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Terenci Moix en el juego de las máscaras

Este 2023 se han cumplido veinte años de la muerte de un escritor cuyo genio trascendió a la literatura y moldeó un personaje público irrepetible, a medio camino entre la ficción y la realidad. En Filmin puede verse una serie documental de cuatro episodio

El escritor Terenci Moix, en una imagen de archivo.- EFE

Marcel Beltran

Terenci Moix ganó el Premio Planeta en 1986 por No digas que fue un sueño. En la docuserie Terenci: La fabulación infinita (Filmin, 2023), hay un momento en el que la genial Colita, la fotógrafa de la Gauche Divine, cuenta qué pasó después de que el autor recibiera 15 millones de pesetas por el premio. “Le sirvió para tapar muchos agujeros y para llevar una vida esplendorosa, que era lo que siempre le había gustado”, dice con el amor que solo se siente por los amigos, antes de mirar a los entrevistadores con una seriedad memorable y rematar la frase: “Y entonces decidió ser guapo”. Se refiere a que Moix se puso peluquín, se hizo limpiezas de cutis, se compró un abrigo de visón o mandó instalar una bañera romana en su casa del pueblo ampurdanés de Ventalló. “Se gastó medio Planeta en cremas […]. Tenía fama de feíto y quería ser Burt Reynolds. Me decía: 'Hazme unas fotos en las que me parezca a Burt Reynolds'. Y yo le decía: 'Sí, Terenci, claro'. ¿Comprendes?”, continúa Colita sin apartar los ojos de quién está detrás de la cámara. “Eso formaba parte también de su encanto: ser un excéntrico”.

La anécdota sirve para condensar el magnetismo de Moix como personaje. Como aquella vez en 1977, cuando Barcelona recuperó el Carnaval después de estar prohibido durante la dictadura y le encargó el pregón al escritor, que apareció con una máscara y un texto en las manos: “Todos los que estáis reprimidos, cortaros la represión. Que no valga otra bandera que el placer triunfador. Y si algún carca pensara que quizá nos pasamos de rosca, palazo y a la mierda. No queremos carcas en casa“. Un autor atrevido, brillante, divo, imprevisible, pícaro, extravagante. Divertidísimo. Y a menudo, sostienen algunos, insoportable.

Como narrador, fue uno de los más leídos de su generación. También de las anteriores y las posteriores. Dio los primeros pasos escribiendo dos novelas policíacas, aunque el salto al éxito se produjo con la publicación de La torre de los vicios capitales, una recopilación de cuentos. Tampoco le faltó reconocimiento: ganó varios de los galardones más destacados de la literatura catalana. El Josep Pla, por ejemplo, se lo adjudicaron por Olas sobre una rosa desierta. Sobre sus libros y artículos se derramaban todas sus inquietudes: los faraones, el sexo, el glamour, Constantinopla, la juventud, sus películas favoritas. Y el humor, por supuesto, como en Amami Alfredo!, en la que se cruzan los caminos de una cantante de ópera, una secretaria y un cinéfilo gay.

Moix tenía el extraño talento de moverse entre contrastes sin perder jamás el equilibrio. Escribió novelas que vendieron más de un millón de ejemplares y nunca renunció a la hondura literaria. Apareció en televisión para hablar de sus rupturas sentimentales y estudió a fondo el cine clásico. Entendió que el mundo moderno exigía saber venderse a uno mismo y se dejó conquistar por los paisajes del Antiguo Egipto. “Populismo, esperpento y alta cultura, refinamiento y vulgaridad, estilo y birlo”, escribió Luis Antonio de Villena sobre su figura. Sus memorias, El peso de la paja, descubren el mundo interior de un erudito que jamás renunció al derecho de tomar el pelo al personal y divertirse. “¿Le va la marcha, señor Terenci?”, le preguntaron en una ocasión en un programa de TVE. “Menos la fúnebre, todas.

“Fue uno de esos personajes que hace 40 años ya definieron lo que es España ahora mismo”, explica a Público Álvaro Augusto, guionista de la serie de cuatro capítulos de Filmin, dirigida por Marta Lallana. El documental deja de lado la dimensión literaria del mito y pone el foco sobre su vida o, más bien, sobre su personalidad, porque según el propio Augusto no pensaron que tuviera sentido centrarlo en el Terenci Moix escritor, “puesto que para eso los espectadores pueden ir y leerse sus libros”. “Él era autobiográfico”, prosigue el guionista, “cuando escribía de Cleopatra, escribía de sí mismo. Entender la persona, entender todas sus vivencias, es lo que hará que comprendas mucho mejor su obra cuando acudas a ella”. Te parezca más o menos acertada esa decisión narrativa, hay algo que admite pocas dudas: el Terenci Moix que se mostró más allá de las páginas era una cosa tan imprevista y fascinante que parecía que alguien la hubiera puesto ahí expresamente para que otros intentaran retratarla.

El cine lo cautivó desde el principio. “Ha sido mi Nirvana”, le describió en una entrevista a Ignacio Vidal-Folch. Un adolescente creciendo en el Barrio Chino de Barcelona y encerrándose en las salas para sortear los obstáculos de la vida. Como cuando la enfermedad se llevó a su hermano Miquel con solo 18 años. “Eran mi cuna y mi burdel al mismo tiempo. El único sitio en el que me sentía a salvo de los ataques del mundo real”, dijo. El Hollywood de los 50 y los 60 le abrió una ventana para escapar de las angustias cotidianas y le agitó la imaginación para que se decidiera a contar sus propias historias. La tentación de la ficción como refugio platónico. "Al final, la vida de Terenci ya era eso. Él estuvo siempre en esa línea que separaba lo que inventaba de lo que era real, lo que se veía y lo que había detrás de la máscara, el personaje y la persona”, reflexiona Lallana para exponer por qué quiso abordar formalmente los episodios desde un punto de vista cinematográfico. En esa época, casi siempre con una pantalla delante, se conocieron y se hicieron íntimos con Maruja Torres, cuya ausencia en el documental descoloca. Los creadores cuentan que quisieron contar con su testimonio entre las decenas que intervienen y que la contactaron, pero que ella declinó la propuesta. Tampoco aparece Juan Bonilla, su biógrafo (El tiempo es un sueño pop. Vida y obra de Terenci Moix), en su caso por razones médicas. Ni el poeta Pere Gimferrer, otro de sus amigos de juventud.

En aquellos tiempos, Terenci todavía era Ramón, el nombre que le pusieron al nacer. Lo del pseudónimo llegó más tarde, probablemente tras un viaje a Roma, donde se marchó a escribir para superar la separación con su primer novio, Vicente Molina Foix. El desamor actuó como latigazo depresivo y carburante ante el cuaderno. “Para mí, el amor siempre se ha demostrado a través del sufrimiento del otro. Yo tenía la idea de que el que sufría por mí era el que me quería. Fíjate tú qué bestialidad”, reconoció el autor de El día que murió Marilyn. Escribió, y mucho, sobre la cuestión. Un tema que sí que tiene un peso evidente en la serie de Filmin. Sobre todo con la entrevista a Enric Majó, actor y pareja de Moix durante más de quince años, que se abre en canal para hablar de su sufrimiento, los charcos de la relación (“Terenci era brillante, generoso, inteligente y manipulador”) y su turbulento final, con un amago de suicidio del propio novelista. El asunto acabó en la prensa y en los platós.

“Las relaciones de Terenci nos dieron el puente para profundizar en la persona. Pero no lo queríamos hacer como un juicio. Estamos compuestos de muchos colores, no queríamos quedarnos solo con el blanco y el negro”, argumenta Lallana. “Si nos centramos en sus historias amorosas no es por morbo”, defiende Augusto, “es porque eran una de las grandes obsesiones que tenía, y estaban plasmadas en su vida, en sus apariciones televisivas y, sobre todo, en sus memorias”. Moix se explicó con más crudeza ante Jesús Quintero: “Puede ser que, por mi tendencia a idealizar, yo amé a sombras, no a personas”.

De la dura confesión de Majó emerge la imagen más incómoda y espinosa: la del escritor fuera de sus casillas y atacando de forma perversa, herido en su orgullo y en su corazón. Reaparece Colita: “Todos tenemos una parte oscura, todos tenemos tendencia a ocultarla, pero Terenci no: Terenci la mostraba”. Era la misma persona que, con su prosa radiante y su falta absoluta de miedo y prejuicios arrastraba hacia adelante a toda una generación. “Mi primer contacto con él lo tuve cuando tenía 13 años. Estaba en ese momento en el que uno intenta explicarse a sí mismo. Para mí fue importante, porque creo que me convirtió en una persona mucho más abierta y mucho más tolerante. Conmigo mismo, sobre todo”, apunta Augusto.

“Fue un escritor popular, sí. Pero no sólo”, resume Luis Antonio de Villena en el documental. “Quería la absoluta popularidad”, sigue, “pero al mismo tiempo ser un autor cotizado por su calidad literaria”. “Y esa dicotomía, […] no todo el mundo la entendió muy bien”. Le encantaba cenar percebes, adoraba a las grandes actrices norteamericanas, no le molestaban las comparaciones con Truman Capote y casi nunca desaparecían los cigarrillos de entre sus dedos, esos que su doctor le había exigido tantas veces que dejara, bromeaba Moix, que incluso ya había empezado a insultarlo.

Precisamente su adicción al tabaco le fue ahogando con los años. Fumaba tres o cuatro cajetillas diarias. Una de las últimas cosas que pidió fue un cigarrillo, a su hermana. Falleció el 2 de abril de 2003, a los 61 años, víctima de un enfisema pulmonar. Maruja Torres, en una entrevista que publicó Vanitatis por el veinte aniversario de su muerte, recordaba el día del funeral: “Y poca broma, porque la capilla ardiente fue nada menos que en el Ajuntament de Barcelona. La noche antes acompañamos el cadáver los amigos. Recuerdo que le maquillaron y le pusieron una chapa de Sal Mineo en la solapa de la chaqueta. En la ceremonia no solo sonó el Heigh-ho de Blancanieves; también la canción de Peter Pan. Lloramos lo que no está escrito. Había una cola enorme de personas en la Plaça de Sant Jaume. La gente pasaba a ver la tumba y le dejaba encima paquetes de Ducados. Nunca lo olvidaré”.

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