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El día a día bajo un mar de lonas militares

Los refugiados en un campamento relatan cómo es su vida cotidiana

DANIEL AYLLÓN

José Carrillo, jubilado de 66 años, salió ayer por la mañana en tren de Elche a Lorca con una bolsa llena de fruta, una manta anudada con una cuerda y una mochila con 200 tijeras. 'Vendo tijeras por internet pero vi por televisión cómo está viviendo esta gente y pensé que les podrían ser de utilidad. He traído todas las que tenía en casa', explica mientras retoma el aliento en el campamento del recinto ferial Santa Quiteria. Los bultos pesan 15 kilos.

'Las mujeres están encantadas con las tijeras. Podría habérselas dado a la Cruz Roja para que las repartiese, pero quería entregárselas en persona para darles también mi cariño. La gente está derrotada', describe José, cuya indumentaria se limita a unas zapatillas, un pantalón y una camiseta interior de tirantes, de la que brota una mata de pelo cano del pecho. 'No les puedo dar dinero porque tengo una pensión de 700 euros para mi mujer y para mí, pero el bocadillo que he traído para comer se lo daré a alguno', añade.

El campamento de Santa Quiteria es el más grande de los que han levantado la Unidad Militar de Emergencias y Cruz Roja. La primera noche tras el seísmo, decenas de miles de vecinos durmieron en la explanada a la intemperie. La segunda, en las tiendas de campaña, cada una pensada para 30 personas. Ayer el Ejército comenzó a alojar a los ancianos y personas de salud delicada en barracones prefabricados. Pero el grueso de la población sigue hoy bajo las lonas militares, naranjas y blancas, de las tiendas.

Tras el impacto emocional del primer día, la atención de los servicios médicos ha cambiado. 'Hemos pasado de sanar heridas y contusiones a la atención psicológica, que seguirá siendo clave en los próximos días en el campamento porque hay mucha gente que lo va a perder todo cuando le derrumben su casa', explica un portavoz de Cruz Roja.

En una de las tiendas se aloja una familia de 26 ecuatorianos, los Guerrero. 'La mayoría trabajamos en el campo, pero estos días no podemos ir porque no tenemos dónde dejar a los niños: todas las escuelas están cerradas', explica Manuel, de 28 años. Su jefe le ha dejado librar hasta el lunes. Sin embargo, el joven teme que la visita de un técnico a su casa le pille en el trabajo: 'Si nos dicen que la van a demoler, mi familia no tendrá coche para sacar las cosas'. Hasta ahora, su alimentación se ha basado en dulces y bocadillos. 'Aguantas algunos días, pero ya empezamos a cansarnos de el menú', reconoce.

Con los primeros rayos de sol, antes de que quienes sí podían ir a trabajar se marchasen, Protección Civil repartió magdalenas, zumos y mermelada. A las dos de la tarde, por megafonía se anunció el siguiente turno: '¡Informamos de que la comida se va a empezar a repartir ya! ¡Por favor, empiecen a formar las colas'. El anuncio provocó la avalancha en carrera de cientos de personas. Los últimos de la cola tardaron más de una hora en probar bocado.

María José Soler, gitana de 24 años y madre de una de las pocas familias españolas que hay en el campamento, se queja de la alimentación que están recibiendo: 'Mi hijo de siete meses lleva tres días comiendo potitos fríos y no hay sitios para asearle'. Un par de militares le han dado un hornillo para calentar dos latas de fabada. Otras personas, sin techo pero con coche, se han desplazado a municipios cercanos en busca de comida. En Lorca comprar comida es prácticamente imposible, salvo en algún bar que ha reabierto sus puertas.

Cruz Roja y Protección Civil explican que los víveres dependen de lo que les llega a ellos, en su mayoría por medio de donaciones. 'En los próximos días, el Ejército se encargará de preparar comida caliente con sus cocinas. Hasta entonces, hacemos todo lo que podemos', explica resignado Paco San Lázaro, voluntario de Protección Civil que reparte los bocadillos. Ayer, se prepararon 1.400 entrepanes para los asentados en el campamento (800 de embutido y 600 de queso, para ofrecer una alternativa sin cerdo para los musulmanes).

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