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La República invisible

Muchos de los valores del 14 de abril han triunfado en la España del siglo XXI. Historiadores, sociólogos y políticos examinan una etapa clave de la historia de nuestro país

JUANMA ROMERO

'En estos momentos, cinco en punto de la tarde, Madrid entero, bajo un magnífico sol de primavera, presenta un aspecto de animación y júbilo extraordinarios. Las calles, materialmente invadidas por el pueblo –por todas las clases sociales– vitorea con el mayor entusiasmo a la República. No se ve a un guardia, como no sea uno urbano”.

Esta crónica tiene 77 años. Exactos. La publicó Heraldo de Madrid el 14 de abril de 1931. Escrita casi en tiempo real, mientras la ciudad vivía una convulsión replicada en todo el país. España se deshacía de su rey, Alfonso XIII, derrotado moralmente en las elecciones municipales del 12 de abril. España se vestía con el traje tricolor y se tocaba con gorro frigio. La II República había llegado.

La empujó el pueblo. Estalló, buscando esperanza, ilusión. “Se instauró como resultado inmediato de un movimiento popular”, describe el historiador Santos Juliá en Madrid, 1931-1934 (Siglo XXI, 1984). La fiesta impuso el nuevo régimen.

77 años no es un aniversario redondo. Pero cada 14 de abril, ineludiblemente, repiquetea en los cristales de la joven democracia española qué fuimos. Qué somos hoy. Qué patrimonio de la II República se ha filtrado en el ADN de la sociedad de 2008.

“Los tiempos han cambiado. La España de hoy dista kilómetros de la de los años treinta, pero ese periodo corto, intenso, permanece vivo como el primer referente democrático en nuestro país”, reflexiona Ángeles Egido, profesora de Historia Contemporánea de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). “Se quiso dar el salto a Europa, modernizar el país, construir un Estado federal, separar la Iglesia del Estado... En 1975 se retomó la historia en el mismo punto en que se dejó”.

No es fácil decirlo. Admitir que, en parte, la España postfranquista es hija de la republicana. Y lo es, señala Santiago Carrillo, ex líder del PCE: “La mejor herencia es el reconocimiento de la soberanía popular y de las libertades”. Remacha Gregorio Peces-Barba, uno de los siete padres de la Constitución: “La Carta Magna de 1931 fue un referente. ¡Cómo no! Sobre todo el capítulo de derechos humanos. Estaba en la mente de todos nosotros, también de Fraga, aunque no lo dijéramos abiertamente”.

Eso era miedo.

El recuerdo lacerante de la Guerra Civil, el desenlace que Franco pintó como inevitable de una República tomada por el “caos”, atenazó la Transición. Pesó tanto que Interior se negó a legalizar los partidos republicanos antes de las elecciones de 1977. “Uno de los factores determinantes para que se blindara la Monarquía y se ahogase el debate sobre la forma de gobierno”, protesta Isabelo Herreros, líder de Izquierda Republicana durante 15 años, hasta 2007.

El deseo de no reproducir los viejos errores no impidió, sin embargo, que la democracia de 1978 incorporara los planteamientos más señeros de la República. Juan Pablo Fusi, historiador y catedrático de la Universidad Complutense (UCM), identifica cuatro nexos comunes. “Primero, entender la democracia como un valor, como forma de gobierno y de sociedad. Segundo, concebir un Estado descentralizado. Tercero, la educación pública y laica como gran proyecto social. Y en cuarto lugar, la admiración por la cultura de la Edad de Plata”.

La máxima escuela para todos, importada de Francia por el primer ministro de Instrucción Pública de la República, Marcelino Domingo, ilustra para todos los expertos la firme pretensión del nuevo régimen de alfabetizar y formar ciudadanos. Sólo en junio de 1931 salieron a concurso 7.000 plazas de maestros. Un avance ni siquiera intentado durante la Restauración. Alicia Alted, investigadora de la educación republicana en la UNED, recorre de carrerilla los “grandísimos avances” del quinquenio, vigentes hoy. Las clases con niños y niñas, el “espíritu crítico”, la participación “activa” del alumno, la apuesta por los “movimientos pedagógicos de vanguardia” ensayados antes por la Institución Libre de Enseñanza. “Por vez primera un Estado concebía la infancia como un periodo de aprendizaje y juego básico para la formación del individuo”.

En cultura saltan las diferencias. Para Mirta Núñez, experta en la represión franquista y profesora de la Complutense, todavía no se ha aprehendido el valor de la “ética republicana”, esa cultura integral, humanística, radicalmente laica. “Parte de ese rico legado se cortó de cuajo por la voluntad aniquiladora de Franco. Obligó al silencio”.

La Iglesia. Pronto aflora en cuanto se revisa la agitada vida de la República. Con la imagen cruda de la quema de conventos señalada con dedo acusador por la dictadura. Algo se hizo mal, coinciden los académicos. “Faltó tacto”, arguye Núñez, “aunque con una jerarquía tan reaccionaria era complejo”. “Prendió un anticlericalismo mal entendido”, añade Fusi. “El conflicto existió, pero lo que buscó el bienio progresista [1931-1933] fue crear ciudadanos, desvestir España de la única moral dominante, la católica. Estoy convencido de que el problema se habría apaciguado de no haber estallado la guerra. La Transición no sintió ese anticlericalismo, en parte por la alianza de parte de la Iglesia con el antifranquismo desde los sesenta”. Es la opinión firmada por Rafael Cruz, politólogo de la UCM y autor de En el nombre del pueblo (Siglo XXI).

El título de la obra ya sirve una de las claves diferenciadoras de la España de 1931. El populismo. No ha perdurado. Para Cruz, felizmente. “Se primaba al colectivo sobre la persona. Al pueblo, a las clases, de una forma excluyente, descuidando las minorías”. Fusi lo explica aludiendo a los cambios operados en los partidos. “Hoy son interclasistas, no antisistema. También ha cambiado la mentalidad militar y la estructura sindical. No existe una central revolucionaria como la anarquista CNT. Pesa más la formación de los políticos (por encima de su oratoria) y subyace una aceptación plena de la economía de mercado, del Estado del bienestar y las tesis keynesianas. Y se ha perdido la urgencia de la reforma agraria”.

Al final del camino no hubo luz. Sólo el fogonazo de la sangre. El enorme proyecto modernizador de la República, en buena medida paralizado por los gobiernos de la derecha (1933-1936), tropezó con un desenlace abrupto. La guerra. ¿España parió un régimen liberalizador prematuramente? “¿Por qué no lo planteamos a la inversa?”, se cuestiona Ángeles Egido. “Quizá se pueda admitir que la República se adelantó, pero no en el contexto internacional. Mussolini decía que la llegada de la República a España era como encender una lámpara de aceite en la era de la electricidad. Las democracias en Europa estaban en receso, recordémoslo”.

El problema era la sociedad. Estaba “desestructurada, no era homogénea”, recalca Fusi. No existía el colchón de una burguesía fuerte. Por eso, sigue Egido, “se desbordó por los extremos”. Esa erosión intensa se corresponde, asimismo, con la existencia de un “Estado débil, con poco sector público y pocas garantías sociales”, esgrime Fusi. No cabe pues la crítica exacerbada, falaz, al régimen alumbrado en 1931. Pero tampoco, como precisa Rafael Cruz, la “lectura acrítica”. “No era una sociedad 100% moderna. Se dio el voto a las mujeres, pero la cultura masculina, viril, era evidente”. Santiago Carrillo, testigo de aquella época y de ésta, reconoce los cimientos republicanos. Y los avances de la España de 1978. “Hemos llegado más lejos ahora. Retos sociales hoy logrados antes eran impensables”.

El republicanismo con rey. Es la paradoja irresoluta desde la Transición. ¿Puede convivir el espíritu republicano con la Corona? Sí y no. No hay acuerdo.

Entre los primeros, los del sí, Cruz. “República es mucho más que una forma de gobierno. ¿No hay acaso repúblicas dictatoriales? Apoyo que todos los cargos sean electivos, pero no es una prioridad hoy”. También lo sostiene Fusi: “El republicanismo cívico es la forma más actualizada de hablar de democracia. De libertades de ciudadanos maduros e iguales, de tolerancia, de control del poder... Eso supera todos los debates sobre la Monarquía”. O Carrillo: “No tenemos menos libertades que en Francia o en Italia”.

Entre los del no, Isabelo Herreros, de IR: “España no será plenamente democrática hasta que no elija a su presidente de la República”. O Manuel Muela, presidente del Centro de Investigaciones y Estudios Republicanos: “La Corona no es transparente. No publica sus cuentas. Antes o después el sistema quebrará y se verá que es mejor no tener rey”.

“El problema es que aún hoy late el miedo. Pero empieza a caer”. Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, lo ha sentido tocando la frustración de los familiares de los tirados en las cunetas por el franquismo. En las fosas. “La Transición no puso límites a la derecha. Firmó el olvido. De ahí los resquemores, los odios que tan hondo calaron”. Las huellas más difíciles de borrar. Aún 77 años después.

14 de abril de 1931: cuando el rey perdió su trono.  En los planes de Alfonso XIII no casaba la idea de que unos comicios municipales, los del 12 de abril, pudieran echarle del poder. Así fue. Las listas republicanas vencieron en 41 de las 50 capitales de provincia. El pueblo lo leyó como un plebiscito sobre la Monarquía. El rey cayó. Y se marchó.

28 de junio de 1931: las primeras elecciones. La primavera de 1931 se presentó agitada. Bajo el Gobierno provisional de Niceto Alcalá-Zamora se impulsaron las primeras reformas: la reestructuración del Ejército, los cambios en el campo y en la escuela, el discurso secularizador. Pronto estallaron los conflictos con una Iglesia ultra. Prendió de nuevo la violencia anticlerical, que ya emergió en mayo. El Ejecutivo preparaba mientras las primeras elecciones. Las constituyentes del 28 de junio, ganadas por republicanos y socialistas.

9 de diciembre de 1931: España tiene Constitución. El otoño se llenó con la redacción de la Carta Magna republicana. La derecha desertó y se abstuvo en la votación, el 9 de diciembre. Al día siguiente, las Cortes eligieron a Alcalá-Zamora presidente de la República.

10 de agosto de 1932: primer golpe, la ‘Sanjurjada’. Con Manuel Azaña como presidente del Gobierno tuvo lugar la primera algarada militar: la rebelión, en Sevilla, del general José Sanjurjo. Fracasó. El miedo a la involución aceleró la aprobación, en septiembre, de la reforma del sector agrario y del Estatuto de Catalunya.

Enero de 1933: disturbios en Casas Viejas. La inquietud por el lento implante de las reformas en el campo derivó en los sucesos trágicos de Casas Viejas (Cádiz), promovidos por los anarquistas y reprimidos con dureza por el Gobierno. La factura le costó el puesto a Azaña.

19 de noviembre de 1933: comienzo del ‘bienio negro’. La inestabilidad condujo a la convocatoria de nuevas elecciones en noviembre de 1933, las primeras en las que votaron las mujeres. Triunfan los radicales de Lerroux y la derecha de la CEDA de Gil-Robles. Comienza el bienio negro, el desmontaje de las reformas promovidas desde 1931.

Octubre de 1934: revuelta en Asturias. Hasta octubre de 1934 no se integrarán miembros de la CEDA en el Gabinete. Eso soliviantó a la clase obrera, que se sintió atacada y reaccionó violentamente. La huelga revolucionaria caló en Asturias y en Catalunya, donde Companys proclamó el Estado catalán. Su autonomía fue suspendida y los líderes políticos, detenidos. Hubo más de 1.300 muertos.

16 de febrero de 1936: la victoria del Frente Popular. Desde mayo de 1934 hasta las elecciones de 1936 se sucedieron ocho gobiernos. La derecha fue derrotada en esos comicios por la conjunción de republicanos e izquierdas integrados en el Frente Popular.

17 y 18 de julio de 1936: el golpe que mata la República. Es la sedición de parte del Ejército, liderada por Sanjurjo, Mola y Franco, la que desencadena la Guerra Civil. Con ella sucumbe un quinquenio de florecimiento de las libertades. De apuesta firme por el Estado laico, la educación, la cultura. Por la modernización de un país atrasado.

 

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