* Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza
Cuando llegó la Segunda República, en abril de 1931, el catolicismo era la única religión existente en España, identificada con el conservadurismo político y el orden social. Hasta ese momento, la Iglesia católica había resistido con fuerza los vientos impetuosos de la modernización y de la secularización. Y había logrado levantar un sólido dique frente a los individuos que disentían de ese orden que ella bendecía y amparaba.
Con la proclamación de la República, la Iglesia perdió, o sintió que perdía, una buena parte de su posición tradicional. El privilegio dejaba paso a lo que la jerarquía eclesiástica y muchos católicos consideraron una persecución abierta. Aumentaron las dificultades de la Iglesia española para arraigar entre los trabajadores urbanos y el proletariado rural. Se hizo todavía más patente el fracaso de la Iglesia y de sus ministros para comprender los problemas sociales, preocupados sólo por el “reino de lo sacro” y la defensa de la fe. La Iglesia se resistió a perder todo eso, que era un poco morir, y se preparó para el combate contra esa multitud de españoles a los que consideraba sus enemigos. El catolicismo, acostumbrado a ser la religión del statu quo, pasó a la ofensiva y se convirtió en una religión de la contrarrevolución.
Y hacia ella se dirigieron los preparativos desde el día siguiente del triunfo electoral de la coalición del Frente Popular en febrero de 1936. El 20 de ese mes podía leerse en El Pensamiento Alavés que “no sería en el Parlamento donde se libraría la última batalla, sino en el terreno de la lucha armada”. La prensa católica y de extrema derecha incitaba a la rebelión frente a tanto desorden. Ya en 1934, el canónigo magistral de Salamanca, Aniceto Castro Albarrán, había publicado El derecho a la rebeldía, el de una rebelión en forma de cruzada patriótica y religiosa contra la República atea.
La Iglesia puso desde el principio todos sus medios al servicio de la causaCuando un importante sector del Ejército tomó sus armas contra la República en julio de 1936, la mayoría del clero y de los católicos se apresuraron a apoyarlo, a darle su bendición como defensores de la civilización cristiana frente al comunismo y el ateísmo. Ya se lo había dicho a sus fieles Manuel Irurita, el obispo integrista de Barcelona, en una carta pastoral el 16 de abril de 1931: “Sois ministros de un rey que no puede ser destronado, que no subió al trono por votos de los hombres, sino por derecho propio, por título de herencia y de conquista”.
Ante la imposibilidad de que un rey terrenal rescatara a su pueblo “de aquella situación oprobiosa”, del pecado, tendría que llegar un “Dios Redentor” que trajera a la patria “días de gloria y esplendor”. Así lo pedían todos los católicos, fundidos ya en la primavera de 1936 en una misma idea: Adveniat Regnum Tuum.
El catolicismo se convirtió en el vínculo perfecto del bando rebelde La sublevación no se hizo en nombre de la religión. Los militares que la concibieron y la llevaron a cabo estaban más preocupados por otras cosas, por salvar el orden, la patria, decían ellos, por arrojar a los infiernos al liberalismo, al republicanismo y a las ideologías socialistas y revolucionarias que servían de norte y guía a amplios sectores de trabajadores urbanos y rurales. Pero la Iglesia y la mayoría de los católicos pusieron desde el principio todos sus medios al servicio de esa causa.
Y lo hicieron para defender la religión, aunque también a ese orden, a esa patria que podía liberarles de la República laica y restablecer todos sus privilegios. Ni los militares tuvieron que pedir a la Iglesia su adhesión, que la ofreció gustosa, ni la Iglesia tuvo que dejar pasar el tiempo para decidirse. Unos porque querían el orden y otros porque decían defender la fe, todos se dieron cuenta de los beneficios de la entrada de lo sagrado en escena.
El catolicismo, tan identificado en la historia contemporánea de España con el conservadurismo político y social, se convirtió en el vínculo perfecto para todos los que se adhirieron al bando rebelde, desde los más fascistas a quienes se habían proclamado como republicanos de derechas. Y así, esa guerra civil provocada por un golpe de Estado pasó a ser una cruzada religiosa para salvar la civilización cristiana, el manto protector del exterminio de “malvados marxistas” y de la “canalla roja” que militares, falangistas, requetés y milicias ciudadanas pusieron en marcha desde el 18 de julio de 1936.
La Iglesia se sintió encantada con que fueran las armas las que aseguraran el “orden material”, liquidaran a los infieles y les devolvieran la “libertad”. Para justificar su implicación en una guerra civil que ella convirtió en cruzada necesitó mucha retórica, la construcción de varios mitos y el constante recuerdo del martirio sufrido por el clero. A partir de ese momento, obispos, sacerdotes y religiosos comenzaron a tratar a Franco como un enviado de Dios para poner orden en la “ciudad terrenal”, para llevar a buen fin una guerra de exterminio y pasar como un santo. Caudillo y santo.
Lo denominaron cruzada, cuando en realidad lo que había detrás de ese bando nacional era una amplia coalición reaccionaria, autoritaria, cuyos componentes se empeñaron en derribar a la República con el brazo ejecutor del Ejército. Con el asalto al poder, esa coalición antidemocrática, antiliberal y antisocialista logró los mismos beneficios y las mismas metas que otras formas autoritarias de movilización de masas que se implantaron en Europa entre 1919 y 1945.
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