La muerte en la plaza es un pasodoble y ayer también lo fue. La primera corrida en Barcelona tras la decisión del Parlament (por mayoría absoluta) de abolir las corridas de toros en Catalunya a partir de 2012 fue menos solemne de lo que se esperaba: la plaza no estaba llena ni todos los aficionados se vistieron de negro en señal de luto como se les había pedido a través de Internet. Tampoco hubo caras conocidas.
'Asesinos', 'la tortura no es arte ni cultura', gritaba una treintena de animalistas apostados frente a la Monumental (aunque la Plataforma Prou! había recomendado a sus simpatizantes que no acudieran). 'No somos asesinos', gritaban los otros. 'Las entradas en el corazón', decía un ex matador. El mismo que advertía de que 'ahora también prohibirán los castellers' porque, 'en realidad no son catalanes sino de un pueblo de la India', añadía. Y entre unos y otros, el paso de peatones y los Mossos d'Esquadra. 'Caballero, por favor, no pase de aquí', decía un agente a un hombre todo vestido de negro, él sí 'en señal de luto por la Fiesta'.
'Que no mezclen los argumentos políticos, nosotros defendemos los animales, esto no va de España ni de Catalunya', decía Luci, pancarta en mano. Ni caso. Otra vez, los taurinos volvieron a refugiarse en las cuestiones identitarias para defender la Fiesta.
'Hoy en día no se puede prohibir nada', afirmaba tajante una señora, 'y te digo un cosa: a estos [señalado a los animalistas] les pagan para estar aquí. 'A estos les paga Puigcercós [presidente de ERC]', añadía otra que, tocándose el vientre, decía no entender 'tanta preocupación por los toros cuando lo importante es la vida que crece aquí'.
'Nos veremos en las urnas', rezaba amenazante una pancarta. 'Tripartit y CiU, igual a dictadores', se leía en otra. 'Perdedores, que sois unos perdedores', gritaban desde el otro frente. Y entre improperios y descalificaciones unos y otros pasaron la tarde, hasta que llegó el momento de la corrida: los taurinos entraron en la Monumental y los animalistas se fueron a casa. Fin de la guerra. Al menos, de momento.
'Los profesionales de la tauromaquia manifestamos nuestro rechazo a la decisión del Parlament y pedimos que cese la manipulación política de la Fiesta', se escuchó por el altavoz, ya en la plaza. 'Libertad, libertad', gritaron los aficionados. Y vuelta a la normalidad.
Juan José Padilla clava las banderillas. Aplausos. El matador se crece y como una bailarina, grácil, delgado, con las patillas invadiéndole el rostro, da un par de saltitos, arquea la espalda y se pavonea por la plaza.
'De qué vas, no tienes vergüenza', se oye desde las gradas cuando Padilla trata de entrar a matar. Lo prueba una y otra vez. ¿Cuánto se tarda en matar un toro? Ayer para Padilla debió de ser una eternidad. Gritos, abucheos y varias intentonas hasta que lo consigue. Suena la música. El toro da vueltas sobre sí mismo, la lengua colgando, la espada clavada en la cruz. Cae al suelo. Brama; es su último aliento antes de que varios hombres salten al ruedo y lo rematen con las puntillas. Una turista rusa se lleva las manos al rostro. Dos filas más abajo, otra llora. La música envuelve la escena mientras la plaza espera.
Miguel Tendero, en cambio, tuvo más suerte. '¡Qué noble, qué noble es ese toro!', decía un aficionado a su mujer. 'Tiene una estética muy bonita', decía otro. Y mientras Tendero lidia con el animal, la plaza decide indultarlo: 'Indulto, indulto', gritaban. También hubo pañuelos blancos, hasta que el presidente de la plaza, el policía José María Iglesias, muestra un pañuelo naranja: larga vida al toro bravo. Los otros cinco sí mueren. La muerte es un pasodoble en la plaza. Siempre. Y ayer también lo fue.
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