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Julia responde con languidez apoyada en el muro lateral del Palacio Bauer, escenario de fastuosos bailes organizados por la familia de banqueros que le da nombre hasta que las onomatopeyas del crash del 29 fueron amortiguando la música. Julia, sin apellidos, apuntala el edificio que hoy acoge la Escuela Superior de Canto mientras su cuello barco luce la proa y la popa de sus hombros y ella sujeta dos libros. Uno salta a la vista: La pija de Hegel, un poemario del colectivo feminista con conciencia de clase Máquina de Lavar. Una brisa se lleva varias páginas por delante y señala un verso: "La verdadera guerra está llena de falso conflicto".
Las edades de Julia: fue alumbrada en Madrid, por obra y gracia de Antonio Santín, en 2003, pero entonces y siempre seguirá teniendo veintidós años, como los revolucionarios y las estrellas de rock una vez muertos. El mito nace de la pompa fúnebre, rompe la cáscara como si fuese un polluelo. Ya no hay cuerpo, pero queda la foto, el celuloide, la canción, el poema, la cruz.
A Julia le queda el bronce. Está cansada de escuchar que antes fue Concepción Arenal, una gallega de Ferrol que a mediados del XIX se metió en la cabeza del preso para saber qué había más allá de los barrotes. Había de todo, como pueden imaginarse, sobre todo una vida perra, por lo que se propuso luchar por mejorar sus condiciones de vida, si es que a la espera entre rejas se le puede llamar así. La penalista, para burlar el veto a las mujeres en la antigua Universidad de Madrid, que estaba a la vuelta de la esquina, en San Bernardo, asistía a clase disfrazada de hombre. Santín escuchó la historia y la inmortalizó en bronce.
“El machismo sigue existiendo, pero no es tan explícito. Las maneras de sufrirlo son más sofisticadas, perversas y cognitivas”, cree Julia. “Al igual que me cuesta imaginarme hace dos siglos, también me resulta complicado vislumbrar un futuro en el que no exista el machismo”. No hace falta ir tan lejos, porque advierte de que todavía hoy, en muchas ocasiones, las mujeres tienen que vestirse simbólicamente de hombre para ser valoradas. Arenal, en ese sentido, fue una pionera en adoptar el entrismo académico en 1842. Julia sigue galopando generaciones después sobre ese caballo de Troya.
¿Cómo ha sido tu experiencia en la Universidad?
Aunque Concepción se licenció en Derecho, yo en realidad estudio Bellas Artes, donde he aprendido más del ecosistema que de la institución o de los programas reglados. En la Facultad pasan más cosas que las registradas en un plan de estudios. No es tanto un espacio como las sinergias que se crean en él.
Por aquí has visto pasar a miles de universitarios, que soportan la eterna crítica de que las nuevas generaciones no son como las de antes.
Porque hay miedo a la evolución. Paradójicamente, exigimos cambios, aunque todo cambio conlleva un riesgo. La Universidad se ha visto pervertida por el sistema capitalista y ahora está a su servicio. Es una ruina por culpa de esa visión: confundir el capital económico con el social, que revierte en la sociedad. Ya no es el espacio sagrado que decía Foucault.
[Foucault decía: "Cuando yo tenía dieciséis o diecisiete, sabía una sola cosa: la vida escolar era un ámbito protegido de las amenazas exteriores, de la política. Por eso, siempre me ha fascinado vivir en ambientes académicos, en un entorno intelectual. El conocimiento es para mí aquello que debe funcionar como protección de la existencia del individuo, y para comprensión del mundo exterior. Creo que ésa es la cuestión"]
Por cierto, usted sufrió un acto vandálico y durante un tiempo faltó a su cita diaria en la calle del Pez. No es la única estatua de Madrid que ha sido agredida. Concepción Arenal dejó escrito: “Odia el delito y compadece al delincuente”. También: “Abrid escuelas y se cerrarán cárceles”.
Hay que respetar las normas de civismo, corresponsabilidad y convivencia, pero también deberíamos plantearnos qué es el arte público o urbano. ¿Quién lo dicta? Si la calle es de los ciudadanos, todos deberíamos decidir sobre ella y sus monumentos. Aunque eso no significa que esté de acuerdo con que me arranquen de cuajo, claro [risas].
Hablando de espacio público, su barrio es víctima de la gentrificación.
Esa palabra me asusta. Me da mucha rabia y pena, pero no puedo ser una cínica, porque habito este espacio aunque no me guste el proceso de aburguesamiento. Como dijo Santiago López Petit: “Vivimos dentro del vientre de la bestia, habitamos el corazón de lo insoluble y el vientre de la bestia hoy son unas galerías comerciales”.
Veo que eres muy de citas, y no lo digo porque la gente te use como punto de encuentro.
Su frase es muy certera. Puedo estar en contra de la gentrificación, pero en el fondo la habito y, al hacerlo, entro en contradicción conmigo misma. Por ejemplo, ¿ves esas terrazas de ahí? Si no fuese una estatua, me gustaría tomarme algo sentada, pero también considero que han colonizado el espacio público. El 15-M abrió ese melón y las plazas pasaron a ser lugares de encuentro, parlamentos diarios, intercambios de afectos... Ahora toca reactivarlo.
¿No te aburres a veces?
La idea de no hacer nada está demonizada. Parece que ya no se puede estar a la fresca. Para evitarlo, han seccionado los bancos y los han hecho unipersonales, cuando yo quiero bancos corridos para charlar y cascar pipas. Las plazas son lugares maravillosos para il dolce far niente. Algunos pueden pensar que son espacios improductivos: no generan capital económico, pero sí vital. Reflexionar mientras ves a unos niños jugar a la pelota no tiene precio.
Y tú, ¿te gustas?
¡Nunca hemos sabido qué es el arte y te lo voy a decir yo ahora! —sentencia Julia, arqueando sus labios de bronce en una sonora carcajada.
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