Los Museos Vaticanos tienen a gala contar con uno de los mejores equipos de restauración del mundo. Benedicto XVI ha sabido repintarse, a sus 81 años, con un barniz de pretendida firmeza ante los escándalos de pederastia que salpican a la Iglesia católica.
Ratzinger se colocó los galones de al contundencia al firmar en 2006 una orden de retiro para Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo, una de las amistades más fieles de Juan Pablo II. Se le condenó al ostracismo por las numerosas denuncias de pederastia que pesaban en su contra. El “castigo” esperó décadas. Llegó casi 60 años después de que Maciel fuera ordenado, al constatar el Vaticano que su vida no lo era tanto.
Cinco años antes, en mayo de 2001, el entonces cardenal Ratzinger, responsable de la institución heredera de la Inquisición, pidió a los obispos de todo el mundo que los casos de pederastia quedaran sujetos al secreto de la Iglesia y no fueran denunciados a las autoridades, bajo amenaza de excomunión, hasta que no fueran investigados por el clero.
La orden la dictó el mismo Joseph Ratzinger que, convertido ya en Benedicto XVI, escenificó el jueves una rectificación en un encuentro privado con cinco víctimas de abusos celebrado en la nunciatura del Vaticano en Washington. Cinco adultos relataron su experiencia al Papa, quien, en la versión almibarada que ofrece el Vaticano, les “dedicó palabras de aliento y esperanza”.
Durante su viaje a Estados Unidos, Benedicto XVI ha reconocido sentir “profunda vergüenza” por los casos de abusos sexuales a menores cometidos por sacerdotes. La contundencia contra la pederastia en el clero es, sin embargo puramente verbal. La Justicia terrenal es más contundente que la que aplican los intérpretes de lo divino.
En abril de 2002, cuando las dimensiones del escándalo rebasaron las fronteras de Estados Unidos, 12 cardenales norteamericanos se reunieron con un equipo de generales de la Curia romana. Juan Pablo II se entrevistó con esta delegación, que elaboró una primera estrategia para frenar la sangría de credibilidad que minaba a la Iglesia. Miles de casos —y de millones de euros en indemnizaciones— habían lastrado la imagen y las arcas de la Iglesia católica en EE.UU.
El abuso sexual a menores “es, en todos los sentidos, equivocado y justamente considerado un crimen por la sociedad”, les dijo el Papa polaco. La jerarquía católica norteamericana reaccionó entonces con una dosis mínima de autocrítica y propuso la expulsión del estado clerical de aquellos “de quienes se sepa que son culpables de abuso sexual repetido y agresivo”. Repetido y agresivo. Tolerancia cero, pero con matices. La Iglesia católica de Estados Unidos ofrecía impunidad a los curas que cometieran abusos “sólo” una vez.
Dos meses más tarde, en junio de 2002, la Conferencia Episcopal de Estados Unidos aprobaba un estatuto para la protección de niños y jóvenes. El episcopado estadounidense pedía aumentar la “vigilancia para evitar que esos pocos que pudiesen usar el sacerdocio para sus propios fines inmorales y criminales lo hagan”.
Entre las medidas a adoptar para proteger a los menores en el futuro, el documento recomendaba “emplear técnicas de preselección y evaluación apropiadas para decidir sobre la aptitud de los candidatos a la ordenación”.
La principal novedad del documento era su apuesta por la colaboración con la Justicia. Oficialmente, rompía con la opacidad. El obispo “relevará rápidamente al supuesto ofensor de sus tareas ministeriales”, proclamaba ahora la jerarquía católica norteamericana. Ante un cura pederasta, “las diócesis aconsejarán y apoyarán el derecho de las personas a dar parte a las autoridades”, señalaban. “Las diócesis notificarán cualquier alegación de abuso sexual de un menor a las autoridades correspondientes y cooperarán con la investigación de acuerdo a las leyes de la jurisdicción local” concluía el documento.
El dique de contención para el escándalo quedaba así redactado. La Iglesia norteamericana habían necesitado pagar 1.200 millones de euros en concepto de reparación a las víctimas para decidirse a escribirlo.
¿Que ocurría mientras tanto en España? Por las mismas fechas, un grupo de catequistas denunciaba en Madrid a un sacerdote, luego condenado, por abusar de un niño de 13 años. Fueron expulsados de su parroquia. El cura, Rafael Sanz Nieto, fue únicamente trasladado por el titular de la diócesis, Antonio María Rouco Varela, a otra iglesia que apenas dista un kilómetro del lugar de los hechos. El parque de Aluche separa ambas parroquias.
“El interés por acallar los escándalos parece ponerse por delante de la necesidad de aclarar lo ocurrido, todo indica que ni siquiera se acude a los tribunales ordinarios de Justicia, como es obligación”, denunciaba un grupo de comunidades cristianas ligado a la iglesia en la que predicaba el sacerdote pederasta. “En nuestra Archidiócesis no se adoptan medidas que eviten la repetición de sucesos tan desagradables”, se lamentaban los denunciantes. Nadie atendió sus quejas. Sólo dos obispos se interesaron, con palabras más amables que efectivas.
“Seguimos esperando porque no desesperamos”, dicen ahora los impulsores de esta denuncia, que han constituido el colectivo Iglesia sin Abusos. Su portavoz aplaude el cambio abierto por la Iglesia en EE.UU. El silencio del episcopado “se verá, dentro de unos años, como ahora se ve la Inquisición”, señala este colectivo. Iglesia sin Abusos define el comportamiento de la jerarquía católica española como una actitud “oscurantista que roza lo delictivo”.
Todo empezó en enero de 2002 cuando el Boston Globe publicó una serie de artículos sobre los abusos cometidos por el padre John Geoghan sobre más de un centenar de jóvenes a lo largo de décadas y los esfuerzos por parte de la jerarquía local, liderada por el arzobispo de la ciudad, el cardenal Bernard Law, por encubrir el asunto.
Fue el principio de un escándalo que sigue conmocionando la Iglesia católica estadounidense, le ha costado dos mil millones de dólares en indemnizaciones, lo que ha llevado a la quiebra a varias parroquias, ha salpicado a algo menos de cinco mil curas y ha sacado de un humillante silencio a más de doce mil víctimas.
Después de que el Globe sacara la noticia, cientos y cientos de afectados empezaron por primera vez a contar sus historias. Ante la proporción del desastre, el Papa Juan Pablo II, convocó en Roma a los cardenales estadounidenses en verano del 2002. Una de sus primeras medidas fue forzar la dimisión de Law. Otros obispos también tuvieron que abandonar sus parroquias. En total, 19 miembros de la jerarquía se vieron salpicados por el escándalo, por cometer los crímenes o por encubrirlos.
En 2004, un informe encargado por la Iglesia norteamericana y elaborado por el colegio criminal John Jay de Nueva York, implicó a 4932 curas, el 4% del total del país.
Seis años más tarde, la visita de Benedicto XVI ha reabierto viejas heridas. Pese al encuentro que mantuvo el pasado jueves en Washington con algunas víctimas, los afectados, movilizados en el Survivors Network of Those Abused by Priests (SNAP), siguen pidiendo justicia. “Este es un pequeño paso que llega bastante tarde, en un camino muy largo”, dijo Joelle Casteix, una de sus portavoces.
En los tribunales siguen juzgándose casos de abusos. En 2003 la Archidiócesis de Boston tuvo que pagar 85 millones de dólares a 522 personas. El pasado septiembre, una corte judicial de Scranton, Pensilvania, ordenó a la Iglesia local indemnizar con tres millones de dólares a la víctima de un cura pederasta, una de las mayores sumas desembolsadas por el clero estadounidense. En octubre, la Archidiócesis de Los Ángeles y otra orden católica acordaron pagar diez millones de dólares a siete afectados.
En total, la iglesia de California ha desembolsado 200 millones de dólares en indemnizaciones para resarcir a las víctimas.
El arresto del pederasta Brendan Smyth, en 1994, transformó Irlanda. Fue el primer caso público que abrió los ojos de una sociedad eminentemente respetuosa con la Iglesia Católica a los sistemáticos abusos sexuales a menores cometidos por curas y encubiertos por obispos y arzobispos. El padre Smyth abusó durante 40 años de niños y niñas en Irlanda, Italia y Estados Unidos. Sus superiores le protegieron ofreciéndole nuevos destinos.
Las autoridades de Dublín también intentaron encubrir al notorio pederasta. Los obstáculos interpuestos a su petición de extradición provocaron la caída del gobierno de coalición de Albert Reynolds. Fue el principio de la separación del binomio Estado-Iglesia que había dominado Irlanda desde los años veinte. Los irlandeses perdieron el respeto a los religiosos a quienes habían confiado la educación de sus hijos. Ahora escupían a los curas.
El caso Smyth es uno entre cientos de denuncias de curas pederastas que siguen investigándose en Irlanda. Pero su experiencia se repite: abusos en una diócesis; traslado a otra; promoción; vuelta a delinquir… Antes de por 17 delitos sexuales, Smith se había declarado culpable de 74 instancias de abusos a menores.
La Iglesia católica irlandesa revisó su código de conducta. Hasta entonces castigaba internamente a sus ovejas descarriadas, protegiéndoles dentro del gran redil de colegios, parroquias e iglesias. A partir de Smith, la jerarquía eclesiástica se prestó a colaborar con la Policía, denunciando a presuntos curas pederastas y suspendiéndolos de sus funciones.
En 2002, medio centenar de religiosos habían sido condenados por tribunales. Las indemnizaciones a las víctimas de abusos sexuales superan los 26 millones de euros. En Dublín se investigan actualmente 147 alegaciones contra presuntos curas pederastas. El Gobierno, por su parte, ha pagado cerca de 1000 millones de euros a antiguos internos de instituciones religiosas por los maltratos y abusos sufridos.
El daño moral es irreparable. El pueblo no confía en la Iglesia y los curas se sienten humillados, apartados de la sociedad. Irlanda ha perdido la fe o, al menos, ha dejado de ser cantera de religiosos para el resto de Europa. En 2007, sólo se ordenaron nueve curas. Hoy ejercen 4752, , si la tendencia continúa, sólo habrá 1500 curas en Irlanda en 2028.
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