Este artículo se publicó hace 9 años.
La nueva vida tras un balón de la colonia irlandesa de Madrid
Decenas de irlandeses colman un equipo 'amateur' de fútbol gaélico en la capital, a través del cual se integran en la sociedad. En el otro lado, los pocos españoles aprenden inglés
-Actualizado a
MADRID.- Como no podía ser de otra manera, germinó un día de San Patricio. Javier Vicente veía la final de fútbol gaélico con sus amigos en un pub irlandés pegado a la madrileña plaza de Cibeles y apenas entendía nada. “¡Qué cosa más rara!”, exclamaba una y otra vez ante la televisión. Allí, entre la multitud irlandesa y algún que otro curioso, conoció a un chico de aquel país que buscaba gente para fundar el primer club de este deporte de Madrid. Sin pensarlo demasiado, decidió unirse junto a algún que otro colega. Más de una década después, la taberna fundacional, el Kitty O'shea's, ya no existe; ha cambiado su nombre por el del célebre escritor James Joyce. Y Madrid Harps, el equipo que montaron entre pintas, sigue siendo el único de la capital dedicado a esta práctica, con una vocación añadida de integración y de divulgación.
Aunque en España no es ni profesional, en Irlanda se considera, junto con el hurling, el deporte rey. Llena estadios, lo practican miles de personas y tiene mucho más tirón que, por ejemplo, el fútbol. Dos equipos de quince jugadores cada uno se enfrentan en un campo con el objetivo de introducir el balón en una portería o entre los dos postes tradicionales del rugby. Pueden avanzar tanto pasándolo con las manos como pateándolo. El esférico tiene la forma de uno de fútbol y la apariencia de uno de voleibol.
“Es una mezcla entre rugby y fútbol”, trata de explicar Juan, militar de 26 años. “La gente piensa que es de mucho contacto cuando en realidad hay casi menos que en el fútbol. Es más atlético, de agilidad y de velocidad que de fuerza. De hecho hay pocas lesiones”, agrega Andrés, ingeniero informático madrileño de 30 años. Su parecido razonable con el rugby no ha hecho, sin embargo, que haya confluencia. De hecho, les miran mal. “He notado cierto desdén de la federación autonómica hacia nosotros, no sé si porque nos consideran los raros. Nos han ninguneado, no nos han dado respuesta cuando hemos contactado con ellos”, afirma Javier, informático de 38 años.
Los del fútbol, directamente, les ignoran. El más que escaso feeling con la gente del rugby lo han notado en aspectos como la marginación para contar con campos de entrenamiento o de juego. Antes, se ejercitaban en un terreno del barrio de Hortaleza, hasta que poco a poco les fueron empujando e invitando, de alguna manera, a que se marcharan. “Supongo que es porque ahora ellos están creciendo mucho y no tendrán espacio ni tiempo para nosotros. Espero que no nos tengan manía”, mantiene Javier, recién elegido presidente del club. Desde hace un año trotan en Vicálvaro, un distrito al sureste de Madrid situado entre San Blas y Vallecas. Entrenan en uno de los tres campos del Centro Municipal Deportivo (de diferentes tamaños), de fútbol 11 y de un aparentemente cuidado césped artificial. Está rodeado por unas calles de atletismo por las que corre algún que otro runner abrigado hasta arriba, y por una valla metálica a través de la cual se accede al verde.
La iluminación no es extraordinaria y sólo disponen de las porterías; les faltan los postes, que solicitaron hace meses al Ayuntamiento de Manuela Carmena y con los que aún no cuentan. Javier es pesimista al respecto: “No creo que lleguen antes de fin de año”.
Hoy es un miércoles de finales de otoño a última hora de la tarde y, en un espacio tan abierto como éste, la sensación es absolutamente invernal. Se nota a los pocos minutos de estar ahí en medio, aunque no parecen percibirlo los dieciséis que se ejercitan. Pocos para los más de veinte que suelen acudir cuando practican los sábados, un día menos complicado dado que cada uno tiene su dedicación, ya sea trabajo o estudio. En el Madrid Harps hay doscientas personas registradas que pagan una cuota, de las cuales setenta juegan con los equipos masculino y femenino. Cuarenta y tantos chicos y más de veinte chicas. Además, hay dos decenas de niños.
De estos setenta, cerca de cincuenta son irlandeses. La cantidad tiene una buena explicación. La asociación es probablemente uno de los centros neurálgicos de la comunidad irlandesa en la capital. Es punto de encuentro de quienes llegan a la capital y no conocen a nadie y de aquellos que desean abrirse a la sociedad madrileña. “Hay muchos que vienen a España y no conocen nada. Entonces, se dan cuenta de que existimos y me llaman para relacionarse con otros compatriotas. Por otra parte, es la única conexión que pueden tener con jóvenes de aquí, ya que, además, los que han llegado hace poco aún no hablan nuestra lengua”, relata Javier.
Tres de ellos son Kieran, Finbarr y Conor, que se manejan más o menos en nuestro idioma, alguno con más soltura que otra, pero sin perder el cerrado acento de su país. El primero, mecánico de 41 años, desembarcó hace seis en la capital con su mujer española tras una década viviendo en Inglaterra, donde se dedicaba a la construcción. Tiene dos hijos que también despuntan en el equipo. “Es una comunidad dentro de un lugar muy grande. Y es muy fácil adaptarse a Madrid porque la gente es muy abierta y amable. Si tienes cualquier problema, te ayudan muchísimo”.
Conor es uno de los más jóvenes del plantel. Tiene 23 años y llegó hace dos de su pequeño pueblecito en el condado norirlandés de Tyrone, en el que el fútbol gaélico es muy popular. En Madrid Harps, además de jugador, es el entrenador. Lo practicó en su diminuto municipio hasta que dejó de disfrutar.
-Aquí es todo lo contrario; menos en serio y más divertido —explica Conor.
-No necesitamos salir y ganar, ganar, ganar y ganar. Sí, nos gusta ganar, pero no es lo más importante. Lo principal es divertirnos —asevera Kieran.
-¡Y la fiesta de después! —interviene Finbarr con un grito para comenzar el jolgorio.
-¡Claro! ¡Las copitas de después! Nos hemos apuntado también para tener gente con la que salir y divertirnos; eso también ayuda. Y las tapas que hay aquí en Madrid… —sostiene entre risas Kieran.
Finbarr, de 28 años y dedicado a un negocio en internet, es el que menos tiempo de los tres lleva en la capital: siete meses. Viajó hasta aquí desde su diminuta localidad en el condado de Clare porque su novia, como la mujer de Kieran, es madrileña y hasta le ha dado tiempo a hacerse abonado del Rayo Vallecano. “A lo que más se juega en mi pueblo es al hurling. Bueno, tenemos también un equipo de fútbol gaélico, pero somos una mierda”, confiesa. En parte, coincide con Kieran: “De donde yo vengo, ambos se practican por igual. Y en ambos somos una mierda”, cuenta entre carcajadas este mecánico que jugó al fútbol gaélico hasta los 16 años. “Entonces me jodí la rodilla y ahora he vuelto después de 24 años”.
Finbarr es el que peor se defiende de los tres con el español, aunque pronuncie Rayo Vallecano casi como un madrileño de pro. “Los españoles que hay en el equipo son buena gente y Madrid es mejor que Irlanda. El tiempo y la vida. Todo”, reconoce. Opina igual Conor, que vive aquí con su novia norirlandesa tras enamorarse de nuestro país de Erasmus en Barcelona. “Aquí hay sol, la sociedad es más abierta que en Irlanda. Vine aquí por eso, en busca de una vida mejor”.
Conor, que estudio filología, es uno de los muchos profesores de inglés que abarrotan el equipo. Es, sin duda, la profesión que domina en Madrid Harps. Una manera espléndida y gratuita de que los españoles aprendan el idioma de Shakespeare sólo con relacionarse con ellos. Todos ganan. Juan, por ejemplo, ha tenido un examen justo ese día y le ha salido “bastante bien”. “Estaba en proceso de aprenderlo y gracias a mis compañeros lo he hecho mucho mejor”.
No extraña, por tanto, que el idioma del equipo sea el inglés. Y que en los entrenamientos domine esta lengua, chapurreada por algunos, igual que el español. Los “let’s go, let’s go!”, “you are fucking joking” o “come on man!” se entremezclan con los “¡vamos!” o “¡sigue, sigue!”. En la práctica, cada uno va vestido de su padre y de su madre. Uno con una camiseta de la selección española, otro con una del Barça y Messi en la espalda y otros con los colores del equipo: rojo y negro.
En España, el fútbol gaélico es muy minoritario y amateur. Hay pocos equipos -Barcelona, Gibraltar, Sevilla o Marbella-, mientras que en Galicia está más desarrollado. “Existen un par de ligas y, sobre todo, es muy famoso en la provincia de A Coruña”, cuenta Juan, que llegó desde esta comunidad hace un año. “Lo quieren vender como una conexión celta”, profundiza Javier.
Debido a la escasez de clubes y a la importante distancia entre ellos, no hay una liga nacional, sino que suelen jugar torneos entre enero y febrero en distintas sedes. Los puntos logrados en cada uno de ellos dan lugar a una clasificación general que decide el campeón. El último, tanto en la categoría masculina como en la femenina, lo ganó precisamente Madrid Harps, el club más antiguo de nuestro país tras el de Barcelona. De hecho, se han alzado con la victoria en más de la mitad de los títulos en juego. Además, hay una Champions League europea en la que también participan.
Practicar un deporte tan minoritario implica no contar con medios y que casi todo salga del bolsillo de los interesados. “Encontramos un espónsor para las equipaciones de las chicas, pero el resto nos lo patrocinamos nosotros mismos. Solemos hacer rifas o vender lotería para recaudar algo de dinero y sacarnos las castañas del fuego”, explica Andrés, que lleva cinco años en el conjunto, al que, como muchos, llegó por casualidad. “Lo conocí a través de mi novia, que empezó a jugarlo antes que yo. Fui a verlo, me moló bastante y decidí probarlo. La verdad es que, cuando se lo cuentas a alguien, nadie lo conoce. Yo lo que hago es explicarlo con vídeos de Youtube. Es lo más fácil”.
Los españoles son clara minoría, pero el buen ambiente que se respira es impresionante. Se vacilan durante los distintos ejercicios de los entrenamientos y compadrean en espanglish. Después, algunos se irán a tomar algo, como buen tercer tiempo. Y el fin de semana quedarán para cenar, para salir de fiesta y para “unas copitas”, como dice Kieran con ese acento irlandés tan español. Conor y Finbarr suspiran: “Esto es vida”.
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