El domingo por la noche la pregunta más repetida a lo largo y ancho de la Croisette era: ¿a qué hora te vas a levantar? ¿A las siete? ¿Será tarde a las 6.30? El miedo a quedarse fuera del primer pase del lunes iba pasando de cuerpo a cuerpo como una plaga decimonónica. El despertador sonó a las seis. Café y carrera de mocasín para llegar a las 7.30 a una cola que empezaba a formarse fuera de la sala Lumière. Todo esto por un hombre, un director americano para más señas, cuya película The Tree of Life era una de las más esperadas en Cannes en los últimos años.
El quinto filme en la carrera de Terrence Malick, realizador poco prolífico y considerado de culto entre los cinéfilos, estuvo el año pasado a punto de ser programado. Ha sido un largo período de espera, en el que la película, según uno de sus productores y protagonistas, el mismísimo Brad Pitt, 'ha ido afinándose' bajo la batuta 'del genio' Malick. Como era de esperar, el director no acudió a Cannes a presentar su obra, engordando así la fama de genio oculto que le rodea. 'Es tímido', le disculpó una de las productoras del filme.
Malick no acudió a Cannes, engordando así la fama de genio oculto que le rodea
The Tree of Life es una víctima del síndrome de las altas expectativas: sólo sirven para caer desde más alto. Más que decepción habría que hablar de desconcierto. Los abucheos se mezclaron con enérgicos aplausos después de 148 minutos de película. El director de Malas tierras y La delgada línea roja ha querido hacer una gran sinfonía a las primeras cosas, al origen del mundo que ha dividido a Cannes. El filme va de lo macro (el origen del universo y de las especies, incluidos los dinosaurios) a lo micro (la infancia de tres niños en una familia de Texas en los años cincuenta). Como en El nuevo mundo, la excelente visión de Malick de la conquista de América, el director sitúa al espectador en el territorio del asombro al descubrir un mundo nuevo, al ponerlo a contemplar el misterio de la naturaleza y de la vida.
La osadía del director en The Tree of Life es mayúscula. Podría tratarse de un nuevo cine, del mayor acto de fe cinematográfico jamás filmado. Pero su grandilocuencia y, en ocasiones, su simpleza llegan a ser ridículas. En su tramo macro, la película se convierte en una repetitiva exposición de los cuatro elementos (sí, los de siempre, agua, aire, tierra y fuego), de explosiones volcánicas, de imágenes de nebulosas y planetas. Incluso hay una viñeta piadosa con dinosaurios. Sobre esto último mucho se había especulado en los últimos años, desde que se filtró en internet que Malick había pedido los servicios de una empresa de 3D para crear una serie de dinosaurios para su próxima película. El rumor se había diluido hasta ayer, cuando una platea atónita presenció el gesto de compasión de un Tiranosaurius Rex.
Cristianismo trasnochado
El director de Malas tierras' ha rodado una sinfonía al origen del mundo
La película, panteísta en su más extensa acepción, roza el ridículo en ciertos momentos, mientras en otros, sobre todo cuando cuenta la microhistoria emocional de una familia, es conmovedora. Pero el castillo malickiano tristemente no se sostiene. Pasamos los dinosaurios, entendemos y podemos conmovernos con la mirada al pasado de los tiempos del director, pero el final es descorazonador. Vaga entre el new age y un cristianismo trasnochado: terribles esas secuencias de la playa-cielo, cuya estética se aproxima a un anuncio de fondos de pensiones.
Huyendo de la narrativa lineal, el director opta por el impresionismo y por una narración líquida, como los fluidos orgánicos de la vida. Esta búsqueda formal es un acierto en gran parte del metraje, especialmente en el tramo de la familia en Texas. El director pone entonces su mirada en el descubrimiento de la vida por parte de tres hermanos, con secuencias que funcionan como fogonazos que llevan a cada espectador a evocar su infancia. La manera en que captura la pureza de los juegos de los niños, el amor de la madre, la dureza frustrada del padre son palpitantes. Malick dibuja al padre y a la madre de ese núcleo familiar como dos fuerzas opuestas: ella (Jessica Chastain) es la gracia y el amor, él (Brad Pitt), la fuerza represora y ordenadora.
Pitt y Chastain hablaron durante la presentación del filme de cómo Malick había cambiado la forma de trabajar de ambos para siempre. 'Fue un rodaje muy particular', dijo Chastain. Para el rodaje se alquiló un barrio clásico de los años cincuenta, donde trabajó y vivió el equipo durante el tiempo que duró la grabación. 'Podíamos deambular por ese pequeño pueblo e ir haciéndolo nuestro', indicó Pitt. 'Nos vestíamos cada mañana como queríamos, Malick nos daba unas indicaciones breves y empezábamos a rodar', completó la actriz, que añadió: 'Malick te incita a buscar el accidente, a dejarte ir'.
Se trata de un filme osado y grandilocuente que roza el ridículo
Hay quien dice que todo ese tramo de la infancia, prodigiosamente fotografiado por Emmanuel Lubezki, podría ser una película en sí misma, quitando todos los demás elementos cósmicos y darwinianos del filme. Pero entonces no sería esta locura espiritual, hermosa y excesiva, desconcertante y a ratos genial. Cuando el director pone sus pies sobre la tierra, logra captar los juegos y las emociones de los niños como nunca se han visto: más que pegado a la piel, se sitúa dentro de ella.
La cámara se mueve como un espectro. 'The Tree of Life no es una obra procristiana', aclaró Pitt, aunque se abra con una cita del Libro de Job y las divagaciones metafísicas recorran los 148 minutos de metraje. 'Malick no es religioso, pero es muy espiritual y una persona con una cultura filosófica muy extensa. La película tiene un mensaje universal sobre lo efímero de la vida', añadió Pitt.
Pasadas las horas, el gran fresco de Malick empieza a encajar y vemos que no es casualidad que haya sido Douglas Trumbull quien se ocupó de los efectos visuales. Trumbull hizo lo propio en 2001, una odisea en el espacio, de Stanley Kubrick, con la que esta película comparte aspiraciones. Pero lo que en 2001 resultaba entonado y clarividente, aquí parece hinchado y altisonante.
Por último, el francés Bertrand Bonello presentó L'Apollonide, una mirada a la vida en un prostíbulo francés de principios de siglo XX. La cámara se pasea por los pasillos y alcobas de un palacete decadente donde trabajan un grupo de mujeres. Bonello contempla el juego de miradas en los salones, el embelesado ritmo de la vida en el burdel y sumerge al espectador en la temperatura placentera de aquellos salones. Su empeño es preciosista: quiere mostrar cada detalle de la vida de las prostitutas de L'Apollonide. También sus miedos y sus aspiraciones, que se diluyen en un letargo opiáceo. La cinta no acaba de encontrar un rumbo más allá de la contemplación estética y hasta analítica de la vida en el prostíbulo, de la belleza y el amor que siente por sus personajes.
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