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Los sindicatos amenazan al Gobierno británico con una guerra total

La reforma de las pensiones de funcionarios desencadena una ola de movilizaciones

IÑIGO SÁENZ DE UGARTE

Las trincheras están preparadas. Las tropas, aleccionadas. Los suministros, dispuestos. Un año después de la formación del actual Gobierno, los sindicatos británicos quieren ir a la guerra. 'Esta es nuestra llamada a las armas', dijo hace unos días Dave Prentis, líder de Unison, el mayor sindicato en el sector público. 'Es una lucha que podemos ganar, que debemos ganar'.

El motivo es la reforma del sistema de pensiones. No tanto el aumento de la edad de jubilación a 66 años para 2020, al que parece que todo el mundo se ha resignado, sino el incremento de las contribuciones de los funcionarios en 3,2 puntos, que en la práctica equivalen a un recorte del sueldo. Los trabajadores deberán aportar más de su nómina, congelada durante dos años. Además la pensión final se establecerá en función de los ingresos de toda la vida laboral, y no sólo de los últimos años como hasta ahora.

Los cambios provocaron la huelga convocada por un sindicato para este jueves. Las centrales más poderosas no se han unido al paro, pero sí lo han apoyado de forma simbólica. Prefieren reservar fuerzas para dentro de unos meses.

La huelga ha tenido una incidencia especial en la educación y ha afectado de forma total o parcial al 40% de los centros escolares. También ha sido significativa entre el personal del Ministerio de Interior que atiende oficinas de pasaportes y su control en aeropuertos.

A pesar de las amenazas veladas de los sindicatos, los laboristas han decidido no apoyar esta huelga. 'Comprendo el enfado de los trabajadores que se están viendo acosados por la provocación del Gobierno', ha dicho su líder, Ed Miliband, 'pero creo que se equivocan porque la negociación aún no ha concluido'.

Los sindicatos alegan que un ministro del área económica anunció los cambios de la reforma como definitivos en una entrevista televisiva antes de plantearlos en la mesa negociadora. Hasta dijo que ese era el mejor acuerdo al que podían aspirar los sindicatos.

No hay discusión sobre el poder de los sindicatos en el Reino Unido que no incluya la palabra Thatcher. 'Están recortando los servicios públicos mucho más de lo que se atrevió Thatcher', dijo Prentis. 'Han declarado la guerra a los servicios públicos'.

La retórica ha adquirido niveles dramáticos porque deja poco espacio para la negociación. La movilización del jueves es sólo un prólogo a lo que todos esperan que ocurra en otoño. Los sindicatos prometen una ola de protestas a la altura de la mítica huelga general de 1926. Pero su posición ni siquiera es la misma de la que gozaban en los años 70. En 1979 tenían más de 12 millones de militantes. Ahora cuentan con algo más de la mitad.

Su poder no es sin embargo desdeñable. Unison tiene 1.400.000 militantes y ha reunido una caja de resistencia de 22 millones de euros para sostener las huelgas. Los políticos revisan los libros de historia y creen tener motivos para estar preocupados. Los conservadores están convencidos de que las huelgas de 1974 fueron decisivas en el fracaso del Gobierno de Edward Heath. Los laboristas piensan lo mismo sobre la relación entre el invierno del descontento y la agonía del Gabinete de Callaghan. En ambos casos, prefieren ocultar sus errores del pasado y adjudicarlos al clima de rebelión sindical de la época.

El líder sindical Arthur Scargill creyó en los 80 que los mineros podían derribar a Margaret Thatcher. Fue un error del que los sindicatos nunca se recuperaron del todo. La movilización popular fue perdiendo apoyos cuando se convirtió en un pulso a muerte. El Gobierno aprovechó el reto para dificultar el derecho de huelga. Desde entonces, los militantes sindicales deben refrendar las convocatorias de paro con el voto secreto. Eso tiene efectos disuasorios. La cúpula sindical no sólo tiene que ganar la consulta, sino también costearla.

El paro del 30 de junio fue apoyado por más del 60% del voto de los militantes implicados. Pero sólo votó menos del 40% de los censados. La prensa conservadora y el alcalde de Londres, Boris Johnson (siempre encantado con la idea de pasar por la derecha a su partido) están jaleando al Gobierno con la intención de que apruebe otra reforma que obligue a que vote al menos la mitad del censo sindical.

Es poco probable de momento que el primer ministro, David Cameron, haga una declaración de guerra de este tipo. Los sondeos dan resultados difíciles de interpretar. Muestran el rechazo a las huelgas en los servicios públicos, pero al mismo tiempo el apoyo a algunas reivindicaciones sindicales, en especial en el tema de las pensiones.

Los laboristas temen que el Gobierno conservador esté tendiendo una trampa a los sindicatos para obligarles a radicalizar su estrategia.

Cada una de las partes tiene motivos para hacerse fuerte en sus posiciones. El Gobierno ha tenido que rectificar en varios asuntos -el principal, la reforma de la sanidad pública- y ha agotado ya el número máximo de rectificaciones. Su electorado no le perdonará si ocurre lo mismo con los sindicatos.

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