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Unamuno: "Justo es que España pierda Cataluña"

Cultura recibe la donación de unas cartas inéditas del filósofo a Azaña en las que revela la inminente independencia catalana

PEIO H. RIAÑO

“Me preparé por lo menos las bases de la reunión de la nación española y la catalana ya que Cataluña [sic] ha de acabar, y muy pronto, por separarse del todo del Reino de España y constituirse en Estado absolutamente independiente”, se lee en veloz caligrafía que Miguel de Unamuno (1864-1936) tiró sobre las cuartillas amarillentas la Nochebuena de 1918, destinadas a su amigo Manuel Azaña (1880-1940).

En la primera de una suculenta colección de cartas, que recorren las paradas políticas de España durante la primera mitad del siglo XX, que ha llegado hasta la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura por donación del coleccionista Santiago Vivanco, Unamuno pide a Azaña la suplencia de una conferencia en el Ateneo de Madrid. Por esas fechas el prestigio de Unamuno y el volumen de sus ensayos hacen que la Residencia de Estudiantes culmine la edición de sus Ensayos en siete volúmenes. Después de navegar por las explicaciones sobre su ausencia, le apunta que su conferencia “cursaría sobre la soberanía catalana” y el uso “de la lengua con consideraciones sobre el conflicto de dos culturas”. “La fórmula, como dicen los políticos, es sencillísima y en pocas palabras la expondría yo”, continúa sin ningún amago.

'No puede haber dos ciudadanías', dijo Unamuno en el Congreso en 1931

Su explicación “sencillísima”: “En tiempos de Felipe IV se perdió Portugal conservando Cataluña, en tiempo de nuestro Habsburgo de hoy, Alfonso XIII, siendo su canciller Canalejas, se pensó en conquistar Portugal y del triunfo, descontado en el Palacio de Oriente, de Alemania se esperaba la anexión de Portugal y la formación del Imperio Ibérico, vulgarizándose España; justo es, pues, que al ser ésta derrotada con Alemania –la mentalidad neutral que dijo Romanones (el político que ve más claro y obra más turbio) era una alianza clandestina con aquel a quien se creía vencedor futuro– justo es, pues, que España pierda ahora Cataluña. Y la perderá, no me cabe la menor duda que la perderá. La federación no es más que una hoja de parra. ¡Cuánto me gustaría hablar de todo esto ahí!”.

Conocíamos a ese Unamuno dueño de una prosa resuelta, en la que cabe el símil y el barniz irónico, el juego de palabras y el cultismo, capaz de derribar, también en oratoria ante la bancada, a los diputados de la República. El diario de sesiones del Congreso de los Diputados, del 22 de octubre de 1931, recoge una de las más famosas alocuciones del autor de La agonía del cristianismo (1925) y San Manuel Bueno, mártir (1933), sobre el uso del catalán y el castellano en las escuelas de Catalunya: “Para mí todo ciudadano español radicado en Cataluña, donde trabaja, donde vive, donde cría su familia, es no sólo ciudadano español, sino ciudadano catalán, tan catalanes como los otros. No hay dos ciudadanías, no puede haber dos ciudadanías”. En su discurso defiende la oficialidad del castellano y reniega de la imposición del catalán a todos sus ciudadanos.

Entre las cartas donadas aparece una de Valle-Inclán a Azaña en 1923

Unamuno, fiel al ideario liberal, inquisitivo, polémico y opinante a contrapelo, que se declaraba cristiano pero abominaba de la teología católica o protestante, era un defensor de la lengua catalana y reconocía en Juan Maragall a uno de los hombres que “más profunda huella” dejaron en él. Sin embargo, se desconocía esta vehemencia en sus argumentos y conclusiones. Estas cartas se han conservado gracias al impulso coleccionista de Vivanco (Logroño, 1973), director general de Bodegas Dinastía Vivanco y director de la Fundación Vivanco, que reconocía a este periódico desconocer el contenido de la misiva debido a la urgente caligrafía con la que escribía Unamuno.

El 16 de marzo de 1922, Unamuno vuelve a escribir a Azaña, con toda confianza, más breve y más sarcástico: “Ahora ando ocupado en inventar una careta protectora contra la nube de los gases de aspirantes de la marea jesuítico-episcopal –y palaciega– con la que nos amargan. La estupidez –no otra cosa– borbónico-habsburgiana va en aumento”. Escribe un año y medio antes del levantamiento militar de Miguel Primo de Rivera, el 13 de septiembre de 1923.

La referencia en la carta a la figura de Alfonso XIII es premonitoria del papel decisivo que ocupó el monarca en la gestación del golpe de Estado. La mayoría de los historiadores considera al rey como un obstáculo para la posible conversión del régimen en una democracia representativa. Desde el comienzo de su reinado contribuyó decididamente, recuerda la historiadora Carolyn Boyd, “a propiciar la debilidad del poder civil y la predisposición militar a intervenir en la política”.

Desde luego, no había imaginado que la dictadura militar que inauguraba no era la salvaguarda de la Corona, sino el principio de la liquidación de la monarquía constitucional. De ahí que, meses más tarde del golpe, Unamuno escribiese que más que un golpe, Primo de Rivera había dado un “soplo” de Estado, dada la escasa resistencia que tuvo su acción, a la que no se enfrentó ni el resto del Ejército, que el rey apoyó inmediatamente y ante la que los partidos reaccionaron de forma pasiva.

Como escribió Arturo Barea (1897-1957), autor de La forja de un rebelde (1941): “El hombre de la calle se quedó mirando atónito lo que pasaba, como la gallina hipnotizada se queda mirando el trozo de tiza; y cuando trató de recobrar su equilibrio, los acontecimientos le habían sobrepasado: el Gobierno había dimitido, algunos de sus miembros habían huido al extranjero, el rey había dado su aprobación al hecho consumado y España tenía un nuevo Gobierno llamado El Directorio”.

Indalecio Prieto critica la censura de prensa del Gobierno de Alcalá-Zamora

Precisamente, entre las cartas donadas aparece también una que Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936) escribe a Manuel Azaña, el 16 de noviembre de 1923, desde la Puebla de Caramiñal, entrando a definir con saña a los ocho generales y un contralmirante encargados del Directorio… y algo más: “En la cuestión política estoy muy desorientado. A mí estos del Directorio me parecen unos sargentos avinados. La contestación a los presidentes de las cámaras es una flor del más puro rufianismo. Pero la prensa de la calle de Larra está tocando al último extremo de la idiotez canalla. Creo que ha llegado el momento de negarle el saludo a esos sacristanes. Todas sus adulaciones son a cuento de que el Directorio falle el pleito que se traen con ABC. Han resultado más cínicos y más idiotas que Don Torcuato. Porque muy idiota hay que ser para no alcanzar que esta gente militar –¿gente?– son unos asnos con piel de león. Es tan ridículo todo lo que está pasando. Indudablemente los presidentes de las cámaras, no esperaban que el Chulo de Palacio tornase en cuenta su escrito, y acaso sólo buscaban acentuar el perjurio con vistas al extranjero, donde no ha de mirarse con buenos ojos un poder irresponsable. Ya me canso. Mis recuerdos a todos los amigos”.

En 1924, la dictadura respondía a las críticas de Unamuno mandándolo al destierro, en Fuerteventura, y cesándolo como catedrático y vicerrector de la Universidad de Salamanca. El filósofo había denunciado que el Directorio militar ya no era un “interregno” o una “tregua”. Veía Unamuno muy claro el objetivo del “pronunciamiento de generales camineros”: “No se trataba de llevar a cabo una revolución saneadora desde el poder, se trataba de evitar la revolución que se veía venir desde abajo”.

Y en la sombra muda, Manuel Azaña, el hombre de confianza, la referencia intelectual que asumió el riesgo de convertir en medidas legislativas el ideario reformista: impulsar la reforma agraria, implantar un sistema educativo nacional extenso, científico y laico, separar la Iglesia del Estado, reducir las dimensiones del Ejército… Arriesgó a pasar aquellas ideas a la acción política y se encontró con un estrepitoso fracaso.

En parte, auspiciado por los problemas de relación con Niceto Alcalá-Zamora (1877-1949), presidente de la República cuando Indalecio Prieto escribe, el 10 de enero de 1935, desde París a Azaña, en su domicilio de Serrano: “De cuantos actos políticos ha realizado don Niceto desde que se posesionó de la presidencia de la República, el más grave de todos es este de ahora al acaudillar, nada menos que desde su alto puesto, la reforma constitucional. Es algo a todas luces intolerable y, además, reviste caracteres de verdadera alevosía. Porque si en cualquier momento no se está en condiciones de polemizar con el presidente de la República, ahora, con la censura de prensa y con algunos periódicos sin poder publicarse, ni siquiera cabe contradecir sus ideas, esas que él dice nacidas de su experiencia y que son simplemente la ratificación de sus puntos de vista ya conocidos y reiteradamente expuestos en los debates de las Cortes constituyentes”.

Para entonces nadie quería a Alcalá-Zamora en su puesto. En particular, la izquierda, que no le perdonaba haberle retirado la confianza en 1933, lo que significó la caída del Gobierno de Azaña y la ruptura de la coalición entre socialistas y republicanos. Las buenas migas que ya se cocían en esta carta no pudieron mojarse cuando Azaña fue elegido presidente de la República, el 10 de mayo de 1936: en contra de lo que había previsto, no podría nombrar a Prieto presidente del Gobierno ante la negativa de la UGT de Largo Caballero. El Gobierno republicano quedaba debilitado y visto para sentencia (militar).

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