Este artículo se publicó hace 9 años.
El español que se dispara a 90 kilómetros por hora
El canario Carlos Gimeno es el único español que compite en 'high diving', un salto desde 28 metros reservado sólo para 25 elegidos en todo el mundo. Compagina los exigentes entrenamientos en Madrid con sus estudios de Trabajo Social.
-Actualizado a
Un inmenso tatuaje parte del hombro hasta el codo. Un enorme león, por la fuerza que le inspira y que necesita. Un reloj, en honor al momento en que se propuso su objetivo y le echó agallas para conseguirlo. Unos dioses, los únicos que se lanzaban desde las alturas, según la mitología griega. Y una fecha clave, el cinco de febrero de este año. Entonces, Carlos Gimeno se convirtió en el primer español en participar en la preselección de la selecta competición de cliff diving que organiza Red Bull.
Cliff diving es una modalidad de salto de altura de natación que consiste en lanzarse desde un acantilado a una distancia del agua de entre 25 y 28 sobrecogedores metros. Para quien necesite ponerse en situación, es la distancia que habría si uno se tirara desde la azotea de un edificio de diez plantas hasta el suelo. O la de dos gigantescos camiones tráiler, uno detrás de otro. Pero tener la osadía de dispararse desde dicha altura no es suficiente. Lo más enrevesado -y lo que de verdad puntúa- es realizar los mortales y tirabuzones en los dos o tres segundos que dura la caída a una velocidad de entre 85 y 90 kilómetros por hora. Un ligero error, un descuido imprevisto y… ya se imaginan. Sin acantilado de por medio, se denomina salto de gran altura o high diving. El primer Mundial de la disciplina fue en Barcelona en 2013 y aspira a ser olímpica.
Resulta inevitable preguntarse de qué pasta están hechos los que se atreven con lo que para muchos puede parecer una locura. “Da un poquito de impresión”, concede Carlos (Las Palmas de Gran Canaria, 1989). Nada de miedo en su horizonte. Sólo respeto por un salto reservado únicamente para 25 elegidos en todo el mundo. Como el británico Gary Hunt o el colombiano Orlando Duque, dos de los mejores. O como el propio Carlos, el único español que compite profesionalmente en este deporte. “Lo más importante que hay que tener es coraje y cojones”, enfatiza con una amplia sonrisa en su anguloso rostro, cubierto en buena parte por una barba. “Por eso lo hace tan poca gente”. Cada cual puede tener su razón, pero la que al canario le mueve coincide a buen seguro con la de la mayoría: la adrenalina. Esa que perseguía al poco de empezar a brincar en la isla que le vio nacer.
Sus padres buscaron cómo transformar la energía que el pequeño Carlos derrochaba en casa. Siempre de aquí para allá. “Estaba constantemente flip flap por todos lados”. Flip flap es una técnica de gimnasia artística con la que el canario trata de dar a entender que se pasaba el día usando cualquier mueble de casa como trampolín, realizando volteretas del sofá al suelo y de la cama a la mesa. A los seis años comenzó en la gimnasia y a los diez ya se cambió a los saltos de trampolín tras ensayar con sus amigos en los acantilados de su tierra. Uno llamado El Punto Blanco lo vio en distintas ocasiones despeñarse dando varios mortales.
Pequeños, no tan temerarios como los de gran altura, pero igual de arriesgados para un chaval que ni siquiera era adolescente. Se inició en el Club Metropol de Las Palmas, pero a Carlos nunca le entusiasmó demasiado la natación; él siempre fue más de acrobacias. “Con saber nadar para no ahogarme cuando me tire, tengo suficiente”, bromea. Hasta cumplir la mayoría de edad, ganó siete campeonatos nacionales y, de repente, el freno de mano. “Lo dejé porque es un deporte bastante duro que te exige mucho. No estaba preparado. Tras ocho años, estaba cansado física y psicológicamente y decidí hacer un parón en mi vida. Quería vivir la experiencia universitaria, las fiestas”.
Una época un tanto convulsa en su interior. Hecho un lío, indeciso sobre qué hacer con su futuro. Hizo un ciclo de grado superior de actividades físico deportivas en el medio natural, pero no era su verdadera vocación. De alguna manera la encontró y lo reflejó en su segundo tatuaje. Tres ángeles de la guarda en la espinilla de su pierna derecha por un antes y un después en su vida. Dejó las islas a los veinte años camino de Granada para comenzar la carrera de Trabajo Social. “Allí me di cuenta de que la fiesta no es lo que buscaba. Emborracharme y ese tipo de cosas no me motiva. No echo de menos para nada aquella época”.
En esa enorme compilación de dibujos tatuados en su brazo derecho aún tiene hueco para el Partenón. Un homenaje al lugar donde se reencontró con su pasión. No se tiró desde el templo heleno, pero deambulando y meditando por allí supo que quería sacarse esa espinita que se le clavó a los dieciocho años cuando suspendió su exitosa carrera. Estaba de Erasmus en Creta y sus habituales excursiones con amigos solían acabar en espectaculares parajes y acantilados. “Me volvió a picar el gusanillo. Definitivamente, quería volver”. De ahí a Atenas para entrenar y después, el año pasado, a Roma, donde se convirtió casi en un artista de circo. Trabajó, en realidad, haciendo lo que más le gusta: acrobacias en el aire. En Zoomarine actuaba en espectáculos acuáticos con columpio ruso, cama elástica, saltos de trampolín y saltos desde 25 metros. En uno de ellos, colgado en YouTube, se le ve poniéndose boca abajo en un área mojada de apenas un metro cuadrado, elevando las piernas para agarrarse a la diminuta escalera blanca de metal y soltándose de ella con cuidado para no perder el equilibrio. Después, acomete el lanzamiento que mandó a Red Bull para que lo seleccionaran. Da pánico.
-¿Alguna vez tuviste miedo?
-Cuando estás cien por cien seguro de algo, no hay miedo. Lo que hay que tener siempre es un poco de respeto. Si llevas tiempo sin saltar, siempre te da un poquito más de impresión, pero, una vez que haces ese primer salto y le echas valor, el resto sale solo.
-¿Cómo se pierde ese pánico?
-Con la práctica, con mucho entrenamiento diario. No te voy a mentir: siempre hay un poco de cosquilleo, de nervios. Pero eso es bueno porque te mantiene alerta.
Desde que en octubre aterrizó en Madrid, Carlos entrena unas tres horas diarias. Y lo compagina con sus estudios y las prácticas de su carrera. La vida social para él prácticamente no existe. El entreno se realiza en el Centro de Natación Mundial 86, en el barrio de Sainz de Baranda. Aunque en realidad nunca ensayan con la distancia que luego se les exige en la competición, lo que convierte este marginal deporte en uno de los pocos que, de alguna manera, se entrenan en falso.
A primera hora de la tarde la piscina no está abarrotada. Hay gente de todas las edades dando clases y nadando a sus anchas por las diferentes calles. Sobre todo niños, que hacen sus primeros pinitos sobre el agua, y personas mayores, que combaten el anquilosamiento de sus músculos y huesos a brazadas. El canario, sin embargo, se las arregla para tener su espacio en el enorme recinto, en el que la humedad ahoga al extraño.
Comienza su jornada en una cama elástica perdida en un esquinazo. Toma impulso, hace chirriar la cama y pega formidables saltos con los que se queda a metro y medio de romper el techo. Entrena así los tirabuzones y la técnica Barani, que consiste en hacer un tirabuzón (giros sobre sí mismo en el aire) justo antes de entrar de pie al agua. De los mortales (volteretas hacia delante o hacia atrás), se ocupa en una pequeña colchoneta azul. De ahí a la planta baja para llegar al gimnasio, cruzando los vestuarios, varios pasillos y unas escaleras. El gimnasio no es muy grande, pero tiene abundantes máquinas y pesas. Le falta gente: una señora mayor anda en la cinta y dos jóvenes ejercitan el pecho en un banco.
La rutina de Carlos depende del día, pero nunca faltan unos veinte minutos de carrera y los abdominales, fundamentales para tonificar el cuerpo y para realizar las volteretas. Al fin, llega el momento que esperamos con cierta impaciencia: el de verle saltar. El recinto tiene cuatro grandes plataformas de cemento desde las que se lanza. De menos a más, hasta alcanzar los diez metros. Para alcanzarlas, hay unas pequeñas escaleras interiores que se asemejan a las tripas de un submarino. Él se sube directamente a la estructura situada justo debajo de la cúpula del edificio. Se abstrae un momento. No mira abajo, sino al frente. Se encarama a la barandilla, respira profundo y se tira. Los tres segundos que dura la caída se hacen eternos. Parece dominar el aire y el espacio, hasta que entra en el agua con un estruendo fenomenal que rompe la cháchara de la muchachada. Son quince metros.
“Yo no conozco a ninguno que no tenga miedo. Otra cosa es tener un pánico que no puedes superar y que te paraliza. Los hay que han tenido que retirarse por ello. Pero es bueno tener ese miedo, porque te hace estar alerta con los cinco sentidos”. Manolo Gandarias no opina como el canario. Y sabe de lo que habla porque, tras una carrera como saltador, lleva décadas entrenando a muchos deportistas. En la piscina Mundial 86 compagina la práctica con Carlos y con chicos y chicas del equipo español de salto de trampolín. Los aplausos resuenan cuando uno de los chavales clava una pirueta, aunque Manolo no parezca tan contento. “Al final, la responsabilidad de que no haya ninguna lesión es mía. Yo tengo más temor que ellos”.
El técnico de la Federación Española de Natación, de 56 años, es el diseñador de los saltos. Delinea los tirabuzones y mortales con escuadra y cartabón, con precisión milimétrica. “Normalmente soy yo el que me como el coco y luego se lo expongo a ellos. Unas veces lo aceptan y otras me dicen que lo ven imposible, y yo tengo que convencerlos con el entrenamiento de que sí son capaces. Pero cuando les mando una nueva pirueta, tengo una seguridad de más del cien por cien de que no va a pasar nada, aunque esto es deporte y puede haber fallos al caer”. Defiende que ya está todo inventado y que lo que más se examinan son las cualidades de cada uno, que le permiten hacer unas cosas u otras. “No hay un salto modélico. Lo ideal es ser capaz de hacer los más difíciles de cada tipo de salto”. Las especialidades básicas son los tirabuzones y los mortales y cada uno las puede combinar como quiera.
Los mejores del mundo viven montados en el dólar. Los patrocinadores, el dinero de Red Bull, el de las federaciones y los premios llenan sus billeteras. Claro que, una vez retirados, vivir de las rentas como los futbolistas es casi una utopía. “De esto no se vive, no tienen resuelta su vida. Hay que tener algo más, una carrera o una preparación detrás. En estos deportes, por lo general, trabajan como si fueran profesionales pero no cobran como tal”, explica Manolo. Por el momento, Carlos no percibe subvención alguna. Una situación cada vez más habitual en el deporte español, y más si se tiene en cuenta la marginalidad de esta modalidad.
Tras el colosal salto inicial, Carlos desciende hacia una plataforma inferior.
-¿Qué piensas cuando subes las escaleras antes de tirarte?
-Visualizo el salto. Lo hago también antes de dormir con cada parte y cada movimiento. Y eso me da mucha seguridad, porque cuando me lanzo simplemente tengo que calcarlo. Así sale solo porque lo tengo claro en mi mente. Cuando subo siempre estoy muy concentrado. Me digo: ‘Vamos Carlos, que tú puedes’.
Se pone en la posición del velocista que se prepara para el pistoletazo y hace el pino.
-Y un segundo antes, ¿qué se te pasa por la cabeza?
-No piensas nada. Simplemente lo haces y punto. Porque el salto sale solo; lo has trabajado durante meses en el entrenamiento. Eso sí, miro hacia abajo y da un poquito de impresión.
Y se dispara dando una voltereta.
-Durante la caída, ¿te da tiempo a pensar en algo?
-Esos tres segundos pasan muy rápido y no te da tiempo a pensar en nada. Sólo tienes imágenes: el agua aquí, el cielo allí…
Ésta es la salida que prepara para sus próximos lanzamientos desde 27 metros, que serán la semana próxima en la Copa del Mundo en México. Después, probablemente competirá en el Mundial de Kazán (Rusia) en agosto y acabará la temporada en septiembre en la última prueba de Red Bull en Bilbao. El resto de su actuación se compone de un doble mortal hacia atrás y un tirabuzón y medio.
-¿Lo disfrutas?
-Sí, por la caída. Y más si haces los saltos que te gustan.
-¿Cuál es la sensación al caer?
-Increíble, un gran placer interior por hacerlo bien. Te sientes grande y poderoso.
La adrenalina que perseguía dura tres segundos.
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