller literario), al cabo de tanto esquema repetido con obvios desenlaces episodio por medio, para mantener las cobras alternas de los personajes protagónicos, que se esquivan hasta el último capítulo. En las divertidas Dix pour cent –francesa–y The good fight –norteamericana–, los guiones son mejores, pero no dejan de adivinarse las redes que los tejen, basadas, sobre todo, en amores, celos, envidias y deseos irrefrenables… Todo, por supuesto, en el decorado del mundo competitivo actual, de gente que no para de trabajar y de ser muy líder y muy exitosa en esta sociedad de la anestesia. Lo que siguen necesitando esos personajes trabajólicos es fuego. Fuego que arda, no como esta llama de mentira que nos procuramos babeando, desde el sofá.

Si hay algo que aún late, camino a la curtiembre

¿Por qué insisto con la figura del fuego como símbolo para zamarrearnos y comprobar si el corazón sigue latiendo? Porque creo que el escepticismo, la desconfianza, el cinismo, la burocracia (que permea hasta el amor) y la falta de estímulos en que nos hemos habituado a navegar nos están enfriando a un punto de no retorno. Nadie espera cambiar nada, ni cree en el amor de carne y hueso, mientras se atiborra a series entre sus turnos de repartidor de Amazon o teleoperadora en una empresa a la que nunca irá un inspector de trabajo, pero ni siquiera aquellos y aquellas que arrancan en trabajos “creativos”, en la Academia de los codazos, en la precariedad de la ciencia o en el desquicio de la sanidad, con contratos temporales, junto a anestesistas freelance en cirugías de a facturas.

Es apenas un ejemplo, este, el del contexto del actual mercado laboral, en el que podemos imaginar a la gente que ahora está entrando en él como si fueran terneros conscientes de la razón por la que se los cría y el destino que les espera, invariablemente, cuando les toca subir en un camión al matadero, el paso previo al camino, ya sin pulso, a la curtiembre. Portarse bien es, para ellos, apenas facilitar la tarea al matarife, o sea, a la empresa que los contratará con un sueldo seguramente bajo, por unos seis meses o un año y que los despedirá cuando pase el periodo de prueba, a fin de hacer entrar otra remesa fresca de terneros dulces sin finiquito. El juego consiste en hacerse los tontos para sobrevivir un tiempito; esto es, jugar a anestesiarse.

El destino parece, de nuevo, el fuego o la anestesia. Apostemos, ¡por Dios!, por avivar la llama antes de que se apague del todo.

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